Robert Fisk
En el Día del Armisticio, en noviembre pasado, me sorprendió –como a miles de belgas en las calles de Ypres– la figura solitaria de Craig Wood, de 18 años, a quien acercaban en silla de ruedas hacia la reja de Menin. Una bomba sembrada a un lado de un camino en Afganistán le arrancó las piernas, y estaba ahí, como representando a todos esos hombres que regresaron de Flandes y Somme sin piernas ni brazos. Y sin embargo, me conmovía la diferencia entre ambos conflictos. Entre 1914 y 1918, el ejército británico combatía a una de las más poderosas maquinarias bélicas del mundo: la alemana. Hoy, en la guerra de Craig, se combate a hombres que usan turbantes y que a menudo carecen de educación, equipados con las armas más primitivas. ¿Qué demonios estamos haciendo en la provincia de Helmand?”, me preguntaba una y otra vez.
En el acto para conmemorar a 57 mil británicos caídos en Ypres, cuyos cuerpos nunca fueron hallados –en el “sepulcro del crimen”, según palabras de Sassoon–, los asistentes me dieron la impresión de estar demasiado bonitos. Muchos atuendos muy cuidados y pantalones bien planchados, así como demasiadas amapolas. Entiendo el simbolismo, pero no soy hombre de amapolas y me desagradan particularmente los uniformes.
El poema de John McCrae El viento sopla sobre los plantíos de amapola de Flandes no era un poema de paz, sino un llamado a la guerra: “Llevemos nuestra disputa con el enemigo...”, exhortan los muertos a los vivos en el tercer verso, y yo cada año veo a presentadores de televisión llevando amapolas en las solapas y convirtiendo ese símbolo equivocado en una especie de culto.
De casualidad logré avanzar por la Reja de Ypres –como un murmullo escuchaba las voces clericales dentro del templo– y descubrí que el viejo foso que lo rodea estaba obstruido por un montón de lodo y desperdicio negro, café y pestilente. Ahí me di cuenta de qué se trató la gran guerra: hombres ahogándose y resbalando hacia la muerte entre el fango, la mierda y la descomposición de Passchendaele, convertido en un pantano de excremento y miembros mutilados. No hubo nada de amapolas en la lluvia en 1917.
Algo aprendí de mis anfitriones belgas. Durante años creí y he conocido a otros que también estaban convencidos de que el cementerio británico de Tyne Cot de alguna forma marcaba el campo de batalla de un regimiento proveniente del noreste de Inglaterra.
¡Ay! No es así. De la misma forma en que Ypres se convirtió en “Wipers”, “Tyne Cot British” era la versión de los soldados de la palabra flamenca hennekot (pronunciada “tenekot”), que significa gallinero. En ese sitio se criaban pollos antes de que los alemanes lo convirtieran en un infierno.
Justo a la vuelta del muro de Ypres, en la reja de Menin, hay otro cementerio británico donde de izquierda a derecha leí la edad que tenían los muertos: 20 años, 20, 38, 25, 19, 22: ninguno tan joven como Craig Wood. En el libro de visitantes del cementerio encontré las acostumbradas palabras de sabiduría del Gran Público Británico, que sólo él, y no sus malditos políticos, podría escribir.
“Muerte, tragedia, matanza, sacrificio, asesinato; todas esas palabras significan lo mismo, no importa cuál se use”, escribió “Kate”. Alguien escribió: “Pobres tipos. Esperemos que termine la violencia sin sentido”. Mi favorita es: “No confíen en los políticos ni voten por ellos. Eso sólo los alienta”. Sin embargo, nada supera las palabras que están de hecho labradas en piedra sobre la tumba del segundo teniente Arthur Conway Young, fallecido el 16 de agosto de 1917. “En sacrificio a la falacia de que una guerra puede poner fin a la guerra”, fue lo que escribieron sus deudos en su última morada.
Supongo que sentimos lo mismo en los grandes cementerios alemanes, en especial cuando se siente uno humilde al estar junto a la estatua de padres dolientes hecha por (la artista plástica alemana) Käthe Kollowitz. Su hijo murió en 1914, su nieto en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras deambulaba entre lo fúnebre y teutónico del cementerio de Vladslo, me imaginé lo feliz que habría sido el mundo si un cabo A. Hitler hubiera muerto en Ypres y estuviera sepultado en este panteón. ¿La Segunda Guerra Mundial habrá sido producto de la primera? ¿O simplemente surgen individuos que nos vuelven locos? ¿Qué papel desempeña en esto nuestra personalidad?
Otro de mis anfitriones belgas encontró a algunos Fisks entre los muertos. El cabo Richard William Fisk, del 13 batallón real irlandés de artillería, murió en combate el 16 de agosto de 1917, el mismo día que Arthur Conway Young. Era hijo de un finado Robert Fisk, esposo de Lilly Fisk. Ninguno emparentado conmigo, hasta donde sé, pero tuve la lúgubre sensación de estar viendo la fecha de mi propia muerte.
Después visité la prisión restaurada de Poperinge, donde se encontraba Talbot House, llamada en ese tiempo Toc H (“Toc” era entonces la señal militar que hoy se conoce como “Tango”) y se bautizó así en honor al teniente Gilbert Talbot, el joven hermano del capellán británico, el reverendo Neville Talbot. Después de ver las trincheras me dediqué a ver la sección Toc H, que era el área de descanso del puesto militar. “El club de todo hombre”, como lo llamaba el número dos del reverendo Talbot, el reverendo Tubby Clayton.
La prisión contiene un patio con el poste al que ataban a los soldados británicos para ejecutarlos, y una bala parece haber atravesado por completo. En una celda, a pocos metros, los belgas limpiaron las paredes y dejaron al descubierto cosas escritas por los hombres condenados. Una inscripción parece haber sido hecha por un soldado canadiense llamado Bertin Deneire, con el número 0494-367733, de quien el museo de guerra de Ottawa podría contarnos cosas, supongo.
Finalmente, para terminar este año, tengo que agradecer a los lectores Donald y Eileen Macleos, quienes, motivados por un artículo que escribí en noviembre sobre la desaparición del lenguaje de los soldados de la gran guerra, me enviaron un poema en gaélico de Escocia. Se titula Lathe-D 1944 (D-Day, 1944).
La traducción dice así: “Algunos de estos barcos zarparon con la juventud de nuestra tierra/Mis bendiciones están con esos muchachos, aunque yo sea un marino... Muchos padres y hermanos, muchos vecinos iban ahí/Pese a que eran viriles y fuertes en nuestras calles, se ahogaron en lo profundo”.
Como recuerda Donald Macleod, cientos de poemas de guerra fueron escritos en gaélico escocés pero se han perdido, pues la lengua está casi extinta. Las Islas Occidentales de Escocia tuvieron una mayor pérdida de vidas humanas que cualquier otra área del imperio británico durante la Segunda Guerra Mundial. Ah, sí, y la primera mujer en llegar a las costas de Normandía con las fuerzas aliadas fue la teniente Christina MacLeod, una enfermera de la Isla de Lewis.
Qué curioso lo que uno se encuentra cuando se pasea por las viejas guerras.
The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
En el Día del Armisticio, en noviembre pasado, me sorprendió –como a miles de belgas en las calles de Ypres– la figura solitaria de Craig Wood, de 18 años, a quien acercaban en silla de ruedas hacia la reja de Menin. Una bomba sembrada a un lado de un camino en Afganistán le arrancó las piernas, y estaba ahí, como representando a todos esos hombres que regresaron de Flandes y Somme sin piernas ni brazos. Y sin embargo, me conmovía la diferencia entre ambos conflictos. Entre 1914 y 1918, el ejército británico combatía a una de las más poderosas maquinarias bélicas del mundo: la alemana. Hoy, en la guerra de Craig, se combate a hombres que usan turbantes y que a menudo carecen de educación, equipados con las armas más primitivas. ¿Qué demonios estamos haciendo en la provincia de Helmand?”, me preguntaba una y otra vez.
En el acto para conmemorar a 57 mil británicos caídos en Ypres, cuyos cuerpos nunca fueron hallados –en el “sepulcro del crimen”, según palabras de Sassoon–, los asistentes me dieron la impresión de estar demasiado bonitos. Muchos atuendos muy cuidados y pantalones bien planchados, así como demasiadas amapolas. Entiendo el simbolismo, pero no soy hombre de amapolas y me desagradan particularmente los uniformes.
El poema de John McCrae El viento sopla sobre los plantíos de amapola de Flandes no era un poema de paz, sino un llamado a la guerra: “Llevemos nuestra disputa con el enemigo...”, exhortan los muertos a los vivos en el tercer verso, y yo cada año veo a presentadores de televisión llevando amapolas en las solapas y convirtiendo ese símbolo equivocado en una especie de culto.
De casualidad logré avanzar por la Reja de Ypres –como un murmullo escuchaba las voces clericales dentro del templo– y descubrí que el viejo foso que lo rodea estaba obstruido por un montón de lodo y desperdicio negro, café y pestilente. Ahí me di cuenta de qué se trató la gran guerra: hombres ahogándose y resbalando hacia la muerte entre el fango, la mierda y la descomposición de Passchendaele, convertido en un pantano de excremento y miembros mutilados. No hubo nada de amapolas en la lluvia en 1917.
Algo aprendí de mis anfitriones belgas. Durante años creí y he conocido a otros que también estaban convencidos de que el cementerio británico de Tyne Cot de alguna forma marcaba el campo de batalla de un regimiento proveniente del noreste de Inglaterra.
¡Ay! No es así. De la misma forma en que Ypres se convirtió en “Wipers”, “Tyne Cot British” era la versión de los soldados de la palabra flamenca hennekot (pronunciada “tenekot”), que significa gallinero. En ese sitio se criaban pollos antes de que los alemanes lo convirtieran en un infierno.
Justo a la vuelta del muro de Ypres, en la reja de Menin, hay otro cementerio británico donde de izquierda a derecha leí la edad que tenían los muertos: 20 años, 20, 38, 25, 19, 22: ninguno tan joven como Craig Wood. En el libro de visitantes del cementerio encontré las acostumbradas palabras de sabiduría del Gran Público Británico, que sólo él, y no sus malditos políticos, podría escribir.
“Muerte, tragedia, matanza, sacrificio, asesinato; todas esas palabras significan lo mismo, no importa cuál se use”, escribió “Kate”. Alguien escribió: “Pobres tipos. Esperemos que termine la violencia sin sentido”. Mi favorita es: “No confíen en los políticos ni voten por ellos. Eso sólo los alienta”. Sin embargo, nada supera las palabras que están de hecho labradas en piedra sobre la tumba del segundo teniente Arthur Conway Young, fallecido el 16 de agosto de 1917. “En sacrificio a la falacia de que una guerra puede poner fin a la guerra”, fue lo que escribieron sus deudos en su última morada.
Supongo que sentimos lo mismo en los grandes cementerios alemanes, en especial cuando se siente uno humilde al estar junto a la estatua de padres dolientes hecha por (la artista plástica alemana) Käthe Kollowitz. Su hijo murió en 1914, su nieto en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras deambulaba entre lo fúnebre y teutónico del cementerio de Vladslo, me imaginé lo feliz que habría sido el mundo si un cabo A. Hitler hubiera muerto en Ypres y estuviera sepultado en este panteón. ¿La Segunda Guerra Mundial habrá sido producto de la primera? ¿O simplemente surgen individuos que nos vuelven locos? ¿Qué papel desempeña en esto nuestra personalidad?
Otro de mis anfitriones belgas encontró a algunos Fisks entre los muertos. El cabo Richard William Fisk, del 13 batallón real irlandés de artillería, murió en combate el 16 de agosto de 1917, el mismo día que Arthur Conway Young. Era hijo de un finado Robert Fisk, esposo de Lilly Fisk. Ninguno emparentado conmigo, hasta donde sé, pero tuve la lúgubre sensación de estar viendo la fecha de mi propia muerte.
Después visité la prisión restaurada de Poperinge, donde se encontraba Talbot House, llamada en ese tiempo Toc H (“Toc” era entonces la señal militar que hoy se conoce como “Tango”) y se bautizó así en honor al teniente Gilbert Talbot, el joven hermano del capellán británico, el reverendo Neville Talbot. Después de ver las trincheras me dediqué a ver la sección Toc H, que era el área de descanso del puesto militar. “El club de todo hombre”, como lo llamaba el número dos del reverendo Talbot, el reverendo Tubby Clayton.
La prisión contiene un patio con el poste al que ataban a los soldados británicos para ejecutarlos, y una bala parece haber atravesado por completo. En una celda, a pocos metros, los belgas limpiaron las paredes y dejaron al descubierto cosas escritas por los hombres condenados. Una inscripción parece haber sido hecha por un soldado canadiense llamado Bertin Deneire, con el número 0494-367733, de quien el museo de guerra de Ottawa podría contarnos cosas, supongo.
Finalmente, para terminar este año, tengo que agradecer a los lectores Donald y Eileen Macleos, quienes, motivados por un artículo que escribí en noviembre sobre la desaparición del lenguaje de los soldados de la gran guerra, me enviaron un poema en gaélico de Escocia. Se titula Lathe-D 1944 (D-Day, 1944).
La traducción dice así: “Algunos de estos barcos zarparon con la juventud de nuestra tierra/Mis bendiciones están con esos muchachos, aunque yo sea un marino... Muchos padres y hermanos, muchos vecinos iban ahí/Pese a que eran viriles y fuertes en nuestras calles, se ahogaron en lo profundo”.
Como recuerda Donald Macleod, cientos de poemas de guerra fueron escritos en gaélico escocés pero se han perdido, pues la lengua está casi extinta. Las Islas Occidentales de Escocia tuvieron una mayor pérdida de vidas humanas que cualquier otra área del imperio británico durante la Segunda Guerra Mundial. Ah, sí, y la primera mujer en llegar a las costas de Normandía con las fuerzas aliadas fue la teniente Christina MacLeod, una enfermera de la Isla de Lewis.
Qué curioso lo que uno se encuentra cuando se pasea por las viejas guerras.
The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
No hay comentarios:
Publicar un comentario