Hermann Bellinghausen
Noor tiene nueve años y nombre de reina. La mitad de su corta vida ha pasado en el destierro. Nació en el sur de Irak y ha vivido algo más que la guerra que mantiene a su país en condiciones de tragedia extrema. Alegremente muestra un dibujo colorido y paradisiaco donde un río corre al pie de dos montañas, y tras ellas un inmenso sol amarillo y sonriente. Es Irak”, explica. Cambia la página de su cuaderno y aparecen varios niños cubriéndose con paraguas y jugando bajo un aguacero y un arcoiris. Impaciente por llamar la atención de las visitas, su hermanita Fatma exhibe a su vez a unos niños desnudos pescando pececitos de colores en un río azul. Y entonces asoma del cuaderno de Noor, a lápiz y sin color alguno, el dibujo de un león que ocupa toda la página y pisa con una pezuña la cola de un pequeñísimo ratón. Sobre la cabeza del roedor un globito de historieta dice algo en árabe. El felino sonríe, pero no es un dibujo alegre.
Estamos en una de las siete míticas colinas de Ammán, la capital jordana. La ciudad ha crecido tanto que ahora ocupa al menos 20 colinas. Aquí permanecen suspendidos en el tiempo y el espacio más de 100 mil iraquíes huyendo de la no por famosa menos olvidada guerra de invasión estadunidense. En realidad nadie conoce el número exacto, siendo Jordania un país de refugio: al menos la mitad de sus 6 millones de habitantes procede de Palestina, ese cercano no-lugar detrás de la frontera israelí, apenas al otro lado del mar Muerto, el sitio más bajo y salado del planeta.
De los 24 millones de habitantes originales de Irak, unos 5 millones están aquí o en Siria, Irán, Turquía, Egipto, Arabia Saudita, o aún más lejos, en Suecia, Gran Bretaña, Canadá y los propios Estados Unidos, la nación que lleva siete años “liberando” el país de Noor, importando la democracia más cara y letal de la historia: al menos un millón de muertos y millones de millones de dólares para “reconstruirlo”. La cruzada yanqui no tiene para cuándo, y los vivos, dentro y fuera de Irak, padecen un rosario de enfermedades causadas directamente por la generosidad de Bush II (y Obama). Según el grupo independiente Colateral Repair Project, éstas van desde los males del trauma posestrés al catálogo más completo de cánceres yatrogénicos, cardiopatías, diabetes y monstruosas malformaciones congénitas en los bebés paridos bajo las radiaciones de uranio “débil” y otros químicos de nombre aterrador. Con los atentados terroristas y las muertes causadas por las pandillas del crimen perfectamente organizado bajo la tolerancia del invasor, la cuenta no deja de crecer.
Mashi, padre de Noor y Fatma, es víctima de las dos guerras del Golfo. Hace 20 años trabajaba en Kuwait, y tras la guerra de Bush I pasó siete años en prisión, siendo profusamente torturado por agentes kuwaitíes, egipcios y sauditas, todos, proestadunidenses. Liberado finalmente, regresó a su natal Basora y se casó con Alma, entonces joven universitaria graduada en Ciencias Políticas. Procrearon a Noor. Poco antes de la segunda guerra les nacieron gemelos; ambos morirían durante un bombardeo mientras visitaban a unos amigos en Basora; de este tema Mashi no puede ni hablar.
Es un hombre sonriente, pero destrozado. Como es migrante ilegal no puede trabajar y depende completamente de Alma. Esta noche recuerda sus torturas en Kuwait la década pasada, las quiere denunciar con todas sus letras. Abdulá traduce al inglés los dolorosos detalles mientras Alma sirve la cena: dolma rellena en salsa, tomate con pepino, pan y media manzana. Por no desairar su hospitalidad, me veo obligado a comer mientras Misha detalla cómo permaneció colgado durante días, cómo le reventaron a golpes los oídos, las articulaciones, el cuerpo entero. “A todas las preguntas y acusaciones respondía que sí para detener el castigo, pero de nada sirvió”, dice. Lo hacían por pura crueldad.
La familia habita una vivienda desnuda en una colina de Amán. Como en la segunda invasión prefirió apoyar a los marines, su esperanza es emigrar a Estados Unidos, lo cual no deja de ser cruel. Sobre todo porque para hacerlo necesita que la embajada de Irak expida la documentación que demuestra que sus cuatro hijos existen. Uno más deberá nacer dentro de cuatro meses. Además, llevan casi dos años esperando que ACNUR les conceda estatus de refugiados. Pero el papeleo.
No piensa regresar a Irak, que se ha vuelto invivible para musulmanes y cristianos, colaboracionistas y nacionalistas, intelectuales y obreros, niños, jóvenes y viejos. Y peor ahora con las nuevas elecciones. Ah, la democracia.
Ya para despedirnos, tropiezo con el cuaderno de Noor en el suelo, abierto precisamente en la página del león y el ratón. Pregunto a Abdulá que dice el globito del ratón. Él lee: “Perdóname, por favor”. Y yo: “¿Qué significa eso?” Abdulá consulta a Noor y traduce: “Ella dice que así es, nada más. Que los fuertes pisan a los pequeños, que siempre tienen que pedir perdón”. Democracia, libertad, perdón: las palabras valen nada.
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