Pedro Miguel
T
odo un manifiesto: hace unos días Los Pinos distribuyó una foto, tomada durante un reciente cónclave de las cúpulas del poder político-económico, en la que aparecen Peña Nieto y Germán Larrea: el gobernante de corte ampliada y simpatías compradas y el enterrador de mineros y envenenador de ríos; el repartidor de impunidades y el empresario eternamente salvo de responsabilidades; el mandante y su mandatario, el jefe y el subordinado, ambos con las respectivas expresiones corporales. Días después la mina de Larrea volvió a inundar los ríos Bacanuchi y Sonora con desechos tóxicos y varios empleados de Peña (de la Sagarpa, la Profepa y la Secretaría del Trabajo) se apresuraron a asegurar, aun con los análisis no completados, que todo está bajo control, el nuevo vertido carece de importancia, no representa ningún riesgo para la salud de la población y la empresa colabora en la mitigación del daño. Las autoridades estatales y municipales de Sonora han contado una historia muy distinta: los habitantes de la región están gravemente afectados, Buenavista del Cobre ha sido omisa en informar a las instituciones públicas, ha bombeado venenos a los cauces fluviales en forma deliberada y se ha limitado a simular tareas de reparación del daño.
El episodio dejó una manifiesta indignación nacional y hay en curso un empeño de restauración del poder presidencial omnímodo de los viejos tiempos priístas. En ese contexto la difusión de la foto es una declaración de connivencia entre el poder fáctico del dinero que se acumula matando mineros y destruyendo el entorno natural y el poder fáctico del dinero que se invierte en la compra de millones de votos para conquistar la titularidad del Poder Ejecutivo. Y constituye una promesa de impunidad. Y es además una insolencia.
Los signos de fin de régimen se multiplican. La ceremonia del 15 de septiembre mostró a un Zócalo supervigilado y controlado pero semivacío, poblado sólo por unos miles de mexiquenses acarreados con documentadas ofertas de comida, dinero y transporte, y aun así no le fue posible al aparato peñista eliminar del acto unas cuantas mentadas y chiflidos. La flamante Gendarmería Nacional fue estrenada para la ocasión y comisionada a hurgar en los pañales de los bebés y los cuerpos de los niños en busca de... ¿de qué? ¿De ametralladoras? ¿De granadas de mano? ¿De explosivos? –No, obviamente. Para eso hay arcos detectores de metales y otros procedimientos. Muy probablemente los pobres gendarmes recibieron la orden de buscar pancartas o linternitas láser de esas con las que algunos traviesos le pintarrajearon la cara (luminosamente, se entiende) a Felipe Calderón en su último grito e intentaron hacerlo con Peña en su primero. Lo malo es que los diseñadores de semejante operativo no se dieron cuenta (o se dieron, pero no les importó) de que era violatorio de la Convención de los Derechos de los Niños, que en México es vinculante.
Otro: la fugaz Disneylandia construida por el comisionado Alfredo Castillo se desvanece en Michoacán y vuelven a asomar, tras ella, la delincuencia soberana, la corrupción omnímoda y la descomposición de todo aquello que el gobierno toca. Y otro: el huracán deja al descubierto en Baja California Sur una ineptitud asombrosa en el manejo de la cosa pública. Peña acude a pasar revista de escenografías, se retira y deja tras de sí a una población sin alimentos, sin seguridad, sin comunicaciones, sin casa y sin trabajo.
Hace ya tiempo que el régimen oligárquico no consigue ganar elecciones si no es mediante diversas modalidades de fraude; perdió hace mucho tiempo la batalla de los argumentos y ahora parece resignado a derrotarse a sí mismo incluso en la batalla de la imagen pública, salvo en el ámbito de las distinciones otorgadas por los verdaderos mandantes: en Nueva York Peña es proclamado
ciudadano global(es decir, ejecutor modelo de la globalización depredadora) mientras en México la ciudadanía es víctima de una ofensiva generalizada desde las cúpulas de la institucionalidad.
El peñato ha logrado comprar la docilidad de casi todas las facciones de la clase política, las cuales le aplauden y le legalizan todos los negocios del saqueo, pero no ha avanzado un centímetro en la solución del hambre, el desempleo, la inseguridad, la desigualdad, la corrupción y las carencias generalizadas de sectores cada vez mayores de la población. Aun así, el régimen podría durar muchos años más porque para la gente lo más preciado es la estabilidad y en aras de preservarla está dispuesta a casi todos los sacrificios imaginables. Lo que colma la paciencia de las sociedades es más bien la insolencia del poder; este régimen ha perdido la capacidad de evitarla y más bien parece que no puede dar un paso sin incurrir en ella, y ese es el signo de su inviabilidad.
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