domingo, 11 de enero de 2009

J.M.G. Le Clézio

El buscador de oro


El nuevo libro en español del escritor francés J.M.G. Le Clézio, El buscador de oro, empezó a circular en las librerías de México. Con autorización de Grupo Editorial Norma presentamos un fragmento de la obra a manera de adelanto.


Por mucho que retroceda en mi memoria, siempre oigo el mar. Mezclado con el viento en las agujas de los filaos, con el viento que no cesa, ni siquiera cuando te alejas de las costas y te adentras por los campos de caña, es el ruido que ha arrullado mi infancia. Lo oigo ahora, en lo más profundo de mí, me lo llevo adondequiera que voy. El ruido lento, incansable, de las olas que rompen a lo lejos en la barrera de coral y que vienen a morir en la arena del Río Negro. No pasa un solo día sin que vaya al mar, no pasa una sola noche sin que me despierte, con la espalda húmeda de sudor, sentado en mi camastro, apartando la mosquitera e intentando percibir la marea, inquieto, lleno de un deseo que no comprendo.

Pienso en él como en una persona humana, y, en la oscuridad, todos mis sentidos están alerta para oírlo llegar mejor, para recibirlo mejor. Las gigantescas olas saltan por encima de los arrecifes, se desploman en la laguna y el estruendo hace vibrar tierra y aire como una caldera. Lo oigo, se mueve, respira.

Cuando hay luna llena, salto de la cama sin hacer ruido, cuidando de que el carcomido entarimado no cruja. Sé, sin embargo, que Laure no duerme, sé que tiene los ojos abiertos en la oscuridad y contiene el aliento. Escalo el alféizar de la ventana y empujo los porticones de madera, estoy fuera, en la noche. La luz blanca de la luna ilumina el jardín, veo brillar los árboles, cuya copa rumorea al viento, adivino los oscuros macizos de los rododendros, de los hibiscos. Con el corazón palpitante, me adentro en el frondoso camino que va hacia las colinas, donde comienzan los barbechos. Muy cerca del muro caído está el gran árbol chalta, al que Laure llama el árbol del bien y del mal, y trepo a las ramas centrales para ver el mar por encima de los árboles y las extensiones de caña. La luna corre entre las nubes, lanza sus fulgores. Tal vez entonces lo veo, de pronto, por encima de las copas, a la izquierda de la Torreta del Tamarindo, gran plaza oscura donde brilla la mancha que centellea. ¿Lo veo ahora realmente, lo oigo? El mar está en el interior de mi cabeza, y es cerrando los ojos como lo veo y lo oigo mejor, como percibo cada rugido de las olas divinas por los arrecifes y que se unen, luego, para romper en la orilla. Permanezco mucho tiempo agarrado a la rama del árbol chalta, hasta que mis brazos se entumecen. El viento del mar pasa sobre los árboles y los campos de caña, hace que las hojas brillen bajo la luna. A veces permanezco allí hasta el alba, escuchando, soñando. Al otro extremo del jardín, la gran casa, oscura, cerrada, parece un pecio. El viento hace que las dislocadas tablas golpeen, hace que su armazón cruja. También eso es ruido del mar, y los chasquidps del tronco del árbol, los gemidos de las agujas de los filaos. Tengo miedo, solo en el árbol, y sin embargo no quiero regresar a la habitación. Resisto el frío del viento, la fatiga que me embota la cabeza.

No se trata, realmente, de miedo. Es como permanecer de pie ante un abismo, una profunda quebrada, y mirar intensamente, con el corazón palpitando tan fuerte que la garganta resuena y duele, y sin embargo se sabe que es preciso quedarse, que por fin se va a saber algo. No puedo regresar a mi habitación hasta que el mar suba, es imposible. Debo permanecer agarrado al árbol chalta, y esperar, mientras la luna se desliza hacia la otra punta del cielo. Regreso a la habitación justo antes del alba, cuando el cielo se hace ya gris del lado de Mananava, y me deslizo bajo la mosquitera. Oigo suspirar a Laure, porque tampoco ella ha dormido mientras yo estaba afuera. Nunca me habla de eso. Sencillamente, de día, me mira con sus ojos oscuros e inquisitivos y lamento entonces haber salido para escuchar el mar.

Cada día voy hasta la orilla. Tengo que atravesar los campos, las cañas están tan altas que avanzo a ciegas, siguiendo los caminos de zafra, perdido a veces entre las hojas afiladas. Allí no oigo ya el mar. El sol de fines de invierno abrasa, ahoga los ruidos. Cuando estoy muy cerca de la orilla, lo noto porque el aire se hace pesado, inmóvil, cargado de moscas. Por encima, el cielo es azul, terso, sin pájaros, cegador. En la tierra roja y polvorienta, me hundo hasta los tobillos. Para no estropear mis zapatos, me los quito y los cuelgo de mi cuello, atados por los cordones. Tengo así las manos libres. Cuando se atraviesa un campo de caña es preciso tener las manos libres. Las cañas son muy altas; Cook, el cocinero, dice que van a cortarlas el mes que viene. Tienen las hojas cortantes como machetes, es preciso apartarlas con la palma de la mano para avanzar. Denis, el nieto de Cook, camina delante de mí. No le veo ya. Siempre ha ido descalzo, va más deprisa que yo, provisto de su vara. Hemos decidido, para llamarnos, hacer sonar dos veces un arpa de hierba o ladrar, así, dos veces; ¡Auah!, los hombres, los indios, lo hacen cuando caminan entre las altas cañas, durante la zafra, con sus largos machetes.

Oigo a Denis muy por delante de mí: ¡Auah! ¡Auah! Respondo con mi arpa de hierba. No hay otro ruido. El mar está muy bajo esta mañana y no subirá antes del mediodía. Vamos tan deprisa como podemos, para llegar a las charcas donde se ocultan los camarones y los hurites.

Ante mí, entre las cañas, hay un amontonamiento de piedras de lava negra. Me gusta subir encima, para contemplar la verde extensión de los campos y, lejos, a mi espalda ahora, perdidas en la maraña de los árboles y los bosquecillos, nuestra casa como un pecio, con su extraño tejado color de cielo, y la pequeña choza del capitán Cool, y más lejos todavía, la chimenea de Yemen y las altas montañas rojas irguiéndose hacia el cielo. Giro sobre mí mismo en la cima de la pirámide y veo todo el paisaje, el humear de las azucareras, el río Tamarindo, que serpentea por entre los árboles, las colinas y, finalmente, el mar, oscuro, centelleante, que se ha retirado al otro lado de los arrecifes.

Eso es lo que me gusta. Creo que podría permanecer sobre ese roquedal durante horas, días incluso, sin hacer nada más que mirar.

¡Auah! ¡Auah! Denis me llama, desde la otra punta del campo. Está también en la cima de un montón de piedras negras, náufrago en un islote en medio del mar. Está tan lejos que no distingo nada de él. Sólo veo su larga silueta de insecto, en la cima del roquedal. Pongo las manos en forma de bocina y, a mi vez, ladro: ¡Auah! ¡Auah! Juntos bajamos, nos ponemos de nuevo en marcha, a tientas, entre las cañas, en dirección al mar.

Por la mañana el mar es negro, cerrado. Es la arena del Gran Río Negro y del Tamarindo la que lo produce, el polvo de lava. Cuando se va hacia el norte. o cuando se desciende hacia el Morro, al sur, el mar se aclara. Denis pesca hurites en la laguna, al abrigo de los arrecifes. Le observo mientras se adentra en el agua, con sus largas patas de zancuda, su vara en la mano. No tiene miedo de los erizos, ni de los peces escrpión. Camina por entre las charcas de agua oscura, cuidando de que su sombra esté siempre a sus espaldas. A medida que va alejándose de la orilla, levanta bandadas de cormoranes, de chorlitos. Le veo con los pies descalzos en el agua fría. A menudo le pido que me deje acompañarle, pero no quiere. Dice que soy demasiado pequeño, dice que está al cuidado de mi alma. Dice que mi padre me ha confiado a él. No es cierto, mi padre no le ha hablado nunca. Pero me gusta cómo dice “a cargo de tu alma”. Sólo yo le acompaño hasta la orilla. Mi primo Ferdinand no tiene derecho a hacerlo, aunque sea un poco mayor que yo, y Laure tampoco, porque es una chica. Quiero a Denis, es mi amigo.

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