sábado, 17 de enero de 2009

Blindaje electoral

René Delgado

Justo cuando instancias extranjeras advierten del calibre de la amenaza del crimen organizado a la estabilidad y la gobernabilidad de México y los países vecinos, el proceso electoral 2009 activa los resortes de su arranque.

Más allá de los pasos y las tareas que el calendario marca al proceso, la autoridad electoral y las dirigencias partidistas han destinado cierto tiempo al diseño de medidas para contener la participación del crimen en el ejercicio electoral. Nuevas reglas, regulaciones, mecanismos y hasta la buena fe constituyen el arsenal con que funcionarios electorales y dirigentes partidistas quieren contener la incidencia del crimen en el concurso que, hace apenas unos años, se presentaba como la fiesta de la democracia.

Pese a la evidencia de que, en más de una región, el crimen le disputa al Estado el territorio así como el monopolio de la fuerza, el tributo y la moneda, las barreras del IFE y los partidos se advierten débiles frente al tamaño del desafío supuesto en evitar que el campo electoral sea también territorio en disputa por el narco. Si esas barreras se quedan sólo como un propósito en la escala federal sin efecto ni derrama en el nivel estatal y municipal, ni el respaldo de acciones contundentes por parte del gobierno federal, las elecciones de este año en vez de convertirse en parte de la solución pasarán a formar parte del problema criminal.

El esfuerzo oficial por hacer creer que el problema del crimen se reduce a la esfera, valga la redundancia, de los criminales y eventualmente de algunos mandos y corporaciones policiales corrompidas ha llevado a crear una ilusión: el resto de la estructura política y judicial del país está incólume, no ha sido contaminada por el narcotráfico.

En esa lógica, hay narcotraficantes y policías corruptos pero no políticos involucrados en la industria criminal. Cae éste o aquel otro capo, lugarteniente, operador o sicario, o éste o aquel otro mando policial o se depura éste o aquel otro cuerpo policial, pero nunca aparecen políticos involucrados en ese turbio negocio. Oficialmente, México sólo ha tenido un gobernador involucrado con el narco y ése es supuestamente Mario Villanueva, que aún litiga el cargo. Es el único, todos los demás son auténticas santidades de la política nacional.

Extraoficialmente, hay otra realidad o al menos otra percepción. Se señala a éste o aquel otro gobernador, secretario general de Gobierno o alcalde no como servidores públicos, sino como servidores privados del narcotráfico sea porque trabajaban callada pero manifiestamente a su favor o porque "vendieron" la plaza a tal o cual cártel o porque por omisión, miedo, cinismo o irresponsabilidad contribuyen sin querer al desarrollo de ese negocio.

Ésa puede ser una percepción. Sin embargo, no es inusual que, en confianza y en privado, funcionarios federales de muy alto nivel expresen, cuando no certezas plenas, dudas razonables sobre el involucramiento de gobernantes o funcionarios estatales o municipales con el crimen organizado, pero argumentan carecer de las evidencias necesarias para proceder en contra de esos presuntos malandrines y, así, justifican que en la industria criminal no aparezcan y mucho menos caigan políticos de cierta talla.

Se ha creado y fomentado así la idea de que los grandes narcotraficantes son, por lo general, tipos mal vestidos y encarados, torpes en su expresión pero de una enorme inteligencia porque, en esa lógica, producen droga, diseñan sofisticados sistemas logísticos para el tráfico de ella, comandan ejércitos de sicarios y, por si fuera poco, son inteligentísimos ingenieros financieros porque lavan dinero de mil y un formas y, como agregado, tienen un apreciable don empresarial porque expanden su industria a ramos tan diversos como la venta de protección, secuestro, extorsión, piratería... Podrán aparecer desaliñados, en bermudas con playeras y sudaderas, calzando gallos pero, en la lógica oficial, son verdaderos genios solitarios sin escuela que, en su vida, han integrado a su negocio a gobernadores, funcionarios, munícipes, dirigentes políticos o candidatos.
No, en esa lógica, la clase política mexicana es ejemplar. Es una élite resistente a la tentación de mancharse las manos con negocios propios de la industria criminal... aunque de vez en vez resulte evidente que participan en redes de pederastia, tráfico de personas, drogas, asesinatos, desvío de recursos y muchos etcétera.

Otra deformación de la realidad política mexicana es dar por sentado que los concursos electorales son relevantes sólo cuando tienen expresión federal, y no en el nivel estatal o municipal... siendo que la participación del crimen organizado incide fundamentalmente en esa escala de la estructura política.

Esa deformación crea otra ilusión: la atención debe concentrarse en las candidaturas de diputados federales, cuando la cancha del crimen está en el estado o el municipio. Y, ahí, en esas instancias se desconocen las barreras que los institutos estatales electorales y las dirigencias partidistas de ese nivel han diseñado para contener en lo posible al crimen organizado.

Es posible, desde luego, que el narcotráfico se interese por tener representantes "populares" en el Congreso de la Unión pero, indudablemente, su campo de acción e interés no está ahí sino en el gobierno del estado o el municipio. Y, aun cuando la atención se concentra en los 300 distritos electorales federales, no se puede perder de vista que, en la escala estatal y municipal, este año estarán en juego un número considerable de plazas.

Las cifras son elocuentes al respecto. A lo largo del año se jugarán seis gubernaturas así como 588 alcaldías, sin considerar desde luego 368 diputaciones locales, 16 delegados y 66 asambleístas. En ese terreno, ¿cuáles son las barreras electorales antinarco?

Desde esa perspectiva, si no se abandona la idea de reducir el narcotráfico al campo de los criminales y los policías corruptos, y se entiende el asunto en su justa dimensión estructural y cultural que, desde luego, toca e involucra a parte de la élite política, las reglas, regulaciones y juramentos electorales servirán para nada, ahí, donde el narcotráfico buscará apadrinar, patrocinar a sus propios candidatos y, en cierto modo, establecer su gobierno.

Si los partidos nacionales no actúan decididamente en sus ramificaciones estatales y municipales e involucran en ese ejercicio a las autoridades electorales estatales, las medidas acordadas a nivel federal no serán sino un catálogo de buenos deseos que, en su incumplimiento, llevará a un mayor desprestigio a la autoridad electoral y a los partidos.

Decir lo anterior resulta fácil, practicarlo es todo un desafío. Si, finalmente, la autoridad federal resuelve depurar de criminales a la élite política a la que pertenece tendrá que ser cuidadosa en extremo, cualquier resbalón o equivocación en la consignación de éste o aquel gobernador, secretario de Gobierno, munícipe o candidato, en vez de resolver, podría empeorar el problema.

En todo caso, es conveniente salir de la ilusión de que el narcotráfico es un negocio exclusivo de narcotraficantes y policías corruptos para reconocer la realidad tal cual es y actuar en consecuencia.

Reforma17/01/2008

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