martes, 6 de enero de 2009

Sobre Rudo y Cursi

Teresa del Conde


Disto de ser comentarista de cine, pero soy cinéfila y persigo el cine mexicano actual; desde que vi, hace más de una década, Solo con tu pareja, con guión de los Cuarón y protagonizada por Daniel Jiménez Cacho, pensé que otra época de oro del cine mexicano estaba iniciándose en ese momento. Ya tenía consabida la anterior, que nunca me produjo mayores espasmos, con todo y la belleza de las actrices, las voces cantantes de dos de los actores y, sobre todo, la labor de los camarógrafos en blanco y negro.

Y tu mamá también, la película que lanzó a los llamados “charolastras” (Diego y Gael) al estrellato, a mi criterio es mejor que Rudo y Cursi, la ópera prima de Carlos Cuarón, hasta ahora reconocido principalmente como guionista. No obstante, le encuentro hartos atractivos, empezando por la trama y también por las difíciles (aunque no se perciba de primer envite) y, desde mi criterio, entrañables actuaciones de Diego Luna, (Beto, apodado Rudo) y Gael García Bernal (Tato, cuyo apodo, Cursi, le queda de maravilla). Distan en este filme de personificarse a sí mismos como chilangos, si bien el vocabulario chilango, que ya necesita un diccionario, es el que priva, pues, al ser trasladado a ámbitos no citadinos, contiene acentos fonéticos y giros nada fáciles de mantener, dado que los actores protagonizan en este caso a dos hermanos habitantes de una ranchería bananera. Además de una llantera, punto de encuentro que da inicio a la trama, no hay mucho más en ese panorama, a excepción de los partidos de futbol –como los que ocurren en cientos de poblados–, rastreados por Batuta, el buscador de talentos interpretado también estupendamente por el actor argentino Guillermo Francella, quien narra en off las peripecias de su búsqueda. Las acciones que lleva a cabo arrancan en un escueto caserío, nada pintoresco, que fue filmado en las costas de Jalisco, municipio de Cihuatlán.

Muchos de los habitantes de la zona fueron convocados a comparecer como extras y este es otro mérito más que le encuentro a la película, que muestra las trácalas escondidas tras los lanzamientos de prospectivas estrellas del futbol, deporte que hasta donde sé no ha sido asiduamente practicado –aunque sí amado– por los carismáticos actores, quienes se entrenaron para la consecución de ciertas escenas. Pero sobre tales secuelas quizá sólo Juan Villoro puede decir si son o no acertadas, máxime debido a que Cursi parece ser zurdo mental (tal y como sucede en el penalti pueblerino) o realmente un romántico a ultranza que se presta a jugar futbol porque sus ambiciones como futuro astro de la canción se reducen a un miserable acordeón del que es incapaz de extraer sonidos aceptables. Esta querencia suya interfiere radicalmente con las genuinas ambiciones futbolísticas de su hermano.

Si lo que pretenden los espectadores es disfrutar la secuencia del futbol, quizá resulten frustrados, porque la trama no tiene que ver con eso, sino con lo que se esconde tras el deporte más afamado y publicitado del mundo. No obstante, las escenas del “partido estelar” entre los hinchas de uno y otro equipo son espectaculares.

A quienes gustan de observar (sería mi caso) las minucias de lo filmado, como la ambientación interior de lo que es poco menos que un jacal, sus adornos y fetiches, sus implementos domésticos, encontrarán que el montaje es de primera, incluyendo el detalle de los cromos que tanto Rudo como Cursi en menor medida procuran. Entre ellos hay un Cristo que hace guiños, como los que todavía se ven en ciertos mercados. Lo kitsch –“si tienes un rinconcito en tu corazón llénalo de cursilería”, sólía decir un afamado historiador del arte– como categoría estética está ejemplificado en los atuendos de Tato como cantor, quien obsequia un objeto en forma de corazón rojo, ornado con destellos, a su novia. Ésta, en principio, cree encontrarse ante una caja de chocolates nociva para su esbelta anatomía. La caja contiene un anillo supuestamente de varios kilates, cosa que la complace en extremo, al grado de que su incauto amante se vuelca en preparativos de boda.

La fotografía, que, como doy a entender, puede ser un regocijo, corresponde al camarógrafo Adam Kimmel, quien recientemente filmó Australia y antes la película de Bennet Millar sobre Truman Capote. Se admiran sobre todo sus “retratos”, en especial los de personajes secundarios, así como ámbitos y paisaje.

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