¿Qué tanto cabe en el desván del sentimentalismo políticamente correcto que es Australia, de Baz Luhrmann? Un poco de todo: un western, una película de guerra, una comedia romántica, una fábula mística, una excursión por los terrenos de National Geographic, una visita a El mago de Oz (Fleming, 1939), otra a Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939), una más a Cerca de la libertad (Noyce, 2002), o a Pearl Harbor (Bay, 2001) y otra a Cocodrilo Dundee (Feyman, 1986). Habría lugar aún para una película de aventuras, tipo La reina africana (Huston, 1951), o para Un horizonte lejano (Howard, 1992) o para África mía (Pollack, 1985). Y es que todo lo anterior, y lo que cualquier cinéfilo quiera agregar, parece reunido y compactado en esta épica del director australiano de Moulin rouge y Romeo + Julieta, que sólo admite como título la vastedad de un continente y como duración sus casi tres horas, que piadosamente podrían quedar reducidas a dos, sin merma alguna para su efectividad comercial; antes bien, todo lo contrario.
Luhrmann, un hombre del espectáculo más que un cineasta con un sólido punto de vista. Ha acostumbrado a sus seguidores a no tomar ninguna de sus películas demasiado en serio, a recorrer extasiados las pasarelas y bambalinas del showbiz, con poses de esteta posmoderno, su talento para la parodia y el lustro escénico, su fotografía de amplias tomas y acercamientos icónicos, sus cromatismos brillantes, su barniz y su diamantina, y su aura global de romanticismo terminal. Difícilmente podría reprochársele ahora este renovado elogio del artificio. Australia es, desde sus créditos, una experiencia tipo Google Earth a través de varios géneros cinematográficos y no pocas vistas turísticas, sin mayor profundidad ni alcances temáticos, con un previsible mensaje liberal antirracista, y una historia de amor que podría provocar algo de emoción si sus protagonistas y sus mejores esfuerzos no quedaran sepultados bajo las aguas del tsunami audiovisual.
En 1939, una joven inglesa, Sarah Ashley (Nicole Kidman) llega hasta Australia para visitar a su esposo, un acaudalado ganadero, y descubrir que éste ha sido asesinado y que a ella compete hacerse cargo de sus negocios y de una vieja rivalidad con el poderoso ranchero King Carney. En la enorme faena tendrá la ayuda muy reticente de Drover (Hugh Jackman), un transportador de reses, con férreo espíritu independiente (“Nadie me contrata, nadie me despide”) y una apostura viril que a un tiempo subyuga y eclipsa a la muy estirada visitante, transformándola por completo, según el esquema casi calcado de la pareja Scarlett O’Hara y Rhett Butler en Lo que el viento se llevó. Nullah (Brandon Walters), un niño mestizo, mitad blanco, mitad aborigen, completa la familia virtual dejándose adoptar por Sarah y proporcionando los únicos acentos de espontaneidad afectiva en toda la película.
Hay naturalmente una prolongada incursión en los pantanosos terrenos del realismo mágico (los aborígenes australianos como insondables fuentes de sabiduría espiritual), con un anciano, conocido como King George, capaz, con sus gestos indescifrables y su música ancestral, de derribar todos los obstáculos. Nullah ha heredado misteriosamente algo de estos poderes y con un simple gesto de magia primigenia evita que mil 500 reses se precipiten al abismo, con la misma iluminación con que Moisés (Charlton Heston) partía en dos las aguas para hundir en ellas a los malvados en Los diez mandamientos.
Superada ésta y muchas otras suspensiones de la credulidad, el espectador ya puede asistir a lo que sea, incluso a que un grupo de niños, protegidos por misioneros, sobreviva al bombardeo japonés de una isla durante el ataque a Darwin en 1942. Y es que el gusto por el artificio y por lo inverosímil son elementos esenciales en el juego fílmico de Baz Luhrmann, en su apego a las viejas historias y a las fábulas encantadas, y sería tan absurdo tomárselo a mal como tomar mínimamente en serio a la película. El problema es que al ensayar todos los registros dramáticos imaginables, llevando al espectador de la comedia al drama, y del sentimentalismo a la parodia del mismo, todo sin rumbo fijo y con un propósito apenas discernible, el director desperdicia por completo a sus actores y deja extenuada a buena parte de su público. Algo debía haber aprendido del buen vaquero Drover, quien jamás pierde el rumbo en el momento de transportar a su ganado.
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