Luis Hernández Navarro
La incertidumbre es lo de hoy. El anuncio del inminente y sólido triunfo de Enrique Peña Nieto este 1º de julio se ha –parafraseando al clásico– desvanecido en el aire. Si hace apenas poco más de un mes los intelectuales mediáticos profetizaban el advenimiento del presidencialismo imperial de la mano del carro completo en las cámaras legislativas, hoy el nerviosismo se ha apoderado del primer círculo priísta.
“Todo lo sagrado es profanado”, escribió el crítico. Las encuestas han dejado de ser el oráculo que anunciaba al inevitable ganador de la contienda e inducía el voto útil, para convertirse en materia de controversia. Su imparcialidad está bajo sospecha. Se ha convertido en lugar común que cada sondeo concluye lo que a sus patrocinadores interesa. Unos hablan de la ventaja inalcanzable del puntero y otros de un virtual empate técnico.
Una manta colgada hace unos días en la avenida Universidad de la ciudad de México resumió el descrédito ciudadano hacia los sondeos: “¿Tú le crees a las encuestas? Yo tampoco”.
La mula no era arisca. El desempeño de las compañías encuestadoras en los últimos comicios ha sido lamentable. En 2010, Consulta Mitofsky, que trabaja en estrecha colaboración con Televisa, auguró que en Oaxaca, Puebla y Sinaloa triunfaría el PRI con cinco, 12 y ocho puntos de ventaja. No fue así. En los tres estados el tricolor fue derrotado. En Veracruz e Hidalgo pronosticó una ventaja priísta de 23 y 21 puntos, que al final se redujo a una diferencia de tan sólo dos y cinco puntos. ¿Por qué suponer que en estas elecciones no se van a volver a equivocar?
Taimados que somos, la desconfianza hacia los sondeos es tan grande que entre 30 y 40 por ciento de los auscultados se niega a responder a las encuestadoras. A menos de dos semanas de los comicios, el porcentaje de los indecisos fluctúa entre 15 y 30 por ciento. Eso significa que al menos la mitad de la población en edad de votar no quiere decir por quién lo hará o no lo sabe aún.
No hay certeza. Decenas de miles de jóvenes en todo el país acabaron con ella. Le propinaron un certero manotazo al tablero de ajedrez electoral en el que el final de la partida estaba anunciado. Las piezas se movieron. La formación de un vigoroso e imprevisible movimiento anti Peña Nieto cambió las reglas del juego. El candidato priísta está cercado en todos su desplazamientos. Adonde llega brotan protestas espontáneas en su contra.
La lógica de las calles es distinta a la de las urnas, dicen los analistas. Olvidan que, al mismo tiempo que miles de universitarios marchan contra Peña Nieto y en favor de la democratización de los medios de comunicación, en las encuestas crecen los negativos del mexiquense, es decir, la cantidad de ciudadanos que de ninguna manera están dispuestos a votar por él.
En el cuarto de guerra priísta no saben cómo enfrentar la ola de desobediencia civil contra su candidato. Las campañas de satanización contra los jóvenes no logran contener ni aislar su movimiento. Son incapaces de enfrenar con éxito una protesta sin líderes visibles y sin estructuras organizativas centralizadas.
El control que el tricolor tiene de una parte muy importante de los medios de comunicación no logra impedir que el movimiento transmita su mensaje, primero elaborando sus propios contenidos y usando las redes sociales para difundirlo y, segundo, divulgando la información y opinión generadas en los medios de comunicación que no se sujetan a la lógica tricolor. El movimiento ha construido su propio relato.
Aunque el #YoSoy132 atraviesa la coyuntura electoral, es un movimiento distinto a las campañas políticas tradicionales. No hay allí activistas a sueldo, ni recursos para movilizarse y elaborar propaganda, ni línea a seguir. Hay convicción en una causa: Peña Nieto y el PRI representan el pasado que no debe volver. Hay frescura, novedad, compromiso y solidaridad. No hay la pretensión de obtener beneficios materiales.
Día a día, el movimiento inventa su porvenir, redefine su horizonte. Sorprendentemente, condensa el descontento profundo de parte de la sociedad mexicana que no encontraba una vía de salida para expresar su malestar. Los universitarios han decidido jugar sus propias cartas y no las del establecimiento político. Al hacerlo ha provocado que el futuro no sea ya lo que era.
Ante la pasividad del IFE, desde Los Pinos se abona el terreno de la incertidumbre. Un día las ocho columnas de la mayoría de la prensa escrita, los noticiarios radiofónicos y los telediarios embisten contra la propuesta económica de Andrés Manuel López Obrador. Al día siguiente Felipe Calderón se mete de lleno a la contienda electoral. Simultáneamente se filtran a la prensa casos que documentan la corrupción de importantes mandos priístas o sus vínculos con el narcotráfico.
Aún no se realizan las elecciones y ya vivimos un conflicto poselectoral. Los síntomas son claros. Por un lado, quienes desconfían de la limpieza de los comicios documentan y difunden anormalidades. Por el otro, el Consejo Coordinador Empresarial y el IFE presionan a los partidos políticos y sus candidatos a que firmen un “acuerdo de civilidad” para dotar al proceso de certidumbre jurídica y garantizar que los resultados del próximo 1º de julio serán respetados. La iniciativa deja muy mal parado al órgano encargado de organizar las elecciones, toda vez que lo que el acuerdo plantea ya está consagrado en la ley.
Vivimos en la incertidumbre. Ante el desvanecimiento de lo sólido y la profanación de lo sagrado, decía Carlos Marx en plena era de revoluciones, los hombres se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. En el mar de zozobra en el que se ha zambullido al país, miles de jóvenes han reflexionado su situación y comparten una certeza: es imprescindible evitar el regreso del pasado; hay que impedir la llegada de Peña Nieto al poder.
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