Margo Glantz
Vieja y legítima es la tradición del lamento en México, presente en nuestro país desde tiempo inmemorial, quizá desde la caída de Tenochtitlán, derrumbe que se prosigue hasta nuestros días. Resuenan todavía en nuestros oídos los trenos pronunciados por los mexicas, tal y como los escuchamos en la aproximación –para usar una de las categorías preferidas por José Emilio Pacheco– que de ellos hizo Miguel León-Portilla en su Visión de los vencidos, libro que acaba de celebrar sus primeros 50 años de vida, religiosamente editado en la Biblioteca del Estudiante Universitario que dirigió hace mucho tiempo José Emilio Pacheco en nuestra Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que Jaime García Terrés fuera alguna vez director de Difusión Cultural en la época del rector Ignacio Chávez, y José Emilio, jovencísimo, secretario de redacción de la Revista de la Universidad en su periodo más glorioso, nunca superado. Allí publicaba casi imberbe, delgado y con anteojos, su columna Simpatías y diferencias, continuada ininterrumpidamente durante muchos años, como esas calles mexicanas que se cortan y reciben en su mismo transcurso otros nombres, a saber, Calendario en Siempre!, Inventario en Excélsior y luego en Proceso, columnas que deberían ser reditadas, o quizá convertirse en blogs, ahora tan de moda y que este poeta anticipó con creces.
En su poesía se hace eco también de la visión de los vencidos: “pueblos hábiles para la guerra…/ con manos delicadas para tallar la piedra/ entretejer las plumas/ abrir el pecho de los cautivos –y con lágrimas/ para llorar después la servidumbre”. En sus intensos textos elegiacos de tono imprecatorio,Visión de Anáhuac o Palinodia del polvo , Alfonso Reyes también practica esa tradición: en ellos el desierto natural, desencajado de la tierra por su luminosidad y su retorcimiento (prefigurando avant la lettre la visión de Malcolm Lowry), tiende igualmente, no en su contenido sino en el movimiento necesario para producirlo, a la destrucción total. La transparencia, la luminosidad se cancelan y se deterioran en la lenta y secular labor de los creadores del desierto artificial, de aquellos que emprendieron un desastre que origina, como dijo Reyes proféticamente en 1915, “el espanto social”, el desierto, otro de los temas recurrentes en la obra de Pacheco: “Somos una isla de aridez/ y el polvo/ reina copiosamente entre su estrago/. Sin embargo la tierra permanece/ y todo lo demás/ pasa/ se extingue/ se vuelve arena para el gran desierto”, dice en Islas a la deriva.
José Gorostiza se conduele por su parte de la muerte sin fin del universo entero, como José Emilio lo hace al acercarse a él en Los elementos de la noche, poema escrito entre 1958 –¡hace 50 años y él con 20!– y 1962, poniendo en práctica su teoría de la aproximación y reinstaurando a su modo la figura inmarcesible que del agua sitiada por el vaso nos legó el poeta tabasqueño.
Sí, todo cambia, ya lo había dicho el viejo Heráclito, y nuestro poeta hace suya la premisa: “El viento pasa y al pasar se desdice/ se lleva el tiempo y desdibuja el mundo”; cambio incesante modulado como lamento y asociado eternamente al tema de la fugacidad: “No soy –afirma Pacheco– el inventor de la disolución y del caos”, aunque esté convencido de que, en poesía, “sólo la desgracia y el sufrimiento hablan”, y por ello mismo en su escritura son un punto de arranque perentorio: “Mi punzante estribillo es nunca más./ Y sin embargo amo este cambio perpetuo/ este variar segundo tras segundo/ porque sin él lo que llamamos vida/ sería de piedra”.
Y ese cambio perpetuo acaba siendo la esencia misma del poema o la poesía a secas, porque “ésta jamás se queda inmóvil”, y porque “...todo poema/ es un ser vivo/ envejece”. Y justamente por eso, porque los poemas son seres vivos y envejecen, José Emilio se aboca a la tarea de resucitarlos aproximándose a ellos en esa continua revisión de los poemas que lo han formado y constituyen su canon.
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