*Al ritmo de Paloma negra y La sandunga hizo bailar, cantar y añorar a los connacionales que viven en esa tierra
*Cual pitonisa, invocó por igual a chamanes que a brujos y a orishas
Juan José Olivares
Enviado
Montreal, Canadá. “Ya agarraste por tu cuenta las parrandas, Paloma negra, paloma negra, dónde andarás…” fue el grito, más no canto, de cientos de gargantas, muchas de ellas de mexicanos que viven en Montreal, cual si pidieran la copa del estribo en la más cutre de las cantinas.
Todo, para acompañar la portentosa voz de la oaxaqueña Lila Downs, quien ofreció la noche del viernes en el Club Soda de esta ciudad, un espectacular acto, cuasi sexual, disfrazado de concierto, que erizó la piel de más de uno de los presentes.
En el Festival Internacional de Jazz de Montreal, uno de los más reconocidos en el mundo y que este año cumple tres décadas, Lila y su extraordinario combo con el que toca en el norte del continente (en el que destaca Juancho Herrera en la guitarra, Paty Piñón en las percusiones, Paul Cohen en el sax y clarinete, Carlos Henderson en el bajo, Rob Curto en el acordeón), regalaron un desgarrador set que hizo bailar, cantar y añorar a los connacionales que viven allá, a una tierra tortuosa, pero cálida.
No sólo durante la interpretación de la simbólica pieza de Tomás Méndez, Paloma negra, sino en distintos momentos, la oaxaqueña fue la pitonisa que igual invocó a chamanes mexicanos que a orishas cubanos, sin pasar por alto a los brujos de las culturas ancestrales al norte del Río Bravo.
Tampoco dejó de mencionar “a las indígenas de Juchitán”, a esos “que tienen que migrar por un futuro mejor”, a las cantantes latinoamericanas que le marcaron, como Mercedes Sosa. A todos, a todos dejó con un extraordinario sabor de boca, como sólo ella puede hacerlo.
Las luces del lugar, uno de los que este nutrido encuentro utiliza para los conciertos (hay algunos más al aire libre y de entrada gratuita), se apagaron para dar paso a la encantadora alegoría de fusiones de Lila y su banda. Unas palabras en francés, inglés y español y la primera rola: Black magic woman, de Santana, versión híbrida. Con Agua de rosas evocó a sus paisanas; la lira de Juancho Herrera y las percusiones de Paty Piñón abrazaban el timbre de la cantante.
Una pantalla circular difuminaba las figuras de los músicos. Los introducía en dimensional espiral acorde con la sonoridad. En Yo envidio el viento, la banda dio su toque jazz para no salir de contexto en la urbe que por estos días respira este género, mientras que con La línea, la cantante realizó una especie de danza de concheros, pero con un ritmo dub.
“Un sueño de mezcal”
La alegoría popular mexicana se sintió con Los pollos, una evocación acústica-artesanal, con la que hizo bailar tanto a los asistentes de la comunidad mexicana (que se dice rebasan los 50 mil sólo en Montreal) como a la familia francófona del lugar. Con la rola Justicia apapachó y dio “un sueño de mezcal” intenso; sólo faltó decir salud con uno que tuviera alacrán adentro.
Lila supo mover a la gente, es mujer de escenario, tanto como excelsa cantante. Muestra su presencia especial, una mezcla ecléctica: la de su madre, indígena mixteca de San Miguel El Grande y, la de su padre, un estadunidense del estado de Colorado de ascendencia escocesa. Ella fue a la escuela en Tlaxiaco, Oaxaca, así como en St. Paul, Minnesota. Pero es más una mexicana universal, y la gente de acá lo entendió y sintió, como cuando cantó Tiempo de luz, dedicada a Mercedes Sosa, y Ojo de culebra, para los chamanes mexicanos, así como Silent Thunder, para los de las tribus originales de Dakota, en Estados Unidos.
El éxtasis fue, como se dijo, con Paloma negra, y el baile sabrosón con La cumbia del mole. No sacó de su lista a la tradicional La sandunga, Perro negro (con su versión polkabalcanera), Naila, Tacha y La llorona, éstas últimas luego de un encore doble provocado por los decibles de aplausos y gritos, que hicieron adoptar estas tierra canadiense como suya: “me quedó en Montreal”, afirmó Lila al final.
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