Morir sin gloria
8 de noviembre de 2008
Valentín Cardona
La repentina caída del jet que causó la muerte al menos a cinco transeúntes y automovilistas, y que causó quemaduras y lesiones a un número no determinado de ciudadanos que circundaban tranquilamente la tarde del martes 4 de noviembre una zona de las Lomas de Chapultepec, libró en apariencia del juicio de la opinión pública a Juan Camilo Mouriño Terrazo, hasta ese día, secretario de Gobernación.
Luego de quedar al descubierto los turbios negocios que al amparo de su investidura como funcionario público y apoyado en una insana y malentendida relación de amistad con el presidente “espurio” Felipe Calderón, esté último intentó deslindarlo del juicio al que se aproximaba y que auguraba, al menos, el truncamiento de sus desmedidas aspiraciones de sucederlo portando la estafeta presidencial.
Turbio su ascenso político, turbia su impresionante prosperidad en los negocios al cobijo de Calderón, turbio también ha sido el manejo para esclarecer las causas de la caída del avión que finalmente lo dispensó de la vida. Como remate, haciendo justicia a una historia de turbiedades, turbia fue la identificación de lo que quedó de su cuerpo.
El miércoles 5 último, las instalaciones del Servicio Médico Forense (Semefo), dependiente del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (TSJDF), fueron testigos de todo tipo de encuentros y desencuentros, de historias sin fin que trataban de aclarar quien era en realidad Juan Camilo Mouriño, el hombre al que el presidente defendió el día anterior “como si fuera su propia mujer” y cuáles eran los pedazos que correspondían a su cuerpo.
Pero nada quedó claro. “Tomado” literalmente por “los federales”, la noche del miércoles el Semefo se volvió un infierno. “Mouriño era agente de la CIA” –la Agencia Central de Inteligencia estadunidense, por sus siglas en ingles-, aseguraban unos. “Lo confirmó un agente del FBI” – el Buró Federal de Investigación estadunidense, por sus siglas en ingles- consentían otros.
“Fue un accidente”, coincidían algunos; “¡un atentado!”, aseguraban los más. “El objetivo era Vasconcelos, no Mouriño”, especulaban. Y entre ese revoltijo, la tarea primordial era la de “armar” los cuerpos a como diera lugar, la consigna fue la de entregarlos a los deudos a la brevedad, pues la agenda presidencial para la mañana siguiente ya estaba planeada y nada la debía alterar.
Armados al azar, al “tín marín”, todos los pedazos de cuerpos calcinados reposaban en las planchas, mientras el torso sin vísceras de Vasconcelos, con la cabeza destrozada y puesta, esperaba sobre el piso a sus parientes; cuando llegaron, fue identificado por “algunos trabajos realizados en su dentadura”.
Sin metodología científica alguna, el trabajo de armado de los cuerpos se prolongaba por la llegada constante de bolsas de plástico que a su interior contenían revueltos todo tipo de restos. Muchas de esas bolsas “se almacenaron en gavetas, para su posterior identificación”. En una plancha se acomodaron restos de lo que fue el cuerpo de un hombre, al que se le había mal acomodado la pierna de una mujer que todavía llevaba puesta la zapatilla.
Los deudos peleaban por que se armaran y se les entregaran los cuerpos de sus familiares lo más completos que se pudiera. A Mouriño no le fue tan bien en la muerte como en los negocios que realizó en vida. Toco a la esposa “identificar” un trozo tatemado de torso, sin brazos y sin cabeza, sin vísceras, al que se le notaban al desnudo ambas clavículas. La clavícula derecha al parecer tenía formado un callo, “¡es mi esposo!”, exclamó la mujer, “Mouriño tenía una fractura antigua en la clavícula derecha”. Y así, “identificado”, le entregaron el pedazo.
En esa calamidad, a la premura de “los federales” se sumó la falta de profesionalismo de algunos forenses bajo el mando de Edgar Elías Azar y el nulo apoyo de equipamiento de alta tecnología. Sin quererlo, quedó al descubierto el enorme fraude que ahora se acusa de más de 300 millones de pesos que la administración de Marcelo Ebrard presumió como inversión para tener un Semefo “de punta”, y el desvío de al menos 50 millones en la administración del presidente del TSJDF.
La frustración de algunos expertos en buscar las causas de la muerte se maximizó cuando al cadáver del piloto, “uno de los más completos” -pues tenía corazón-, se impidió realizar cualquier toma de muestra para dilucidar con posterioridad la posibilidad de que hubiera sufrido un infarto. La “orden” del gobierno federal fue la de buscar “la causa del accidente” en los restos del avión, no en los de los pasajeros…
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