México está enfermo, grave. La violencia lo ha gangrenado y lo ha llenado de tumores y convulsiones. Hemos definido a esa enfermedad terminal como “emergencia nacional” y “tragedia humanitaria”. Los gobiernos que han surgido a partir de la administración de Enrique Peña Nieto han intentado, sin embargo, minimizarla con toda suerte de discursos y diagnósticos. Han creído que hablando menos de la enfermedad –borrándola de la prensa hasta donde pueden cambiando la percepción–, enfrentándola con toda suerte de estrategias, igual de violentas que las de la pasada administración, pueden no sólo controlarla, sino administrarla. La respuesta del cuerpo social ha sido, no obstante, la del agravamiento.
Morelos, donde vivo, es un claro ejemplo de ello. Desde la administración priista de Jorge Carrillo Olea (1994), hasta las panistas de Sergio Estrada Cajigal (2000-2006) y de Marco Antonio Adame (2006-2012), esa enfermedad se enquistó en el cuerpo de Morelos y creció de manera descomunal. La llegada en 2013 del gobierno perredista de Graco Ramírez generó, en una buena parte de la sociedad, la esperanza de que finalmente se atacaría la enfermedad y nos sanaríamos.
No es posible decir que el gobierno de la Nueva Visión, como se autonombró, no haya hecho nada al respecto. A diferencia de sus antecesores asumió, como lo ha hecho la administración federal, la responsabilidad del Estado en la violencia que vivimos, creó la Ley de Víctimas de Morelos, ha construido un mando único para intentar romper los vínculos que las policías y algunos presidentes municipales han tejido con el crimen organizado, y ha generado una enorme cantidad de foros sobre derechos humanos, seguridad y paz. Sin embargo, ni esas acciones ni el control que, a la vieja usanza priista, ha ejercido en la prensa mediante fuertes sumas de dinero para silenciar el horror y la crítica –el porfiriato acuñó un término imprescindible: “maiciar”– ni los discursos triunfalistas, con cifras maquilladas, han logrado controlarla. La enfermedad ha avanzado sensiblemente.
Según el Inegi, la cifra total de delitos en todo el país –homicidio, secuestro, extorsión y robo de vehículos– pasó de 40 mil 767 en 2011 –el año más violento de la administración de Felipe Calderón– a 136 mil 378 en 2013, con una cifra negra superior a 280 mil delitos. Si nos concentramos en Morelos y comparamos los dos primeros años de gobierno de Marco Antonio Adame (2007 a 2009) –una administración deplorable y atroz– con los dos primeros de Graco Ramírez, las cifras, que tomamos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, se tornan espeluznantes: Homicidios, Adame: 9.34 y 11.82 –la tasa nacional fue de 6.54 y 7.70 por 100 mil habitantes respectivamente–; Graco: 31.85 y 10.44, sólo durante el trimestre de 2014 –la tasa nacional es de 15.53–. Secuestros, Adame: 0.29 –la tasa nacional fue de 0.29 y no hay datos comparativos en el siguiente año–; Graco: 8.00 y 2.06 sólo durante el primer trimestre de 2014 –la tasa nacional es de 1.43–. Extorsiones, Adame: 11.23 y 13.97 –la tasa nacional fue de 2.84 y 4.34–; Graco: 21.34 y 6.27 sólo durante el primer trimestre de 2014 –no hay todavía datos de la tasa nacional–. El Índice de Paz, que elabora el Institute for Economics and Peace y que muestra que en la última década la paz en México se deterioró 27%, coloca en 2013 a Morelos en el lugar 33, es decir, en el último de los estados menos pacíficos de México con una calificación de 4.14 en relación con Campeche, el más pacífico, que califica con 1.47, y la Comisión de Derechos Humanos del estado ha recibido 200 quejas contra el mando único.
Morelos, al igual que el país, está gravemente enfermo, más enfermo que otros estados. La estrategia de Graco Ramírez no está –como no lo está en toda la nación– funcionando. No sólo lo gritan las cifras, sino el cuerpo de cada víctima y de cada ciudadano que es el verdadero cuerpo doliente de Morelos. ¿A qué se debe? A la corrupción, al travestismo discursivo, al silenciamiento de la prensa, a las componendas políticas y económicas, a creer que el cambio de percepción mediático cambia la realidad y que el poder es un asunto de mimetismo, de compra de conciencias y de gestión de capitales. En síntesis, a una crisis civilizatoria que día con día se expresa en un Estado que, nacido de la Ilustración, ha envejecido, se ha corrompido y se desmorona irremediablemente. Graco Ramírez –si aún tiene lucidez– intentará cambiar el rumbo o sus adversarios políticos, que no han demostrado ser mejores que él, lo derribarán –la soberbia, por lo general, es imbécil–. Pero en uno y otro escenario nada cambiará. Por el contrario, la enfermedad continuará su espantosa marcha que se mide en el crecimiento de la violencia y en la acumulación de víctimas.
El cambio, por lo mismo, no vendrá ya ni del gobierno ni de la clase política. En una crisis civilizatoria como la que vivimos las estructuras políticas se vuelven contraproducentes y, como lo revelan los datos, generadoras de violencia. Vendrá, como sucede en esta crisis, de abajo, de las periferias, de la reserva moral de la gente que comprende que la vida social no está en el poder ni en el dinero ni en la competencia, sino en las relaciones de solidaridad y de soporte mutuo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.
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