Adiós a un periodista combativo
Varias generaciones de informadores lo han considerado referente
El ex director de Excélsior y de Proceso en su bibliotecaFoto Ulises Castellanos
Blanche Petrich
Periódico La Jornada
Jueves 8 de enero de 2015, p. 2
Jueves 8 de enero de 2015, p. 2
Julio Scherer García se empeñaba en interrumpir el monólogo del dictador. El general Augusto Pinochet, en la cima de su poder tiránico, persistía en su justificación del golpe de Estado, ejecutado a sangre y fuego seis meses antes. En las calles y las prisiones chilenas los asesinatos y la tortura estaban en su apogeo.
–Estoy aquí para entrevistarlo, general.
Nada. La entrevista no había empezado y llegaba a su fin después de largos minutos eléctricos, tensos, en el soberbio despacho que miraba desde sus ventanales de un décimo piso a Santiago a sus pies y los Andes al fondo.
Escribe Scherer, en Pinochet, vivir matando:
Se puso de pie, yo también. Erguido y escultórico, horizontal el brazo derecho y extendida la mano, señaló hacia la puerta como quien señala al abismo. Pinochet lo echaba, así, de sus oficinas.
El periodista, entonces de 47 años (nació en la ciudad de México el 7 de abril de 1926), ya era quien era: piedra de toque de la fractura que vivió el periodismo mexicano con el poder en los años 70; figura emblemática de la prensa insumisa ante el autoritarismo.
Apenas una cuartilla describe esa
entrevista que no fue: el encontronazo del general genocida y el reportero, una pieza cargada de lecciones para el oficio.
Reportero desde siempre, ocho años director del Excélsior, el mejor diario del país en ese periodo 1968-1976; fundador y director de la revistaProceso, interlocutor implacable de cada uno de los presidentes que habitaron Los Pinos, de Gustavo Díaz Ordaz a Enrique Peña Nieto, Julio Scherer –fallecido ayer en esta ciudad, a los 88 años– es el referente para los informadores de varias generaciones.
Concitador de admiraciones, también despertó fobias. En la cima del periodismo mexicano desde 1968 –cuando fue nombrado director deExcélsior, pocos meses antes de la masacre de Tlatelolco–, pudo mantener el difícil equilibrio entre la cercanía al poder y una intransigente independencia. Sobre los entretelones del 68, intentó junto con Carlos Monsiváis desentrañar la trama oculta en Parte de guerra, una de sus obras periodísticas señaladas como más importantes. La otra es Los presidentes, su libro más vendido, reditado y estudiado en las aulas de las escuelas de comunicación.
¿Tímido?
Sorprende, por tanto, saber que a Scherer lo aquejó un mal paralizante para cualquiera que aspire al oficio periodístico: la timidez.
Así lo describe él en su libro La terca memoria, lo más cercano a una autobiografía entre los 22 títulos que escribió:
Era joven, reportero primerizo, frustrado porque en el Excélsior de los años cincuenta le habían asignado cubrir al Partido Comunista, la
fuente rojilla, que nunca daba notas de primera plana. Y le preocupaba un rasgo de su personalidad:
Yo avanzaba en el trabajo, no así en la autoestima. Baja como era, muy baja, la atribuía a la timidez, un embarazoso encogimiento del alma.
Le mortificaba tanto ese rasgo que acudió al doctor Alfonso Quiroz Cuarón, el gran siquiatra. “Me dijo que a la timidez no se le puede vencer, pero sí esconder –continúa en sus confesiones– (...) La timidez lleva a formas de soledad y la soledad concita a la reflexión”.
De sus años de alumno siempre rezagado en el Colegio Alemán, recuerda a las tantes (literalmente tías, así se llamaba a las maestras) y las ceremonias que hacían pensar en los nazis. De sus años en la preparatoria con los jesuitas del Instituto Patria (contemporáneo de Pablo Latapí, de Manuel Buendía y el general Luis Garfias) le inquietó la falta de respuestas de los ilustrados sacerdotes sobre el concepto de pecado. No son de júbilo los recuerdos de sus años mozos.
Quizá por ese tema de la timidez la natación fue el ejercicio que Scherer escogió para practicar diariamente casi toda su vida; porque en las vueltas a la piscina, dialogando únicamente con el ritmo del agua y las brazadas, uno está solo. Y reflexionando.
Fuera del agua era otro.
De sofocante cordialidad, lo describió desde la amistad-hermandad más estrecha Vicente Leñero, recién partido.
Para nuestro sistema político encallecido, para nuestra sociedad de ojos de ciego, él sigue siendo el periodista incómodo de México.
En la esquina opuesta, desde la rivalidad y los rencores que cristalizaron con los años, otro grande del periodismo, Manuel Becerra Acosta, lo describió así en su libroDos poderes: “El rechazo a la componenda en dinero se da en Julio Scherer como militancia obsesiva. Es él un cruzado medieval, un San Luis Rey en permanente Guerra Santa contra el Infiel”.
Desde la admiración y la confianza de su contemporánea Elena Poniatowska, una breve definición que lo abarca:
El detonador de los cambios invaluables en el periodismo mexicano(La Jornada, 1/12/05). Y desde el amor filial, su hija María Scherer lo pinta en cinco palabras:
Nunca será flor. Será árbol.
El Mayo, la otra
no entrevista
En la cotidianidad hiperactiva de Julio Scherer, además de conducir la factura semanal de la revista política más importante del país y lo que ello implica, siempre hubo tiempo para salir de la oficina y patear el polvo de los caminos en busca de un reportaje, una entrevista. Y como suele pasar en la vida de los reporteros, también hubo otras
no entrevistas, como aquella de Pinochet.
En sus años de formación, el director de Excélsior lo envió a Nueva York a cubrir la visita del papa Paulo VI a Naciones Unidas, inicios de los años 60. Le hervía ya la vena de cronista. Cuenta de la víspera de su viaje:
Disfruté del alborozo y un íntimo sentimiento de gratitud. Viviría el día que los periodistas del mundo querían vivir. Para la crónica que escribiría, se exigió,
sólo cabría la brillantez.
Fue a la ONU. Y de pilón, mandó también una entrevista con Robert Kennedy, el hermano del presidente, a quien vio pasar por los pasillos.
Fue a Irán, cuando cayó el sha Reza Pahlevi y ascendieron los ayatolas al poder. Fue a Praga, cuando en la primavera de 68 los ciudadanos se enfrentaron a los tanques rusos. Fue a El Salvador a entrevistar al jefe guerrillero Cayetano Carpio. Otra entrevista que no fue, que se frustró. De regreso, por tierra hacia México, fue capturado por paramilitares de Guatemala. Apenas la libró.
Scherer juraba que si el diablo le ofrece una entrevista,
yo voy a los infiernos. En 2010 no fue precisamente el diablo, sino Ismael El Mayo Zambada, el compadre y segundo a bordo del entonces poderosísimo cártel de Joaquín El Chapo Guzmán, quien se la ofreció. Y el director de Proceso, ya octogenario, se embarcó en la aventura de cruzar las líneas de la clandestinidad, guiado sólo por
un acompañantecasi mudo a quien nunca identifica.
Pero no hubo tal entrevista. El Mayo lo recibió en su escondite con un apretón de manos:
–Mucho gusto, tenía mucho interés en conocerlo.
Y charla sin compromiso. La entrevista quedaría en puntos suspensivos, como reconoció la propia revista en la presentación, que desplegó una fotografía del periodista y el narcotraficante, abrazados, lo que despertó polémica en muchos medios.
Zambada habló de su esposa y sus otras cinco mujeres, de sus 15 nietos y un bisnieto. Pero no de su hijo Vicentillo, preso y procesado en Estados Unidos.
Lo lloro, dijo. El reportero intenta varias vías para iniciar el interrogatorio. El jefe narcopromete:
–Otro día. Tiene mi palabra.
Ese día, obvio, nunca fue.
Los amigos, los enemigos
Lo de Scherer y Leñero era una hermandad. Por eso fue a Leñero a quien Tomás Eloy Martínez pidió una semblanza del director de Procesopara el libro Los maestros, que se publicó con motivo del premio otorgado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano-Cemex al colombiano José Salgar, el brasileño Clovis Rossi y el uruguayo Hermenegildo Sábat, tres grandes del oficio.
Ahí reconstruye lo que pudo ser la última conversación de Julio Scherer García con su padre, ya moribundo, en 1968:
–Vas a ser director de Excélsior.
–¿Te da gusto?
–No. Vas a sufrir mucho.
También habla de la infancia de Julio, niño rico, hijo de un padre banquero y de una madre de familia porfiriana. Y de la riqueza perdida, incluida la casa de su niñez, la casona que hoy es el Bazar del Sábado en San Ángel.
Ya adulto, casado y periodista, en la biblioteca de su casa familiar –cuenta en La terca memoria– tenía dos esculturas: una de Lázaro Cárdenas y otra de Francisco Zarco. Sus intereses: el poder, el periodismo rebelde. Y muchas fotografías de sus amores: Susana, su esposa que murió demasiado pronto y sus nueve hijos: Pablo, Regina, Ana, Gabriela, Julio, Adriana, Susana, Pedro y la menor, la periodista María. Entre todos ellos, la foto de Salvador Allende, el presidente asesinado de Chile.
Fuimos amigos cercanos. Me hizo partícipe de su vida personal.
Amigos tuvo a montones. Desertores de su amistad, otros tantos. De los cercanos, los entrañables, habla prolijamente. De sus compañeros Vicente Leñero, su
primazoEnrique Maza, Rafael Rodríguez Castañeda, Samuel del Villar, Fernando Benítez. Del uruguayo Carlos Quijano, director de la revista Marcha, quien luego de la prisión y la tortura de la dictadura recaló en la ciudad de México.
No se arredre, dijo Scherer a Quijano cuando el golpe de Luis Echeverría aExcélsior.
De Alejandro Gómez Arias, el novio de juventud de Frida Kahlo, a quien Scherer visitaba durante su enfermedad terminal hasta que decidió no hacerlo más, afectado por la forma en que el amigo había perdido la lucidez. De ahí nació un pacto entre él, Leñero y Maza: los tres se retirarían antes de que los venciera la vejez. En 1996 renunciaron a la reporteada y a sus cargos directivos en el semanario. Pero nunca hicieron efectivo su retiro. No dejaron de ir a la revista, ni dejaron de escribir, dirigir y reportear. Tampoco perdieron la lucidez.
Otro amigo fue el poeta Javier Sicilia, fundador del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En junio de 2013, Sicilia regresaba de la caravana de víctimas que encabezó. Estaba bajo la tormentosa polémica generada por el abrazo que dio al entonces presidente Felipe Calderón en el encuentro del alcázar de Chapultepec. Lo citó en su despacho, en la calle de Fresas, y permitió a esta reportera estar presente en una conversación intensa, donde le dio una fuerte sacudida.
No conozco a nadie que vaya tan en cueros a meterse a la boca del lobo como usted lo hizo, lo reprendió cariñosamente.
Y más amigos. Gabriel García Márquez le decía
mi duodécimo hermano. Y a Scherer
se le henchía la piel. De Abel Quezada:
Él no cabía entre los cartonistas de su tiempo. De David Alfaro Siqueiros,El coronelazo:
trágico y heroico, escribió su mayor retrato mural en la entrevista reunida en 1965 en el libroLa piel y la entraña. De José Revueltas recuerda su respuesta cuando en Lecumberri le preguntó por el encierro:
La llave es tu libertad; la llave son tus cojones.
Y muchos más amigos: Carmen Lira, Carmen Aristegui, los Carlos Monsiváis y Montemayor, Octavio Paz y Carlos Fuentes, Hero Rodríguez Toro, Rosario Castellanos.
En el poder tuvo muchos enemigos. Pero uno fue el que más daño le hizo. Y el que obsesionaba a Scherer. Así lo confiesa, cuando el director de la revista Rafael Rodríguez Castañeda le pidió un texto para el 30 aniversario de Proceso, en 2006.
Tuve presente que para mí no habría más tema que Echeverría. Fue el protagonista del atentado contra el periódico. Mató, traicionó, fue hombre vil. El ex presidente le sobrevive.
De los demás mandatarios, quizá Carlos Salinas de Gortari mereció una obsesión similar:
Siempre he querido saber algo más de Salinas, de quien tantos males se han derivado para el país. La sombra de Aburto, para siempre en Almoloya, y la muerte de Colosio, para siempre en la historia, cercan al ex presidente. Donde vaya, van ellos. También lo acompañará para siempre la traba de encubridor de uno de los grandes ladrones de la nación: su hermano Raúl.
Leñero dejaría patente la inquina de Salinas cuando describe una conversación, siendo ya presidente electo.
Trascendamos a Julio, Vicente, sugirió. Es decir,
repitamos el golpe.
De Vicente Fox, dice en Tiempo de saber:
Nunca lo entendí... A una campesina la felicitó porque no leía periódicos. La mujer era analfabeta. En ese instante de ceguera atroz, Fox se dio gusto haciendo a un lado el valor supremo de la letra impresa.
A Felipe Calderón le dedica dos libros, El dolor de los inocentes (2011) y Calderón de cuerpo entero (2012), una serie de conversaciones donde aborda el origen ilegítimo de su Presidencia, su alcoholismo y su intemperancia, su deshumanización, la galopante corrupción en las filas del PAN y de su grupo. El primer libro deja abierta una pregunta:
Habrá que aguardar un futuro ya cercano para ver qué responsabilidades se fincan ante la pérdida de tantos inocentes.
Mirar, oler, oír dentro de la cárcel
Scherer supo de las enormes posibilidades informativas que se ocultan en las sombras de las prisiones. Ahí están los hombres y las mujeres, y sus demonios. Aburtos, Salinas, Zorrillas, la Reina del Sur, El Mochaorejas, El Chapo y la novia de éste, políticos, criminales, políticos-criminales pero también presuntos culpables, presos políticos, inocentes encarcelados. Y los celadores, los funcionarios, los siquiatras, los que torturan y los torturados, los que tratan de sanear ese mundo y no pueden. Entrevistas duras, puntuales, metálicas. Cinco libros recogen esas miradas de Scherer hacia el interior del mundo penitenciario. El último, el más terrible, Niños en el crimen.
En sus rostros es patente el síndrome del encierro, la depresión. No sabría de qué manera transmitir el sentimiento que me despertaron. Sentí su depresión, pero no como un dolor. Es la suya una forma de quietud, una no vida, como si sus ojos ya hubieran mirado todo lo que habría que mirar. Su hastío me pareció una forma de muerte.
A los 86 años, Scherer pasa largas horas conversando con esos niños y adolescentes –algunos más pequeños que sus propios nietos– que purgan sentencias en la Comunidad de Tratamiento Especializado para Adolescentes en el Distrito Federal. ¿Cómo entrevistar a estos chicos?
Preguntando. Como reportero. Como Julio Scherer.
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