John M. Ackerman
Hasta el funcionario electoral más indolente, el periodista más vendido o el político más cínico difícilmente avalarían la elección de un narco-presidente. Aunque la ley no señala específicamente que recibir dinero del crimen organizado es causal de nulidad de la elección presidencial, si se comprobara que el candidato ganador incurrió en esta falta, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) tendría que hacer su trabajo e invalidar la elección por incumplir con los principios constitucionales de legalidad, equidad y autenticidad, entre otros.
En este contexto, los argumentos legaloides en contra de la nulidad, supuestamente basados en un “estricto” apego al “principio de legalidad”, quedarían expuestas como simples coartadas para avalar la impunidad. Forzosamente se tendría que recurrir directamente a los principios consitucionales para evitar que la “ley” se convierta en una simple mascarada para esconder la total perversión de las institucionales estatales.
Así procedió la sala regional del TEPJF en Toluca en diciembre del año pasado, cuando los magistrados anularon la victoria del candidato del PRI, Wilfrido Lázaro, para la presidencia municipal de Morelia. Ante la gravedad de las violaciones a la Constitución cometidas por el viejo partido de Estado (al utilizar la televisión tanto para difundir el logotipo del PRI en una prueba de boxeo la noche antes de la elección como para transmitir un largo mensaje priísta durante el cierre de campaña del candidato a gobernador, Fausto Vallejo), los magistrados enviaron un claro mensaje de “ya basta” a la clase política. El mismo Enrique Peña Nieto incluso dio acuse de recibo: “Preocupa que [en el caso de Morelia] se sienta un precedente para juicios que se hagan a procesos de otro orden … como el que viviremos a nivel nacional”.
Al PRI se le está haciendo largo el proceso de calificación de la elección presidencial. Así como sus operadores recortaron las campañas electorales a la mitad para maximizar el impacto del dinero y minimizar el intercambio de ideas, ahora quisieran hacer lo mismo con respecto al periodo entre la elección presidencial y la toma de posesión del nuevo mandatario. El senador Carlos Jiménez ya se apresuró a quedar bien con quien sería su nuevo “jefe” al proponer adelantar la toma de posesión al primero de septiembre y así evitar el largo “interregno” en que el presidente saliente ya perdió su poder y el nuevo presidente todavía no puede asumir sus nuevas funciones.
Pero en lugar de buscar nuevas fórmulas para retornar al pasado de las transiciones por “dedazo” y de “terciopelo”, habría que abrazar el presente y valorar las grandes ventajas de las idiosincrasias del sistema mexicano. Por ejemplo, los dos meses entre los comicios y la calificación de la elección presidencial constituyen una oportunidad de oro para depurar el proceso electoral y asegurar que el próximo presidente realmente haya ganado de manera justa y legítima. La larga historia de fraudes electorales en México justifica tener especial cuidado en esta materia.
La seriedad con que se asume esta responsabilidad en el país contrasta de manera positiva con lo que ocurre en otras jurisdicciones. Por ejemplo, si Estados Unidos hubiera contado con un periodo similar habría ahorrado una importante crisis de legitimidad en la elección presidencial de 2000 entre George W. Bush y Al Gore. Fue precisamente la falta de tiempo antes la toma de posesión del candidato ganador lo que obligó a la Suprema Corte de aquel país, en una de las decisiones más cuestionadas en su historia, a detener el recuento de la votación en Florida. “Despacio, que voy de prisa” reza el sabio refrán mexicano, originalmente atribuido a Napoleón.
Las “reglas del juego” que aceptaron todos los candidatos al competir por la Presidencia de la República en 2012 incluyen, por primera vez en la historia moderna del país, la posibilidad explícita de anular la totalidad de la elección presidencial. No es Andrés Manuel López Obrador al impugnar, sino Enrique Peña Nieto al ostentarse anticipadamente como “presidente electo” quien violenta el Estado de derecho y rompe con el “pacto de civilidad”.
No cabe duda de que lo más fácil para López Obrador hubiera sido retirarse a su rancho desde el pasado 2 de julio para disfrutar a su familia y atender asuntos personales, tal como Vicente Fox viajó a París para celebrar su cumpleaños ese mismo día. Pero en lugar de buscar el confort, el político de izquierda ha decidido mantenerse en la lucha. Esta decisión molesta a muchos comentaristas, perjudica su “imagen” en algunos círculos y le podría costar caro si en algún momento vuelve a buscar la Presidencia. Pero para millones de mexicanos también constituye un ejemplo de entereza y dignidad muy poco común en medio del cinismo y corrupción que caracterizan a la clase política.
La reunión del martes pasado en Los Pinos entre Felipe Calderón y Peña Nieto fue un patético esfuerzo por reafirmar el control de la oficina de la Presidencia sobre la política nacional. Pero ningún acto de simulación protocolaria podrá callar a los jóvenes. Incluso, pocas veces se presentan momentos tan propicios como hoy para la reafirmación del control ciudadano sobre los políticos y las instituciones gubernamentales. El interregno de cinco meses ofrece la oportunidad ideal para el desarrollo de un fuerte contrapeso social al autoritarismo más retrógrado que promete ensancharse si regresa el viejo partido de Estado a Los Pinos.
Habría que recordarles a los consejeros y los magistrados electorales que no será el próximo presidente, sino la sociedad, quien finalmente juzgará su comportamiento. Más vale que piensen dos veces antes de abandonar sus obligaciones constitucionales para correr a buscar el favor del próximo tlatoani.
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