‘EL ESTADO NO EXISTE’
La gran esperanza que pudo haber sido el comunismo está visto que ya no tiene sentido. Entonces, ante esta pérdida de terreno de las ideas, se ha impuesto una inmensidad de intereses particulares que van contra el interés general
domingo, 23 de febrero de 2014
PALERMO, ITALIA (Apro).- De semblante moreno, más árabe que latino, 64 años, Leonardo Sciascia no habla por hablar. Es un hombre de pocas palabras.
—El Estado no existe –dice, en su casa de Palermo, rodeado de cuadros: una galería íntima de escritores dibujados: Voltaire, Vitaliano Brancati, Federico Di Roberto, Gorki, Anatole France, y unos aguafuertes de Goya. Lo que existe son pequeños Estados que son las organizaciones criminales: todas las agrupaciones que actúan por intereses particulares. El interés general se ha perdido de vista.
—¿Qué entiende usted por eso que llama "sicilianización" de las relaciones humanas y políticas?
—Yo entiendo por sicilianización de Italia y del mundo una pérdida progresiva de los valores y las ideas, ante el surgimiento de los intereses particulares —explica el novelista, el ensayista, el profesor de primaria autor de Todo modo, El contexto, A cada quien lo suyo, El día de la lechuza, Negro sobre negro, El teatro de la memoria, El archivo de Egipto, En tierra de infieles, Los tíos de Sicilia, El caso Moro, El mar color de vino y La desaparición de Mejorana.
—¿Pero no era así en el pasado, digamos hace 20 años?
—Mire. Era así pero al mismo tiempo no era así. Había una esperanza. Había principios. Había una ley moral. Hoy, en cambio, asistimos a esta descomposición de la esperanza. Las ideologías ya no funcionan. La gran esperanza que pudo haber sido el comunismo está visto que ya no tiene sentido. Entonces, ante esta pérdida de terreno de las ideas se ha impuesto una inmensidad de intereses particulares que van contra el interés general. Ha habido una caída del espíritu público, mientras que antes, incluso si las cosas ya eran así, había la esperanza de que las cosas podían no ser así. Cuando hablo, pues, de sicilianización entiendo una pérdida de las ideas ante el predominio de los intereses particulares, que también pueden ser criminales. Y la mafia es un fenómeno de este tipo.
Escritor "seco" como Voltaire, agudo como Guicciardini, "moralista" en la trayectoria de Alessandro Manzoni, cultivador del misterio en la espiral ascendente de Edgar Allan Poe o en la descendente de Jorge Luis Borges, Leonardo Sciascia ha intentado, desde esa fuerza secreta que puede tener la literatura, ir desmontando los mecanismos más ocultos del poder invisible. No obstante, dice que la mafia de nuestros días es una mafia que él no conoce:
—No es la misma de antes. La mafia —agrega, la mano derecha sobre el bastón, mientras su esposa María trae un café concentrado, el primero de la mañana— era un fenómeno rural, ligado a la tierra. Cada pueblo tenía su capo mafia, su jefe, sus mafiosos, todos se conocían. Un pueblo sabía quién era el capo de la mafia, porque el capo era la persona a la que se podía uno dirigir incluso para conseguir justicia: una especie de juez de paz.
"Ahora ya no se sabe. No se sabe quién es el capo, quiénes son los mafiosos."
—Pero esta inclinación a la omertá (la ley del silencio), incluso entre los niños, esta costumbre de cortarles las manos a los ladrones sin acudir a la autoridad legal, ¿es una característica siciliana?
—La mafia era un hecho siciliano –dice Sciascia–. Ahora se ha convertido en un hecho internacional, sobre todo por el comercio de la droga.
Rememora el autor de Las parroquias de Regalpetra, Muerte del inquisidor, el dramaturgo de Los mafiosos y El honorable, y cuenta que Portella della Ginestra es un pueblo situado a un lado de Piana degli Albanesi, al sur de Palermo. Allí fue la masacre, el 1 de mayo de 1947, cometida por Salvatore Giuliano y sus bandidos contra cientos de campesinos que pretendían organizarse políticamente: un caso ejemplar de lo que Sciascia ha llamado la "utilización política de la delincuencia".
Moro y los endemoniados
Italia surge como nación hacia 1860 con la reunificación de los reinos dispersos que llevan a cabo Garibaldi y Cavour. Es la época de El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y un momento anterior a Los navajeros, de Leonardo Sciascia, donde se expone cómo la clase privada del poder borbónico desplazado trata de recuperarlo creando (como en el Chile de Allende, la Nicaragua de hoy) un efecto desestabilizador.
—En Los navajeros ("I pugnalatori": los apuñaladores) se tendía a crear un estado de alarma, de inquietud, de modo que pudiese repuntar la suerte de los Borbones que habían sido echados de Sicilia, a fin de promover el retorno de la corona borbónica. Fue un intento de reacción a la unidad de Italia —explica Sciascia.
—¿Apresaron a los apuñaladores?
—Aprehendieron a los ejecutores, pero se dejó libre al que se tenía como autor intelectual. El gobierno de la Italia unida se comportó, en efecto, como el de la Democracia Cristiana ante el caso Moro: pasivamente.
Partidario del texto breve, del misterio sin solución, como Borges, o del crimen sin culpable, el escritor siciliano nacido en Racalmuto en 1921 pertenece a la escuela que no aspira a conseguir el mayor número de palabras. Su obra, su actitud pública, son una negación del literato apolítico, una afirmación de la sensibilidad política que subyace en la literatura. Diputado por el Partido Radical en la capital italiana entre 1980 y 1983 (ya había sido representante regional por el Partido Comunista en Palermo), Sciascia redactó un informe de la minoría parlamentaria sobre el secuestro y el asesinato de Aldo Moro.
—¿En qué cambió su libro El caso Moro cuando le añadió el informe de la comisión parlamentaria?
—En nada —dice. Yo formaba parte de las comisiones, la de la minoría, y lo redacté y firmé solo. También hubo una relación de la mayoría, firmada por los comunistas y los demócratas cristianos.
—¿Y no se llegó a ninguna conclusión?
—No. A ninguna, como siempre sucede en las investigaciones parlamentarias; siempre quedan así: dudosas, equívocas. Yo llegué a una certeza: si hubiera habido una policía verdaderamente interesada en encontrar a Moro vivo, Moro hubiera sido encontrado.
—Pero no había la voluntad...
—Ni la voluntad ni la inteligencia.
—¿En Italia existe una policía científica?
—Sí. Desde los tiempos del fascismo.
—¿Buena, eficiente?
—La policía italiana era buenísima en los tiempos del fascismo. Había policías excelentes. Terminada la dictadura, la policía ya no fue tan buena. Digo "buena" en un sentido técnico, porque la policía fascista era terrible —agrega.
—Se dice que una cosa que aún no resuelve el Estado moderno es la policía.
—Sí. Creo que sigue siendo un problema la policía. No sólo en Italia.
—En El caso Moro parece darse la hipótesis de la pasividad, en el sentido de que algunas personas pertenecientes al Estado obraron pasivamente: se hicieron tontos. En algo se parece el caso del asesinato del general Obregón en 1928: lo acribillaron en medio de una sospechosa ausencia de medidas de seguridad.
—Desde el momento en que secuestran a Moro —comenta Sciascia— ya era como si hubiera muerto. Ahí se entra en un clima pirandelliano: intentaron hacerlo aparecer como otro, como a alguien que bajo el miedo y la coacción de las Brigadas Rojas escribía cartas que no correspondían a su verdadera personalidad. Pero no es cierto. Moro escribía como había sido siempre.
"Moro era el intermediario entre los comunistas y los democristianos, entre el gobierno italiano y los árabes. No tenía el sentido del Estado, como no lo tiene ningún católico en Italia. No lo tenía antes del secuestro ni lo tuvo después. Moro intentó, asimismo, entender a los brigadistas y llegar con ellos a un compromiso. Poco antes de ser secuestrado trató de releer Los endemoniados, de Dostoiewski, para entender mejor el mecanismo mental, psicológico de los terroristas. Luego se vio en medio de ellos e intentó comprenderlos. Pero la verdad es que les tomó el pelo, porque los brigadistas querían hacerle un proceso y arrancarle secretos de Estado. Moro no les dijo nada. Habló sin decirles nada. Y aquellos grabaron kilómetros de cinta sin que Moro soltara prenda. Porque Moro tenía el don del discurso nebuloso, en el que nada se entiende. Ambiguo. Muy católico y muy meridional".
—Hay un carácter meridional?
—Claro —dice Sciascia. Un hombre meridional que se dedica a la política lo hace más como politiquillo que como hombre de Estado.
—Lo que atrae de su obra en México es que al escribir usted de Sicilia parece que está refiriéndose a México. Hay un clima mental parecido. Tal vez se deba a que tenemos en común (Sicilia y México) el mismo pasado español, o parecido, cierta herencia árabe (a nosotros nos llega por España), la actitud judeocristiana ante la sexualidad, la imaginación para la venganza, la Inquisición, y la bandera tricolor garibaldiana. En México un equivalente probable de la mafia podría ser el cacicazgo: formaciones sociales y de poder fáctico que surgen allí donde no alcanza a llegar el poder legal (formal) del Estado. Se engendra y crece el cacicazgo allí donde se configura un vacío de poder. Por eso cuando uno lee A cada quien lo suyo, Todo modo, El contexto, El caso Moro, uno tiene la impresión de que usted está escribiendo sobre México. En cierto modo es usted un escritor mexicano...
—No sé —dice Sciascia, un poco ruborizado. Tenemos tanta historia en común: los virreyes españoles, la Inquisición. Finalmente, somos latinos. Hemos estado hispanizados por la historia.
FEDERICO CAMPBELL
—El Estado no existe –dice, en su casa de Palermo, rodeado de cuadros: una galería íntima de escritores dibujados: Voltaire, Vitaliano Brancati, Federico Di Roberto, Gorki, Anatole France, y unos aguafuertes de Goya. Lo que existe son pequeños Estados que son las organizaciones criminales: todas las agrupaciones que actúan por intereses particulares. El interés general se ha perdido de vista.
—¿Qué entiende usted por eso que llama "sicilianización" de las relaciones humanas y políticas?
—Yo entiendo por sicilianización de Italia y del mundo una pérdida progresiva de los valores y las ideas, ante el surgimiento de los intereses particulares —explica el novelista, el ensayista, el profesor de primaria autor de Todo modo, El contexto, A cada quien lo suyo, El día de la lechuza, Negro sobre negro, El teatro de la memoria, El archivo de Egipto, En tierra de infieles, Los tíos de Sicilia, El caso Moro, El mar color de vino y La desaparición de Mejorana.
—¿Pero no era así en el pasado, digamos hace 20 años?
—Mire. Era así pero al mismo tiempo no era así. Había una esperanza. Había principios. Había una ley moral. Hoy, en cambio, asistimos a esta descomposición de la esperanza. Las ideologías ya no funcionan. La gran esperanza que pudo haber sido el comunismo está visto que ya no tiene sentido. Entonces, ante esta pérdida de terreno de las ideas se ha impuesto una inmensidad de intereses particulares que van contra el interés general. Ha habido una caída del espíritu público, mientras que antes, incluso si las cosas ya eran así, había la esperanza de que las cosas podían no ser así. Cuando hablo, pues, de sicilianización entiendo una pérdida de las ideas ante el predominio de los intereses particulares, que también pueden ser criminales. Y la mafia es un fenómeno de este tipo.
Escritor "seco" como Voltaire, agudo como Guicciardini, "moralista" en la trayectoria de Alessandro Manzoni, cultivador del misterio en la espiral ascendente de Edgar Allan Poe o en la descendente de Jorge Luis Borges, Leonardo Sciascia ha intentado, desde esa fuerza secreta que puede tener la literatura, ir desmontando los mecanismos más ocultos del poder invisible. No obstante, dice que la mafia de nuestros días es una mafia que él no conoce:
—No es la misma de antes. La mafia —agrega, la mano derecha sobre el bastón, mientras su esposa María trae un café concentrado, el primero de la mañana— era un fenómeno rural, ligado a la tierra. Cada pueblo tenía su capo mafia, su jefe, sus mafiosos, todos se conocían. Un pueblo sabía quién era el capo de la mafia, porque el capo era la persona a la que se podía uno dirigir incluso para conseguir justicia: una especie de juez de paz.
"Ahora ya no se sabe. No se sabe quién es el capo, quiénes son los mafiosos."
—Pero esta inclinación a la omertá (la ley del silencio), incluso entre los niños, esta costumbre de cortarles las manos a los ladrones sin acudir a la autoridad legal, ¿es una característica siciliana?
—La mafia era un hecho siciliano –dice Sciascia–. Ahora se ha convertido en un hecho internacional, sobre todo por el comercio de la droga.
Rememora el autor de Las parroquias de Regalpetra, Muerte del inquisidor, el dramaturgo de Los mafiosos y El honorable, y cuenta que Portella della Ginestra es un pueblo situado a un lado de Piana degli Albanesi, al sur de Palermo. Allí fue la masacre, el 1 de mayo de 1947, cometida por Salvatore Giuliano y sus bandidos contra cientos de campesinos que pretendían organizarse políticamente: un caso ejemplar de lo que Sciascia ha llamado la "utilización política de la delincuencia".
Moro y los endemoniados
Italia surge como nación hacia 1860 con la reunificación de los reinos dispersos que llevan a cabo Garibaldi y Cavour. Es la época de El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y un momento anterior a Los navajeros, de Leonardo Sciascia, donde se expone cómo la clase privada del poder borbónico desplazado trata de recuperarlo creando (como en el Chile de Allende, la Nicaragua de hoy) un efecto desestabilizador.
—En Los navajeros ("I pugnalatori": los apuñaladores) se tendía a crear un estado de alarma, de inquietud, de modo que pudiese repuntar la suerte de los Borbones que habían sido echados de Sicilia, a fin de promover el retorno de la corona borbónica. Fue un intento de reacción a la unidad de Italia —explica Sciascia.
—¿Apresaron a los apuñaladores?
—Aprehendieron a los ejecutores, pero se dejó libre al que se tenía como autor intelectual. El gobierno de la Italia unida se comportó, en efecto, como el de la Democracia Cristiana ante el caso Moro: pasivamente.
Partidario del texto breve, del misterio sin solución, como Borges, o del crimen sin culpable, el escritor siciliano nacido en Racalmuto en 1921 pertenece a la escuela que no aspira a conseguir el mayor número de palabras. Su obra, su actitud pública, son una negación del literato apolítico, una afirmación de la sensibilidad política que subyace en la literatura. Diputado por el Partido Radical en la capital italiana entre 1980 y 1983 (ya había sido representante regional por el Partido Comunista en Palermo), Sciascia redactó un informe de la minoría parlamentaria sobre el secuestro y el asesinato de Aldo Moro.
—¿En qué cambió su libro El caso Moro cuando le añadió el informe de la comisión parlamentaria?
—En nada —dice. Yo formaba parte de las comisiones, la de la minoría, y lo redacté y firmé solo. También hubo una relación de la mayoría, firmada por los comunistas y los demócratas cristianos.
—¿Y no se llegó a ninguna conclusión?
—No. A ninguna, como siempre sucede en las investigaciones parlamentarias; siempre quedan así: dudosas, equívocas. Yo llegué a una certeza: si hubiera habido una policía verdaderamente interesada en encontrar a Moro vivo, Moro hubiera sido encontrado.
—Pero no había la voluntad...
—Ni la voluntad ni la inteligencia.
—¿En Italia existe una policía científica?
—Sí. Desde los tiempos del fascismo.
—¿Buena, eficiente?
—La policía italiana era buenísima en los tiempos del fascismo. Había policías excelentes. Terminada la dictadura, la policía ya no fue tan buena. Digo "buena" en un sentido técnico, porque la policía fascista era terrible —agrega.
—Se dice que una cosa que aún no resuelve el Estado moderno es la policía.
—Sí. Creo que sigue siendo un problema la policía. No sólo en Italia.
—En El caso Moro parece darse la hipótesis de la pasividad, en el sentido de que algunas personas pertenecientes al Estado obraron pasivamente: se hicieron tontos. En algo se parece el caso del asesinato del general Obregón en 1928: lo acribillaron en medio de una sospechosa ausencia de medidas de seguridad.
—Desde el momento en que secuestran a Moro —comenta Sciascia— ya era como si hubiera muerto. Ahí se entra en un clima pirandelliano: intentaron hacerlo aparecer como otro, como a alguien que bajo el miedo y la coacción de las Brigadas Rojas escribía cartas que no correspondían a su verdadera personalidad. Pero no es cierto. Moro escribía como había sido siempre.
"Moro era el intermediario entre los comunistas y los democristianos, entre el gobierno italiano y los árabes. No tenía el sentido del Estado, como no lo tiene ningún católico en Italia. No lo tenía antes del secuestro ni lo tuvo después. Moro intentó, asimismo, entender a los brigadistas y llegar con ellos a un compromiso. Poco antes de ser secuestrado trató de releer Los endemoniados, de Dostoiewski, para entender mejor el mecanismo mental, psicológico de los terroristas. Luego se vio en medio de ellos e intentó comprenderlos. Pero la verdad es que les tomó el pelo, porque los brigadistas querían hacerle un proceso y arrancarle secretos de Estado. Moro no les dijo nada. Habló sin decirles nada. Y aquellos grabaron kilómetros de cinta sin que Moro soltara prenda. Porque Moro tenía el don del discurso nebuloso, en el que nada se entiende. Ambiguo. Muy católico y muy meridional".
—Hay un carácter meridional?
—Claro —dice Sciascia. Un hombre meridional que se dedica a la política lo hace más como politiquillo que como hombre de Estado.
—Lo que atrae de su obra en México es que al escribir usted de Sicilia parece que está refiriéndose a México. Hay un clima mental parecido. Tal vez se deba a que tenemos en común (Sicilia y México) el mismo pasado español, o parecido, cierta herencia árabe (a nosotros nos llega por España), la actitud judeocristiana ante la sexualidad, la imaginación para la venganza, la Inquisición, y la bandera tricolor garibaldiana. En México un equivalente probable de la mafia podría ser el cacicazgo: formaciones sociales y de poder fáctico que surgen allí donde no alcanza a llegar el poder legal (formal) del Estado. Se engendra y crece el cacicazgo allí donde se configura un vacío de poder. Por eso cuando uno lee A cada quien lo suyo, Todo modo, El contexto, El caso Moro, uno tiene la impresión de que usted está escribiendo sobre México. En cierto modo es usted un escritor mexicano...
—No sé —dice Sciascia, un poco ruborizado. Tenemos tanta historia en común: los virreyes españoles, la Inquisición. Finalmente, somos latinos. Hemos estado hispanizados por la historia.
FEDERICO CAMPBELL
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