Robert Fisk
Es un viento ponzoñoso, etcétera. Hoy mis pensamientos no están con la familia Kadafi, sino con Bassam y Saniya Gossain, cuya hija Raafat pereció en Libia el 15 de abril de 1986. Fue víctima de los disparatados ataques aéreos que el entonces presidente Ronald Reagan ordenó sobre Trípoli en venganza por la muerte de un soldado estadunidense en Berlín por una bomba sembrada por uno de los lunáticos de Kadafi. Yo estuve presente en el funeral de la joven en Libia y con el tiempo he llegado a conocer bien a sus padres, que están entre mis amigos en Beirut. Este domingo comí con ellos. ¿Y saben lo que Saniya me dijo sobre el violento derrocamiento de los Kadafi? Estoy en contra de esas cosas. Estoy contra todos los asesinatos.”
Lástima que Clinton no sea capaz de pronunciar una frase tan humana. Pero podría –si le importara (cosa que dudo)– preguntar qué ocurrió con los 300 millones de dólares que los estadunidenses entregaron a Kadafi como “arreglo final” cuando Washington decidió reanudar relaciones con el viejo rufián en 2008. Los libios soltaron mil 500 millones para saldar cuentas (Lockerbie, etcétera); el dinero de los estadunidenses fue por los muertos y heridos por su ataque aéreo de 1986. Los Gossain no recibieron un centavo de Kadafi. Criaron a su otra hija, Kinda, quien se casó y ya tuvo su primer bebé, así que ahora son abuelos. Sería bueno creer que Clinton pudiera dedicarles unos segundos de su precioso tiempo, tal vez para recordar a los chicos del “gobierno de transición” en Libia que tienen una deuda pendiente.
El otro día en El Cairo regresé a la Casa de la Esquina. Así llamo a la desvencijada mansión de fin de siglo en mis relatos de la revolución egipcia. Era –y es– una ruina completa, con escaleras de mármol quebradas, seda en las paredes, una azotea que se pandeaba y temblaba cuando pasábamos corriendo sobre ella, un lugar para observar tanques y agacharse ante los francotiradores, una verdadera línea frontal, con ventanas cubiertas de estuco y rebosantes del efluvio de la historia, sin un alma que supiera decir quién vivió allí hace cien años.
Así que Fisk volvió a la Casa de la Esquina. Muchos hombres atareados pasaban cargando maletines. Nada, ni una pista de quién había sido el dueño de ese edificio. Luego encontré calle abajo un viejo sirviente boab, con un solo diente en la boca –créanme–, y le pregunté. Hizo una señal de la cruz con la mano, como acostumbran los árabes cuando hablan de cristianos. Y esto me dijo en árabe: “El hombre que vivió aquí era Yussef Koudiam. Era un cristiano que murió, se fue al cielo y está dormido allí”.
Directo de Dickens, pensé. Literatura. Pero, por supuesto, estoy tratando de encontrar a la familia Koudiam entre los coptos de Egipto.
Otro pedazo de la vieja Beirut se desmorona; la Beirut otomana de tejados rojos que Lawrence de Arabia amaba. Esta vez es el palacio de Azar, ruinoso y a últimas fechas destrozado por dentro por manos desconocidas, una espléndida Casa en la Esquina en Líbano que hoy, me temo, está condenada a morir. El Ministerio de Turismo está sumamente preocupado (claro) y ahora unos policías (igualmente preocupados) patrullan el lugar para evitar mayores daños. Pero han comenzado las lluvias de invierno y ese patrimonio libanés está próximo a desaparecer. Así ocurre cuando el terreno vale más que las construcciones.
En el Times de Londres (antes de la era Murdoch) yo solía tener un editor de asuntos internacionales llamado Ivan Barnes a quien le enviaba interminables reportes sobre animales para una columna que yo llamaba “breves de animales”. Estaba basada en mi convicción de que el lector promedio del Times derramaría abundantes lágrimas por perros labradores que se fracturaban una pata y no por palestinos sin hogar. En una breve visita a Rusia (agradezco a Shaun Walker, nuestro hombre en Moscú, con un devastador dominio del ruso y un humor negro idéntico al mío, que me haya cuidado allá), encontré tres hermosas historias para Ivan. La primera fue la de un oficial del ejército ruso, Vyacheslav Gerzog, que daba a sus soldados comida para perro en vez de carne enlatada y tuvo que pagar 202 mil rublos (unos 6 mil 500 dólares) de multa. Pegaba etiquetas de “carne de res de primera” en las latas. Bueno, ¿por qué no? Inútil decir que el hombre que estuvo cuatro años en prisión por esto fue el mayor Igor Matveyev, quien expuso el escándalo en YouTube.
El segundo relato fue el de unos cazadores de tiburones de la bahía Telyakovski (cerca de Vladivostok) que atraparon un tiburón que supuestamente le había arrancado a Denis Udovenko las manos de una mordida. Se necesitaron 19 botes y 60 pescadores para llevar la bestia a la costa. Sólo que se equivocaron de tiburón.
Pero esperen, viene la mejor. La agencia de noticias Vecherniye Vesti informó –tomo la cita del Times de Moscú–: “Capturan al avestruz albino prófugo”. Escapó de un circo trashumante de Siberia y amenazaba con agarrar a patadas a los residentes de la ciudad de Petropavlosk-Kamchatsky luego que dejaron abierta su jaula. Un funcionario del circo, según el diario, “advirtió a los pobladores que no se acercaran al avestruz, pues era tonto, agresivo y podía ‘dejar baldado a un ser humano’”. Debo decir que si yo fuera avestruz, no me gustaría que mi dueño fuera ese funcionario. De cualquier manera, un señor que paseaba a su perro avistó al avestruz –presumiblemente un ejemplar albino no era una vista común en Petropavlosk-Kamchatsky– y llamó al circo. Llegó el domador, y he aquí la apabullante línea final: “El domador dijo que el avestruz estaba empapado por la lluvia, pero sano, y los dos se fueron en taxi al circo”. No puedo esperar a ver la película.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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