Miguel Ángel Granados Chapa
Calderón tuvo que oír voces ríspidas, amargas, exigentes. Ninguna como la de una madre dolorosa, madre indignada, madre admirable, la señora Luz María Dávila
Aunque en sus cadencias suaves el danzón raya en la melancolía, sus notas principales son alegres, vibrantes. El que lleva el nombre de Juárez parece en sí mismo una contradicción, porque es elegiaco a partir de los exultantes y agudos sonidos de la trompeta y los sonoros golpes de timbales y tambores. Su breve letra, más que un lamento, es una proclama: "Juárez no debió de morir. Porque si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría, y México sería feliz".
Como símbolo de la Reforma que generó el laicismo en una sociedad levítica, Juárez debe permanecer vigente, vigorizado ante los riesgos de que un credo único avasalle a los demás, y a los incrédulos. Y tampoco debe morir la ciudad, el antiguo Paso del Norte que conoció la trashumancia de don Benito y ha llevado con gallardía su nombre. Escenario también de un momento cumbre de la revolución maderista, en los años ochenta del siglo pasado florecieron en ella las virtudes cívicas de sus hijos, adelantados de la rebeldía política que rompió con la hegemonía de un solo partido. Eso no obstante, la ciudad sufre a partir de entonces una declinación que trocó su dinamismo en aletargamiento, su esperanza en frustración, su calma en violencia criminal.
Los signos iniciales de ese deterioro fueron pasados por alto. El desordenado crecimiento urbano, la multitudinaria resignación de quienes pretendían cruzar el Bravo, no pudieron hacerlo y sin más remedio se quedaron del lado mexicano, las drogas y el alcoholismo contra los cuales no hubo prevención, el rechazo a la creciente presencia de mujeres nuevas, dueñas de sí porque ganaban su vida, al lado de las que padecían la añeja dominación del machismo familiar y mercantil, todo ello sirvió para incubar la violencia que se desparramó por las polvorientas calles juarenses cuando Amado Carrillo Fuentes creó allí su feudo, cuyos perseguidores usurparon el buen nombre del lugar al denominarlo Cártel de Ciudad Juárez. Se formó así el caldo de cultivo donde se gestó la violencia de género, los feminicidios, cuya alta incidencia añadió un repugnante atributo a la ciudad: las muertas de Juárez fueron como una marca de macabra identidad que colocó ese nombre geográfico en todo el mundo.
Si Juárez no hubiera muerto, como reza la letra del danzón, la semana pasada le hubieran zumbado los oídos porque se habló mucho de él en dos acontecimientos de relevancia nacional. Después de una larga ausencia y tras un reclamo insistente, el presidente de la República se presentó en Ciudad Juárez. Y en nombre del Benemérito, con el voto favorable de decenas de legisladores panistas (además de los ya anticipados del resto de las bancadas), en la Cámara de Diputados se dio un paso a la reforma constitucional que llama laica a la República Mexicana.
Las dudas de si Calderón debería viajar a Juárez se disiparon en Los Pinos el sábado 6 de febrero cuando el gobernador José Reyes Baeza Terrazas dio un golpe de teatro. Anunció, como inequívoca señal del interés que su gobierno tenía en aquella frontera, que los poderes se trasladarían a Ciudad Juárez. Seis días atrás habían sido asesinados 15 jóvenes asistentes a una fiesta, número que se agregaba a los ya centenares de víctimas del primer mes de 2010. La violencia criminal había cercenado más de mil 500 vidas en 2008 y más de mil 800 en 2009. Como se presume, o se induce a creer que la mayoría de esas víctimas caen por riñas entre bandas, el gobierno se hace el desentendido, ya que un mínimo rubor le impide festejar la que en opinión de las autoridades es una muy beneficiosa labor de higiene social. Pero esta vez, aunque al principio la muletilla explicatoria se reprodujo rutinariamente, quedó en claro que no había ningún ajuste de cuentas, sino abiertamente el fusilamiento de muchachos sin vínculo alguno con la delincuencia organizada, con las pandillas.
El diagnóstico inicial fue compartido por el Presidente, a punto de retornar de Japón. Con la prematurez irresponsable con que ofrece explicaciones simples a casos complejos, Calderón calificó a la matanza de pleito entre pandillas. Ya había dicho años atrás que la señora Ernestina Ascensio había muerto de gastritis crónica cuando se abría paso la evidencia de que a las humillaciones que padeció en su vida como mujer pobre e indígena se agregó en sus últimas horas el agravio de un ataque brutal que la mancilló. En la misma línea, puso a la muerte de Michael Jackson como ejemplo del abuso en el consumo de drogas, antes de que se probara que se trató de un homicidio doloso. Cuando, a pesar de los intentos de ocultar los hechos tras la apariencia de una reyerta entre delincuentes, las familias de las víctimas hicieron saber quiénes eran sus hijos, no quedó más remedio que dar al caso un tratamiento diferente, que incluyera condolencias y excusas a los deudos por la descalificación de los suyos.
Se inició entonces una contienda política, mediática, entre el gobierno federal y el local, que incluyó mutuos reproches y la afirmación unilateral de cada uno sobre la eficacia de sus propias tareas. El gobernador visitó a las familias para ser fotografiado con ellas y, anticipándose a la visita del secretario de Gobernación, decretó el traslado de los poderes a Ciudad Juárez. Tarde percibió su desmesura, tanto jurídica (él no puede hablar por el Judicial y el Legislativo, por más que sus cabezas le estén sometidas) como logística. Al final de la comedia de equivocaciones a que dio origen su anuncio sabatino, el viernes siguiente la minoría panista impidió el triunfo de la iniciativa de Baeza Terrazas auspiciada por su partido y, con habilidad parlamentaria, consiguió imponer una fórmula que reduce el traslado de los poderes al envío de sólo una representación.
En busca de un victoria política, mediática, el Presidente llegó a Juárez el jueves. Suelen ajustarse las visitas presidenciales a un formato rígido donde los ciudadanos que hablan en los actos y pueden aproximarse al Presidente han sido escogidos para que no haya descontrol que moleste y menos aun que agravie a Calderón. Esta vez no fue posible. Aunque se establecieron los filtros de rigor, hubiera sido estéril la presencia presidencial si no se cumplía su propósito de consultar con los juarenses el camino a seguir en la lucha contra la criminalidad después del cruel asesinato de los muchachos. Calderón tuvo que oír voces ríspidas, amargas, exigentes. Ninguna, sin embargo, como la de una madre dolorosa, madre indignada, madre admirable. La señora Luz María Dávila, cuyos dos únicos hijos fueron ultimados a tiros, increpó al Presidente. No hubo insulto alguno, ninguna expresión ofensiva en su reclamo. Sólo el dolor convertido en furia, un rencor que afloraba en afirmaciones incontrastables, en juicios irrefutables. Es de dudarse que lo intentara, pero de querer aproximarse a ella en vez de permanecer pasmado en su asiento, Calderón hubiera sido frenado por las insólitas órdenes de la madre atribulada que lo conminaba a ponerse en su lugar y aun lo silenciaba. En cambio, la esposa del Presidente, Margarita Zavala, logró el gesto de condolencia que la situación exigía y cuando cesó la lluvia de reproches y su autora se retiró a un rincón de la sala, la abrazó solidaria, tanto como puede serlo en las abismales diferencias que las separan.
Se presentó un programa de acción con defectos y atributos. Su criterio rector es adecuado: la violencia criminal que asuela a Ciudad Juárez -que no se limita a los asesinatos de hombres y mujeres sino que ha alterado la vida cotidiana por el secuestro, la extorsión, el robo- tiene que ser enfrentada por la policía (y por el Ejército, conforme a la terquedad presidencial) pero no sólo por esas agencias del Estado. Sin dejar de atacar los efectos, es preciso combatir las causas. Pero hacerlo de verdad y con perseverancia: en 2004 una Comisión para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez fue establecida por el gobierno federal sobre la misma concepción integral. Ni remotamente consiguió sus fines. Hay que evitar una frustración semejante de los nuevos programas.
La gente en Juárez teme que así sea. Reforma realizó una encuesta cuyos resultados son contundentes: 57 por ciento de los entrevistados quedó insatisfecho con la visita presidencial y 61 por ciento cree que las cosas seguirán igual.
Reforma14/02/2010
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