Carlos Fazio
Cuando el 11 de febrero, Luz María Dávila, madre de dos jóvenes ejecutados por un comando paramilitar en el fraccionamiento Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, increpó de manera personal a Felipe Calderón, lo llamó mentiroso por haber afirmado que sus hijos y otros 13 muchachos víctimas de la matanza eran pandilleros. Otra mujer, Patricia Galarza, le pidió que sacara al Ejército de la ciudad. “Padecemos una guerra que nunca pedimos”, dijo. Por respuesta, Calderón señaló que los soldados permanecerían allí.
Era la primera puesta en escena del foro Todos somos Juárez, y la ira de una sociedad agraviada le estalló en la cara a Calderón. El montaje mediático resultó un tiro por la culata. El mea culpa presidencial no fue suficiente. La retractación de Calderón sobre su afirmación inicial, cuando tipificó la matanza como un “pleito entre pandillas”, fue tibia, con rodeos. Como para que quedara constancia de que pidió disculpas “si acaso ofendió” a las víctimas y sus deudos, pero sin asumir responsabilidad. El hombre mejor informado de México, a la sazón abogado constitucionalista, nunca rectificó que había hecho una aseveración condenatoria absoluta y totalmente falsa, sentenciando ipso facto a los jóvenes asesinados como pandilleros, sin asumir siquiera la presunción de inocencia… ¡de las víctimas!, mientras quedaran pendientes las investigaciones criminológicas. El manido recurso del poder, tan propio de la dictadura del general Videla en Argentina ante el exterminio de civiles: “Por algo será. En algo estarían”. Igual que fincar la responsabilidad del delito en las víctimas de los feminicidios. De los juvenicidios ahora. La culpa es de los juarenses. El débil siempre tiene la culpa.
Las palabras de Luz María Dávila, la madre coraje que le negó la bienvenida al Presidente en Ciudad Juárez, desplazaron de los medios la demagogia oficial y en los días subsiguientes el gobierno se vio obligado a montar un operativo de control de daños por interpósita persona. El alegato más sonado fue el del intelectual Héctor Aguilar Camín, entrevistado y amplificado un par de veces, de manera aprobatoria, por Ciro Gómez Leyva. Aguilar Camín admitió que “el Presidente se equivocó al precipitarse” y acusar a los jóvenes de pandilleros. Pero externó su desacuerdo con que le reclamaran a Calderón por los muertos: “Como si él, o Gómez Mont, o el Ejército (…) hubieran matado a esos muchachos (…) Los asesinos son los asesinos (…) ¡El gobierno no mató a los muchachos de Juárez, los mataron esos hijos de puta! ¡Ésos son los hijos de puta! ¡Volteémonos contra ellos! (…) Los hijos de puta son los hijos de puta”.
Más allá de las tautologías empleadas que poco esclarecen, a Aguilar Camín podría aplicársele el término de negación (Verneinung) propuesto por Sigmund Freud en 1925, para caracterizar un mecanismo de defensa mediante el cual el sujeto expresa de manera negativa un deseo o un pensamiento cuya presencia o existencia niega. En términos metasicológicos, Freud lo explicó a partir de la frase de una paciente: “Me pregunta usted quién puede ser esa persona de mi sueño. Mi madre, desde luego, no”. “Se trata seguramente de la madre”, apunta Freud, quien prescinde de la negación y acoge tan sólo el contenido estricto de las asociaciones. En la frase “no es mi madre” (ergo, no fue Calderón ni el Ejército), lo reprimido era reconocido de manera negativa, sin ser aceptado. Según el Diccionario de Psicoanálisis, de Roudinesco y Plon, “la denegación es un medio para tomar conciencia de lo que se reprime en el inconsciente”.
A la frase “¡El gobierno no mató a esos muchachos, los mataron esos hijos de puta!”, podría aplicarse el criterio freudiano de “no vayan a pensar que fue el gobierno”. Si no fue Calderón o el gobierno, por qué lo desmiente: “Aclaración no pedida, confesión de parte”. Pero además, en términos maniqueos, Aguilar Camín llama a los juarenses a voltearse contra los “asesinos”; propone canalizar la ira contra esos “hijos de puta”, que no están, dice, en filas gubernamentales. Lo que podría remitir al clásico de Montiel: “Las ratas no tienen derechos humanos. A las ratas hay que exterminarlas”. Y aquí, más allá de las percepciones, la cosa se complica.
El segundo visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, Gustavo de la Rosa, afirma que “los violentos actúan bajo la protección del Estado”. Además, él y Edgardo Buscaglia hablan de escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social. Y según Clara Jusidman, las víctimas civiles de Ciudad Juárez lo son “de una guerra entre dos mafias por el control del territorio, cada una apoyada por miembros de la clase política y de las fuerzas de seguridad y de justicia”. Un juarense declaró que sufren la violencia de tres cárteles: “el de los policías, el de los soldados y el de los narcos”.
Patricia Galarza le dijo a Calderón que la tortura se aplica en Chihuahua como medio sistemático de investigación. Que se pueden documentar mil casos de desaparecidos, torturados y ejecutados extrajudicialmente por miembros del Ejército o fuerzas federales. Calderón sólo admitió “abusos”. Lo cierto es que con el Operativo Conjunto Chihuahua hubo un escalamiento del conflicto, que se transformó en una guerra urbana de tipo contrainsurgente, remedo del modelo Medellín contra la Comuna 13, en 2002.
En Medellín se aplicó un modelo de agresión criminal contra la comunidad, que arrasó con el tejido social por la vía de la fuerza militar y “jurídica”, y derivó en un Estado paramilitar. Como señaló el jurista italiano Luigi Ferrajoli, en un estado de derecho no hay “enemigos”, sino ciudadanos, que podrían ser delincuentes. “Sacar a los soldados a la calle es una respuesta demagógica (…) la lógica de la guerra alimenta la guerra”.
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