Denise Dresser
Qué ganas de creer en él o en cualquiera que aporte algo verídico, alguna cifra que sea cierta, alguna conferencia de prensa que no termine con más dudas, algún diagnóstico que despierte la fe en vez de alimentar la suspicacia, alguna declaración que aliente la confianza en vez de reforzar el escepticismo. Qué deseos de decir “tiene razón” Felipe Calderón cuando asegura que México ha enfrentado con éxito no cuatro, sino cinco Jinetes del Apocalipsis: la influenza, la violencia del crimen organizado, la tormenta financiera, la peor sequía en décadas, la mayor merma en la producción petrolera. “Y de los cinco salimos”, remata con optimismo singular. Pero al escuchar al presidente presumir sobre su patria ante los empresarios alemanes, es difícil evitar una reflexión sobre la brecha que cava entre sí mismo y los mexicanos:
Aquellos que en lugar de tener tiempo para aplaudir apenas tienen lo suficiente para sobrevivir. Aquellos que en lugar de encontrar en Los Pinos a un líder que se solidariza con la brega cotidiana de tantos, parece no comprenderla. Aquellos que viven con miedo de caminar por las calles de su propio país. Ciudadanos que al escuchar la exaltación triunfalista de Felipe Calderón sobre las victorias obtenidas ante los Jinetes del Apocalipsis saben que aún se ven asediados por ellos. Además de las bestias descritas por el presidente en su peregrinación europea, están las otras contenidas en el último libro del Nuevo Testamento, donde Dios coloca al mundo ante el Juicio Final. Están esos jinetes desatados para confrontar a los humanos con la realidad que han creado. Esos jinetes que en México adquieren una encarnación que es cada día más visible, más temible, más presente.
Sigue allí el Jinete de la Plaga, montado en un corcel blanco, la representación de los falsos profetas: Los políticos cuyos salarios pagamos pero cuyo desempeño no podemos asegurar. Los congresistas que generaron 741 iniciativas legislativas durante el último periodo pero sólo aprobaron el 3% de ellas. Los diputados que se presentaron para cobrar pero no para votar. Por ejemplo, en San Lázaro, a lo largo de 62 dictámenes que se avalaron con registro electrónico, nunca hubo más de 300 integrantes de la Cámara Baja debido al ausentismo. Y lo mismo ocurrió en el Senado: el promedio de votación registró 70 sufragios sobre un total de 128 integrantes. Y durante ese periodo, en el cual quedó en la congeladora el 97% de las leyes contempladas, los diputados gastaron 58 millones de pesos de la partida 8000; recibieron dietas y prestaciones por más de 300 mil pesos mensuales; gozaron de nóminas ocultas con las cuales emplearon a 103 personas sin rendir cuentas por ello. Son 500 “representantes populares” montados sobre un corcel que se ha convertido en una plaga para quienes pagamos su mantenimiento pero padecemos su bajo rendimiento.
Sigue allí el Jinete de la Guerra. Pero no es la guerra convencional de decapitados y acribillados, criminales organizados e instituciones infiltradas. No es la guerra que funcionarios gubernamentales dicen estar ganando y que muy pronto –a pesar del número creciente de víctimas civiles– nos aseguran que terminará. Es una guerra de más larga duración en la cual ha participado la última generación de mexicanos. La guerra por obtener una buena educación, conseguir un buen trabajo, negociar un crédito razonable, comprar un auto, ingresar a las filas de la clase media. La guerra por ascender. La guerra de la movilidad social. Una lucha que los mexicanos no están ganando, como lo revela, y de manera dolorosa, el libro ¿Nos movemos? La movilidad social en México. Los ricos siguen siendo ricos, los pobres siguen siendo pobres, y la pertenencia a un decil económico u otro sigue siendo –en gran medida– hereditaria. Casi uno de cada dos mexicanos cuyos padres pertenecían al 20% de la población más pobre permanece en ese mismo quintil. Un país que genera esclerosis social en vez de trampolines sobre los cuales brincar produce mexicanos frustrados. Mexicanos desganados. Mexicanos que se preguntan: “¿para qué estudiar?”, “¿para qué trabajar?”. Mexicanos presa de una sociedad inmóvil, amenazada por un jinete con corcel rojo, que carga consigo la espada desenvainada y la división social.
Sigue allí el Jinete de la Muerte, que anuncia el tránsito hacia el Hades, el camino al infierno, la ruta oscura hacia el más allá. Montado sobre un corcel descrito como “blanquecino” o “verde pálido”, presagia el destino de un país que no crece, que no avanza, que no se mueve. Un país plasmado en las páginas de The Mexico Competitiveness Report 2009, publicado por el Foro Económico Mundial. Atrapado por una serie de debilidades que continúan mermando la productividad e impidiendo el crecimiento económico sostenido. Atorado por su mala educación, la ineficiencia de sus mercados laborales, la ausencia de competencia en sectores claves, la dificultad para crear una empresa o entrar a un sector protegido, la baja calidad de sus instituciones. Una lista que explica por qué México no forma parte de los llamados BRIC –Brasil, Rusia, India y China–, que están cobrando cada vez más fuerza en los mercados globales. México, en cambio, produce migrantes en vez de matemáticos; monopolistas en vez de empresas dinámicas e innovadoras; políticos rapaces en vez de diputados capaces; la perpetuación del statu quo en lugar de incentivos para sacudirlo.
Y por ello el Jinete de la Plaga trota, el Jinete de la Guerra galopa, el Jinete de la Muerte ronda desde Monterrey hasta Michoacán. Representan las fuerzas destructivas y rampantes que México no ha logrado combatir ni exorcizar a pesar de lo que Felipe Calderón dice. La omnipresencia de los tres jinetes se vuelve una especie de juicio implacable, de anuncio divino, de reclamo bíblico a un país privilegiado que está creando las condiciones para la parálisis constante. La incompetencia pagada. El deterioro permanente. La muerte anunciada a golpes de reformas que todos avalan pero nadie tiene el valor de aprobar. l
Proceso
09/05/2010
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