Editorial EL UNIVERSAL
04 de mayo de 2010
La brutalidad criminal tomó por sorpresa a todos. En muy poco tiempo, un par de años, pasamos de las balaceras esporádicas al narcoterrorismo, del simple trasiego de drogas a las extorsiones masivas contra la sociedad. El Estado —gobierno federal, estatales, legisladores, jueces— no supo anticiparse a esta reacción, pero no fueron sólo las autoridades. El resto de los actores de la vida política y social, incluídos los periodistas, nos quedamos pasmados.
Las salas de redacción se enfrentan todos los días a preguntas que cuestionan la naturaleza misma de los periodistas: ¿es correcto publicar un comunicado de un grupo criminal o una entrevista con un narcotraficante? ¿Difundir una narcomanta significa seguirle el juego a los delincuentes? ¿Podemos permitirnos mostrar nombres e imágenes de víctimas inocentes por el supuesto “derecho” del público a saberlo todo?
Algunos han resuelto el dilema rápidamente bajo el argumento de que la velocidad del periodismo implica confiar en el “olfato” de cada quien. Otros prefieren sopesar con detenimiento los pros y los contras antes de entregarse a la tentación de ser el primero en dar a conocer un hecho. Lo cierto es que los medios de comunicación en México no tienen aún claro cual es el papel que deberían desempeñar, en conjunto, ante una sociedad seriamente amenazada por los criminales.
Qué hacer, por ejemplo, cuando existen ciudades enteras donde hoy no se informa sobre homicidios relacionados con el crimen organizado porque los periodistas ahí están amenazados de muerte. Cada medio de su lado, la mayoría en solitario, está buscando una ruta en este entuerto, algunas veces experimentando consecuencias lamentables como el secuestro de reporteros, intimidaciones e incluso asesinatos.
Este aislamiento es una de las principales razones por las que los criminales florecen en regiones enteras del país. Porque pueden imponer el silencio en Tampico, Ciudad Juárez o Cuernavaca sin que los periodistas de otras zonas del país hagan algo eficaz por retirar la mordaza colocada sobre sus colegas, los periodistas locales. La falta de fraternidad deriva en desconfianza y la desconfianza en desprotección, no sólo de los medios sino de la sociedad entera.
Es cierto que las autoridades no han hecho lo suficiente para perseguir a los asesinos de periodistas, menos han actuado para protegerlos. Esta es justo la razón por la que los profesionales de la comunicación tendríamos que protegernos, doblemente, a nosotros mismos, no con guardias ni con pistolas, sino con lo que los criminales más temen de nosotros: la unión en su contra.
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