sábado, 27 de junio de 2020

La democracia que nunca llegó


E
n Internet circulan una serie de exámenes escolares en que niños de primaria dan las respuestas más inesperadas. Una de ellas dice así: ¿Qué es la democracia? Respuesta: Sólo Dios lo sabe. Y cierto, visto en detalle, el concepto de democracia parece acercarse cada día más a esa fatalidad anunciada por Kant sobre los límites del conocimiento: mientras más creemos que estamos cerca de captar un fenómeno, la cosa en sí que lo constituye se aleja con mayor velocidad de nosotros. Si Putín en Rusia, Trump en Estados Unidos y Lenin Moreno en Ecuador definen su manera de hacer política como democrática, la idea actual de la democracia y de los discursos que se adoptan en su nombre resultan, al menos, conspicuos.
La ya larga historia del concepto contiene estos mismos avatares. Cuando Locke introdujo la idea de que el Parlamento podía servir como un poder de contención del soberano absoluto del siglo XVII, se cuidó de precisar que este tipo de gobierno representativo, basado en el parlamentarismo, no tenía nada en común con la idea de Aristóteles sobre la democracia (léase: el gobierno del pueblo). Government by discussion –entre las élites de nobles y propietarios. Finalmente, la grandeza de un pensador, como Locke reside en la destreza para nombrar con exactitud los rasgos de un fenómeno.
Rousseau y, en cierta manera Kant, vieron en esta idea una solución despótica al problema de la representación y el equilibrio de poderes en el Estado absolutista. La noción misma de un rey absoluto debería ser abatida a cambio de un cargo en eleccción permanente por la mayoría de los ciudadanos. Tomaría un siglo y medio para definir el carácter de esta mayoría. En el siglo XIX, el universo de electores y elegibles se circunscribiría a aquellos que gozaban de propiedad y reconocimiento social, es decir, no más de 3 por ciento de la población. Fueron las revoluciones sociales de 1848 las que introdujeron el ideal del sufragio universal, que sólo cobraría cuerpo en la segunda mitad del siglo XX, cuando las mujeres obtuvieron sus derechos electorales. Díficil definir el arreglo del siglo XIX como una democracia en términos modernos. Tan es así que un régimen autoritario como el de Porfirio Díaz contaba con un gobierno representativo. Tal vez habría que hablar, más bien, de un parlamentarismo oligárquico.
Sería el siglo XX y sus grandes agentes sociales los que traerían consigo la noción de una democracia societal. Es decir, un régimen basado en el sugragio universal que debía responder a las demandas de justicia e igualdad de la mayoría de la población.
En México, el proceso de democratización se inició no en los laberintos del antiguo sistema político, ni en las ideas de los intelectuales, sino en las calles de muchas ciudades del país en 1968. El Partido Revolucionario Institucional lo hizo suyo en seis grandes reformas, entre 1977 y 2014, hasta deformarlo y volverlo irreconocible. Un sistema parlamentario dedicado –desde 1990– a erradicar todas las conquistas sociales que las luchas de la sociedad le impusieron en el siglo XX al sistema de partido hegemónico. Digamos, un parlamentarismo no liberal, sino neoliberal. Y no sólo eso: un nuevo sistema político –con una historia de al menos tres décadas– que acabaría por encontrar su forma de legitimidad en la criminalización de las formas políticas básicas. Imposible hoy en día exhimir a cualquier concepto de democracia de sus saldos sociales y de garantías mínimas de la vida.
En la actualidad, los artífices de este enardecido Leviathan llaman democracia –o ya en su versión risible, República democrática– a este compulsivo sistema de representación política. A lo máximo, un parlamentarismo neocorporativo –las corporaciones actuales son los partidos–, diseñado para garantizar que la sociedad de mercado marche sin sobresaltos.
La Comisión Federal Electoral, primero, el Instituto Federal Electoral –¡cuyo primer presidente fue Fernando Gutiérrez Barrios!– después, y el Instituto Nacional Electoral, por último, constituyeron una de las piezas centrales para contener, limitar y regular las aspiraciones democráticas de una historia inscrita en una multitud de luchas ciudadanas por instaurar un auténtico gobierno representativo. Dos fraudes mayúsculos en las elecciones presidenciales de 2006 y 2012 lo atestiguan. Un sistema dedicado a grantizar la estabilidad política por medio de abrir cauces al enriquecimiento y la ostentación de sus representantes. No hay vida republicana que soporte a miles y miles de parlamentarios y funcionarios que llegaban a ganar entre 20 mil y 30 mil dólares al mes, durante años y años, y que volvían absurda la idea de la política como un acto de preocupación por el destino de los demás.
La elección de 2018 trajo consigo un resultado inesperado. El triunfo lo obtuvo un partido mayoritario en ambas cámaras del Congreso, y que ahora se prepara para ser mayoritario en las próximas elecciones locales y las nacionales de 2021. Hasta la fecha, Morena no ha dado una sola señal que anuncie el propósito de retomar el programa de la democratización. Por el contario, las instituciones heredadas por el régimen de Peña Nieto parecen sentarle bien. Y peor aún: si una mayoría absoluta no es consciente de las inercias que traen consigo mentalidades clientelares y corporativas como las que distinguen a una buena parte de la sociedad, a la democracia mexicana no le esperan buenas noticias.

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