Nadie puede salir a las calles sin el permiso de
los “palabreros”. Filme “El espejo roto”, de Marcela Zamora, documenta esa
vida.
Blanche Petrich, enviada
Publicado: 10/06/2013 08:57
Publicado: 10/06/2013 08:57
San Salvador. Si la infancia es el espejo en el que
una sociedad mira su futuro, como dicen, entonces la sociedad salvadoreña se
mira en un espejo roto. Ese es el punto de partida de la documentalista Marcela
Zamora para acompañar a una docena de niños del barrio de Soyapango en que
viven, juegan, iluminan con lápices de colores en sus cuadernos, hacen tareas,
brincan y crecen en un mundo controlado por la ley de las pandillas del
Barrio 18.
Por eso, su más reciente documental se llama El espejo
roto, y por eso cuando la pantalla se apaga, ochenta y tantos minutos
después, el público puede sentir en la piel las astillas de ese espejo.
Es el segundo largometraje de Marcela; un documental
claustrofóbico porque aunque sus protagonistas son los niños –Wendy y Brayan,
principalmente, un par dinámico de primos de nueve años– ni los chicos ni los
cineastas tienen permiso de salir a la calle, de caminar por las calles del
barrio, de mirar el sol, los árboles, la lluvia, los perros callejeros que
abundan, mucho menos de relacionarse espontáneamente con sus habitantes. Sólo
interiores, el patio de la escuela y la penumbra de las viviendas paupérrimas,
de lámina y sin ventanas, piso de tierra, donde se hacinan en un solo cuarto los
hermanos, los tíos, las abuelas, la televisión, la estufa, los trastes, los
montones de ropa y sus mochilas escolares.
No hay permiso de filmar las casas y tienditas atrincheradas
detrás de sus barrotes, el mercado y las pupuserías (comederos
populares) donde se paga renta a las pandillas, los buses que sólo pasan por la
periferia, nunca por las rutas interiores, porque para moverse por este pequeño
municipio pegado a San Salvador hay que pedir permiso al palabrero de la
clica. Y éste, a su vez, pide permiso al palabrero mayor de la pandilla
Barrio 18, que despacha con un teléfono celular desde alguna de las
saturadas cárceles del país.
Y ahí, el de la voz, el que da las órdenes inapelables desde su
celda dice que no, que el equipo de cineastas de la Sala Negra (la sección
audiovisual que documenta la violencia de la región para el diario digital
El Faro) puede entrar y salir de Soyapango cuantas veces quiera –claro,
antes de las cinco de la tarde sería mejor que ya estuvieran circulando lejos de
ahí, hacia el centro de la capital, por su seguridad, ya saben–, pero no pueden
sacar ni una sola imagen de los barrios que les pertenecen por completo, de sus
trasiegos, de los hommies, los muchachos del lugar, de los grafitis que
marcan el territorio y cuentan su historia. Y hay que acatar y trabajar bajo
esas reglas.
El último documental que se grabó en la zona fue La vida
loca, del periodista franco-español Christian Poveda, asesinado en
septiembre de 2009 por los mareros con quienes había trabado una relación de
confianza para poder realizar su película en la colonia La Campanera, cerca de
Soyapango.
Marcela Zamora y su equipo fueron amigos de Poveda. Conocen las
reglas.
El hilo narrativo del documental acompaña el trabajo de la
actriz Egly Larreynaga (que también fue una niña sola, hija de combatientes del
Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) que se crió lejos de sus
padres).
La historia transcurre durante los ensayos, que duran varios
meses, para una puesta en escena con un grupo de niños de entre cuatro y nueve
años. Son niños que hablan con naturalidad de su vida cotidiana. Una vio un día
un estudiante de secundaria muerto a tiros frente a su escuela. Otra recuerda
con vivos detalles el asesinato de su padre, por dónde entró la bala, como cayó
con medio cuerpo fuera de la acera, el entierro, las pesadillas que tuvo y sigue
teniendo. Es Wendy Cabrera López y se asegura que en esta libreta quede asentado
su nombre completo y bien escrito. Que conste.
“Niños duros que rara vez lloran”
Son niños que un día sí y otro también oyen balaceras, ven
pasar a otros niños drogados, escuchan a cada rato historias de chicas violadas.
Ven pasar con demasiada frecuencia los tétricos cortejos fúnebres, casi como una
rutina. Y conocen a muchos vecinos que hoy están presos. O enterrados. “Son
niños duros. Rara vez lloran. Y siempre saben cómo decir las cosas”, les
reconoce Marcela, para quien esta película pretende subrayar que “los chicos no
son un accesorio en la violenta realidad de estos barrios; no sólo son parte del
paisaje, sino víctimas”.
Marcela Zamora Chamorro es autora de otro documental de fuerte
impacto, María en tierra de nadie (2009), sobre la travesía de los
migrantes centroamericanos por la trampa mortal en la que se ha convertido
México. Con ella visitamos Soyapango, para entrevistar a los niños actores de su
película.
En casa de doña Isabel no hay tema tabú frente a los menores.
Sólo se usa un eufemismo; a los pandilleros les dicen “muchachos”. Las niñas de
la familia, hasta las más chiquitas, paran la oreja cuando el tema de la
conversación de los adultos alude a lo que les pasa a otras mujeres. Cuentan de
una vecina que hace pocos días estaba por parir de noche. Pero en Soyapango hay
un toque de queda virtual impuesto por los pandilleros, que están en “tregua”. Y
la vecina no podía salir a la calle a buscar un taxi que la llevara al hospital,
fuera del barrio, porque aquí hay cantinas y cíbers, pero no clínicas. Su
angustiada madre le suplicaba: “Aguántese con el niño adentro hasta el día”. La
muchacha no podía más y salió a la calle, caminando a duras penas. A las pocas
cuadras la interceptaron. Un joven tatuado –¿quien no?– le preguntó a dónde iba
y la quiso detener. “Voy a parir y si me quieres pegar un tiro, hazlo ya”. Y
siguió su desesperado camino.
Las niñas y los niños saben mucho, han visto mucho. El que no
es huérfano es hijo de algún migrante que se fue y se perdió. O bien, uno o los
dos padres están presos. Las madres, viudas o solteras, son mujeres que trabajan
–o más bien se matan trabajando– en las maquilas. Como María Isabel, la mamá de
Wendy, viuda y con dos niñas más. Mantiene a cinco personas con un salario de
200 dólares al mes, saliendo de su casa a las cinco de la mañana y regresando
casi a las nueve de la noche. Su abuela agotó sus fuerzas y su salud en una
fábrica de pegamento. Tiene destrozados los pulmones. Pasa en casa, enferma,
criando nietos. Su hermana Cecilia vive en la “casa vecina”, que en realidad es
la misma dividida con láminas, con sus hijos y su marido, pandillero también,
como casi todos los adultos y los jóvenes de por acá. Le pega. Y a duras penas
controla a Brayan, que a veces escapa de la casa para ir a jugar videojuegos al
cíber. En casi cada cuadra hay uno, punto de reunión y vagancia.
Resguardar a los chicos para que no se sumen a las pandillas es el desafío mayor
en cada familia.
“¿Dónde quedó la paz?”
Aquí, para madres y abuelas es cuestión de vida o muerte criar
a los niños con la rienda corta. No deben nunca salir solos, ni siquiera a la
esquina. A la escuela van y vuelven acompañados y también a la clase de karate.
Wendy le da mucha importancia a esto último. “Aprendo a pegar por si alguien me
quiere pegar”. Como en muchas otras casas, la de Isabel tiene una reja hasta en
la acera. Es su mayor lujo. No se permite que los niños traspasen esa
frontera.
Durante los años de la guerra civil, Soyapango ya se distinguía
en las estadísticas: era el municipio más densamente poblado de América Latina.
Lo sigue siendo, con un cuarto de millón de habitantes en sus 28 kilómetros
cuadrados. Antes, recuerda la abuela, éramos más pobres pero más libres. Sus
hijas Cecilia e Isabel jugaban en la calle de tierra: escondelero,
arrancacebolla, juegos infantiles ya olvidados.
Durante la ofensiva guerrillera de 1989 Soyapango se apuntó
otro récord mundial: fue la primera zona urbana bombardeada por la fuerza aérea
por órdenes de su propio presidente, entonces Alfredo Cristiani, en América
Latina. “Bien me acuerdo –dice doña Isabel– todos nos fuimos de aquí. Pero mire
cómo son las cosas. Antes teníamos miedo. Ahora tenemos miedo. ¿Y la paz dónde
quedó?”.
Ahora Soyapango figura en una película que se estrena, una
noche fresca de mayo, en el Teatro Nacional de San Salvador, para conmemorar el
15 aniversario de El Faro, el periódico de la posguerra. Frente a la
pantalla, en el escenario del viejo teatro vuelan deslumbrados un par de
murciélagos. Los niños asisten a la escena azorados, felices de saberse, por
esta noche, las estrellas. La abuela no cabe de orgullo. Le pregunto, sin poder
contener la curiosidad.
–¿De qué trata la película?
–De los sufridos, pues.
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