Las manifestaciones sin liderazgo dejan perpleja a
la clase política. Pese a la aceptación de Rousseff, la ciudadanía repudia lo
“público”.
Eric Nepomuceno / Especial para La Jornada
Publicado: 19/06/2013 08:39
Publicado: 19/06/2013 08:39
Ayer, 50 mil personas se reunieron en Sao Paulo. Ha sido una
manifestación pacífica, hasta el momento en que los participantes se dividieron
en dos grupos. Uno ocupó la avenida Paulista, quizá la principal vía de la
ciudad, o al menos la más visible. Otro, bastante menor, se encaminó hacia la
sede de la municipalidad.
En la avenida Paulista, una especie de tarjeta postal de la
mayor ciudad sudamericana y capital financiera de América Latina, ningún
trastorno. En el viejo centro, donde está la alcaldía, caos total. Varias
tiendas fueron saqueadas, agencias bancarias destrozadas y un intento de invadir
el edificio público.
La falta de control del casi inexistente núcleo organizador
resulta en desmanes de todo tipo, con los consecuentes peligros que se presentan
cuando parte de una multitud se lanza a protestar sin conducción alguna.
La manifestación de este martes ha sido reflejo exacto de lo
ocurrido el día anterior, cuando 65 mil personas se reunieron en una protesta
pacífica que terminó, ya avanzada la noche, con un pequeño grupo intentando
invadir el Palacio de los Bandeirantes, sede del gobierno estatal. O de lo
ocurrido, el mismo lunes, en Río de Janeiro, cuando al final de una
manifestación de cien mil personas un pequeño grupo intentó entrar por la fuerza
al Congreso estatal y hubo feroces enfrentamientos con la policía.
Brasil vive, desde el pasado 6 de junio, días de tensión, de
convulsión, pero también de perplejidad. Partidos aliados al gobierno y toda la
oposición parecen atónitos. Un movimiento efectivamente espontáneo, surgido de
pequeños grupos de estudiantes de clase media con el apoyo de partidos políticos
de representación ínfima, desató, a partir de Sao Paulo, una ola de protestas
que colmaron las calles de decenas de ciudades y lograron, el pasado lunes,
reunir al menos 250 mil brasileños protestando contra todo y contra todos a lo
largo y ancho del país.
Ayer fueron al menos otras 100 mil personas en casi 40 ciudades
y nuevos actos fueron convocados para hoy y para mañana. En pleno desarrollo del
torneo de futbol Copa Confederaciones, los estadios se transformaron en blanco
predilecto de los manifestantes y en el principal centro de preocupación de las
autoridades.
Hay gente movilizada para manifestarse hoy en Fortaleza,
capital de Ceará –punto preferencial de turismo en el nordeste brasileño–,
cuando se enfrentan Brasil y México. La FIFA, con la arrogancia gangsteril que
le es habitual, exige medidas máximas de seguridad. El riesgo de confrontaciones
violentas entre manifestantes y fuerzas se seguridad es alto.
Desde 1992, cuando centenares de miles de jóvenes se lanzaron a
las calles para exigir la salida del entonces presidente Fernando Collor de
Mello, no se veía nada igual en Brasil. Y antes, sólo las movilizaciones para
reivindicar el derecho de votar para presidente, en 1984, habían reunido
multitudes.
Sin embargo, en aquellas ocasiones fueron poquísimos los casos
de enfrentamientos violentos entre manifestantes y fuerzas de seguridad.
Hay, además, diferencias fundamentales entre lo que ocurre
ahora y las movilizaciones anteriores. En 1984, millones de brasileños fueron a
las calles para exigir elecciones democráticas. En 1992, se exigía que el
Congreso suspendiera el mandato de un presidente comprobadamente corrupto. En
ambas ocasiones, partidos políticos, líderes y dirigentes, además de movimientos
sociales, se unieron para perseguir un propósito común. Había consignas claras y
los actos masivos fueron organizados.
O sea, han sido movimientos orgánicos, con fuerte adhesión
popular, y había, vale reiterar, un objetivo común específico.
Ahora no. Todo empezó con pequeñas movilizaciones que no
lograron reunir más de 3 mil personas que protestaban contra un aumento de 20
centavos de real –menos de 10 centavos de dólar– en el transporte público de Sao
Paulo. Todo indicaba que sería algo local, restringido, sin mayores
consecuencias.
Había, es verdad, una buena dosis de razón en el reclamo. Un
estudio de la prestigiosa Fundación Getulio Vargas muestra que el pasaje de
autobús en Sao Paulo y Río de Janeiro es, proporcionalmente, de los más caros
del mundo.
Considerando el salario por hora y el precio del transporte, un
trabajador de Sao Paulo pasa 14 minutos de su jornada laboral para pagar un
billete. Como en general el transporte es pésimo y un viaje exige más de un
billete –utilizar dos líneas es lo más común–, se puede decir que, entre ir y
venir, un trabajador paulista necesita una hora de su salario diario para pagar
el pasaje. Un trabajador de Buenos Aires consume sólo dos minutos de su jornada
laboral para pagar el transporte; en México, cuatro, y en Londres, 11. Ocurre
que, al principio de las movilizaciones, nadie sabía de eso. La cosa era
protestar contra el aumento en el precio de un servicio público pésimo.
Aun así, la primera convocatoria atrajo a poca gente,
considerando la población de la ciudad, de 12 millones de habitantes. Parecía un
movimiento condenado al fracaso.
Sin embargo, en poco más de 10 días el escenario se transformó.
A cada convocatoria se sumaban más manifestantes –en su inmensa mayoría
estudiantes de clase media, para los cuales el precio de un billete de autobús
poco importa– hasta que, el jueves 13, se formó una multitud considerable que
reivindicaba mucho más que los 20 centavos de aumento en el precio del
transporte en autobús.
Surgieron reclamos contra la calidad del servicio, el costo de
la vida, la corrupción, la salud y la educación, y así la cuestión se alargó
hacia el infinito.
La ola de protestas empezó a expandirse por todo el país, sin
liderazgo alguno, sin la participación de los partidos políticos, sin que ningún
movimiento social se propusiera conducir las manifestaciones.
Ahora, pasadas casi dos semanas, siguen siendo manifestaciones
populares sin que se vislumbre alguna conducción orgánica, pero con una
diferencia esencial: han crecido de manera formidable.
Hoy nadie se anima, de manera fría, a trazar alguna proyección
acerca de dónde van a parar estas manifestaciones.
La represión llevada a cabo por la Policía Militar de Sao
Paulo, el jueves 13 de junio primero, y de otras ciudades después, produjo una
adhesión masiva a los manifestantes. Hubo, es verdad, actos de vandalismo de una
minoría. Pero la salvaje actuación policiaca en Sao Paulo, especialmente el
crucial jueves de la semana pasada, desató la reacción popular.
Quedó claro que nadie, ni convocantes ni autoridades, esperaba
semejante oleada.
Un ejemplo claro de esa sorpresa es que el pasado lunes, la
Policía Militar de Río de Janeiro previó que la manifestación anunciada no
reuniría más de 3 mil personas y dispuso un esquema de seguridad para esa
cantidad. Fueron enviados a las calles aproximadamente 250 elementos.
La protesta reunió a cien mil personas. Y el grupo de vándalos
(eran como mil individuoss) que decidió invadir el parlamento estatal acosó a
los poco más de 50 policías que custodiaban el local.
Fueron necesarias cuatro horas, durante las que se lanzaron
piedras y cocteles molotov del lado de los manifestantes y gas lacrimógeno y
balas de goma por la policía, para que la situación fuese controlada, dejando un
rastro de destrucción.
La falta de adiestramiento de las fuerzas de seguridad
responde, como espejo nítido, a la absoluta falta de preparación de los
políticos encargados tanto de las alcaldías como de los gobiernos estatales, que
se extiende de forma natural hasta el gobierno nacional. Todos fueron atrapados
por sorpresa. Todos reaccionaron con perplejidad, sin dar muestras de haberse
enterado de la magnitud de la ola de protestas que se conformaba.
El gobernador de Sao Paulo –el principal y más rico estado
brasileño–, Geraldo Alckmin, del mismo Partido de la Social Democracia
Brasileña, del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, se apresuró, en un
primer momento, a respaldar la salvaje acción de la Policía Militar.
Hombre de firmes convicciones conservadoras, allegado al Opus
Dei, aseguró que las fuerzas del orden no hicieron otra cosa que responder a las
agresiones. Olvidó el gobernador que existen, hoy, recursos que no había antaño,
cuando la dictadura imperaba en Brasil y la policía y las fuerzas armadas
actuaban a su libre albedrío.
Las imágenes grabadas con teléfonos celulares y aparatos
similares mostraron la especial saña con que la policía disparaba balas de goma
y chorros de spray de pimienta a cualquier ser que estuviese a su
alcance. Los periodistas fueron agredidos con especial encono, lo que movilizó a
los grandes medios.
Quedó claro, para el país, la reacción desmedida de la policía
y la fragilidad de la inmensa mayoría de los manifestantes. Con eso, la
siguiente convocatoria se propagó como fuego en pasto seco.
La respuesta en las calles vino el lunes, y lo hizo a escala
nacional. En por lo menos 23 ciudades importantes hubo manifestaciones
masivas.
La reacción del gobernador de Sao Paulo fue sacar de las calles
las tropas de elite de la Policía Militar estatal y dejar sólo la guardia
municipal, que no porta armas, para que fuera blanco de los grupos marginales y
agresivos de la manifestación.
Su jugada tenía un claro propósito: mostrar que se reprime con
violencia o se instaura el caos. Con tal de oponerse al Partido de los
Trabajadores, de la presidenta Dilma Rousseff y del alcalde de Sao Paulo,
Fernando Haddad, el gobernador acepta cualquier riesgo.’
Y los ciudadanos que ocupan las calles también protestan contra
esa acción y esa postura política. Una cosa es la seguridad, incluso para
manifestarse, y otra la salvaje actuación de una policía militarizada surgida
durante la dictadura (1964-1985) y que aún desconoce lo que significa
democracia.
A estas alturas, son muchas las preguntas que flotan en el
aire, de la misma forma que son varias las conclusiones a las que se puede
llegar. Para empezar, ¿cómo es posible que un movimiento sin ninguna dirección
clara y concreta se expanda tanto en tan poco tiempo? ¿Cómo pueden convivir
índices elevados de satisfacción y aprobación del gobierno con semejante
demostración de insatisfacción? ¿Cómo es posible que nadie, en el gobierno y
menos en la oposición, haya detectado esa ira latente?
En los años recientes la inflación se mantuvo bajo control; el
poder adquisitivo del salario medio creció, en términos reales, y el desempleo
sigue en niveles mínimos. Alrededor de 50 millones de brasileños dejaron la zona
de pobreza e ingresaron en la llamada nueva clase media. ¿De dónde viene tanta
protesta?
Esas son las grandes preguntas que los políticos, tanto en el
gobierno como en la oposición, todavía no saben contestar. Ahora quedó muy claro
que no se aguanta más la pésima calidad de la educación pública, la caótica y
perversa situación del sistema de salud, el infernal sacrificio humano que
significa, para los trabajadores de los grandes centros urbanos, enfrentar la
cotidiana tortura del transporte público.
O sea: todo lo que conlleva la palabra o el concepto de
“público” está siendo cuestionado de manera contundente.
Queda claro, además, que el sistema político, tal como está, ya
no representa, efectivamente, a gruesos contingentes de la población. Las
alianzas políticas esdrújulas, diseñadas para asegurar la supuesta
gobernabilidad, no aseguran otra cosa que intereses mezquinos de dirigencias
partidarias que sólo tienen en común el acto de respirar. Las señales de alerta
máxima se disparan, y los políticos, sorprendidos, están atónitos.
Las decenas de miles de manifestantes que copan las calles de
las ciudades ahora exigen mejorar el sistema de salud y el de educación;
transporte eficiente y combate a la corrupción; frenar la inflación y también
los gastos desmesurados para organizar actos deportivos, como el Mundial de
Futbol o los Juegos Olímpicos.
Hay una brecha, se sabe ahora, entre el paraíso de los números
y el infierno del cotidiano que viven millones de brasileños.
Es muy revelador el resultado de una encuesta realizada en Sao
Paulo, principal polo financiero de América Latina, durante los primeros días de
las grandes protestas. Con todo su provincianismo metropolitano (valga la
contradicción) mal disfrazado, con su racismo latente y su sólido perjuicio
social, con todo su orgullo de clase media acostumbrada a despreciar a los que
no se les parecen, 55 por ciento de los paulistas han apoyado las
movilizaciones.
Algo raro –y peligroso– pero muy estimulante ocurre en Brasil.
El gran peligro está en que no exista una conducción clara y organizada del
movimiento. Con eso, y aunque quisiesen, las autoridades, los poderes
constituidos, no tienen con quién dialogar o negociar en términos efectivos y
conclusivos.
Y más aún: al no existir tal conducción, la violencia de las
minorías desorganizadas, por no mencionar a los eternos infiltrados, escapa
fácilmente de control, como ocurrió en forma reiterada esos días.
Entre muchos puntos oscuros, saltan algunos a la vista: la
contradicción entre los niveles de aprobación del gobierno y de la propia
presidenta Dilma Rousseff, y la dureza de las vagas y desorganizadas exigencias
de los manifestantes. Nadie sabe de cierto qué reivindicar, además de los 10
centavos de dólar de aumento promedio en la tarifa de los autobuses urbanos. A
propósito: ayer cuatro capitales decidieron cancelar el aumento en las tarifas y
volver a las anterioress, y el alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad, al fin
reconoció que es posible estudiar una reducción.
Pero en este momento lo que menos importa son los 20 centavos.
Ahora la cosa es otra, y mucho más grande.
Otra rareza: por primera vez en Brasil el uso de las redes
sociales demuestra su eficacia. Utilizando un habitual refrán del ex presidente
Lula da Silva, se puede asegurar que “nunca antes en este país” las redes fueron
tan capaces de movilizar a la gente.
Hay perplejidad, dirigentes atónitos y tensión. Con razón ayer
la presidenta Dilma Rousseff aprovechó una ceremonia rutinaria para decir que su
gobierno está atento a “las voces de las calles”.
Esperamos que haya tiempo para escuchar bien lo que dicen esas
voces y empezar a cambiar las cosas, por más que en los 10 años recientes las
cosas hayan cambiado mucho. Falta mucho más de lo que creían los que gobiernan,
en todos los niveles de este país.
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