Creador escénico y plástico, Héctor Bourges estudió ciencias políticas en la Universidad Iberoamericana. Posteriormente realizó estudios en el Centro de Capacitación Cinematográfica y un posgrado de cine documental en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha dirigido, entre otras, la obra Salomé o del pretérito imperfecto (basada libremente en el texto de Oscar Wilde). Fundador del grupo Teatro Ojo, su trabajo con frecuencia replantea ideas de espacio y representación.
¿Dónde estudiaste teatro?
En realidad, nunca estudié, digamos, formalmente. En la primaria estuve en un taller con Willebaldo López, quien por cierto trabajaba con los niños de una manera increíble. Y luego tomé clases en CADAC [Centro de Arte Dramático]. Pero hasta ahí.
¿Por qué crees que CADAC no tiene mayor incidencia en la vida teatral de la ciudad?
Ciertamente lo que hacen tiene muy poca visibilidad. Sin embargo, me parece que es un lugar que trabaja en otro sentido. Creo que han hecho cosas muy interesantes con gente que no terminó dedicándose profesionalmente a la escena. Yo lamento que en México el teatro no forme parte de un programa escolar serio. Es muy importante en el desarrollo de una persona. Y eso es algo que Héctor Azar tenía muy claro.
¿Por qué sí estudiaste cine?
Nunca me pensé como cineasta, pero me interesó el documental porque creo que ahí están ocurriendo cosas muy interesantes. Pienso que se ha vuelto un reducto que admite todo lo que no entra en la noción convencional de lo que es el cine: es decir, lo contrario a una película que dura dos horas, con actores de cierto tipo, un guión, un director, un espectador que compra un boleto y va a una sala. El documental tiene vías muy distintas.
Incluso en términos de recursos narrativos, que uno pensaría le pertenecen más a la ficción. Los documentales son más audaces. Tal vez nuestras ideas de lo que son los géneros necesiten una revisión.
Definitivamente. Y lo mismo ocurre en un sentido más general con todas las artes. A mí no me gusta el término interdisciplina, o transdisciplina, porque creo que la obra de ciertos artistas es más que la combinación de un par de cosas, pero es un hecho que la producción actual es muy viscosa, muy difícil de definir.
En las artes escénicas, las clasificaciones tradicionales son cada vez menos útiles.
Aunque todavía hay muchos jaloneos, los viejos paradigmas están desbordados desde hace décadas. La idea de un espectador que contempla la obra también ha sido desplazada. Vamos, incluso la arquitectura teatral misma está en una crisis muy severa.
Es cierto. Hoy la construcción de teatros generalmente obedece a necesidades políticas. Rara vez responde a una inquietud artística. Los nuevos teatros frecuentemente obstruyen búsquedas contemporáneas por lo que muchos artistas se han salido de las salas para generar otro tipo de relaciones con el espectador. Tú lo hiciste en S.R.E. Visitas guiadas. ¿Cómo se dio ese proyecto?
Fue la suma de varios hechos afortunados. El gobierno federal le cedió a la unam el viejo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco para hacer un centro cultural. Antes de que se remodelara, el director del proyecto, Sergio Raúl Arroyo, me invitó a hacer un recorrido para conocer el lugar y ahí surgió la idea de que se podía hacer algo. El encuentro con el edificio fue alucinante. Todavía había una gran cantidad de documentos y de mobiliario abandonados. Era una especie de gigantesco archivo fantasmal del priismo. Pasé días enteros, después de esa visita, pensando en hacer algo. No sé cómo, pero el edificio me había devuelto una imagen de mi infancia. Y no sólo porque de niño había ido a sacar pasaportes. Su totalidad generaba una enorme nostalgia, lo cual no deja de preocuparme. Me sorprende que sigamos viendo el priismo con tanta nostalgia. Tal vez sea consecuencia de la nada que le ha seguido.
¿Cómo organizaste el espectáculo?
Como una visita. Hacíamos un recorrido con los espectadores que, en algunos momentos, iba acompañado de una serie de acciones o sucesos teatrales. De hecho, yo nunca lo vi como espectáculo. No me interesaba hacer algo grandilocuente ni espectacular. Para eso estaba el edificio. Yo lo que quería era estimular una conversación entre el visitante y el lugar. No quería usar el edificio como una escenografía sino hacer de su recorrido una experiencia que dialogara con las expectativas del visitante, con su memoria. Yo quise potenciar la colisión entre el instante y la arquitectura. Muchas inquietudes de mi trabajo posterior tienen que ver con ese proceso.
Sin embargo, quisiera regresar a Salomé, una puesta muy anterior, donde ya había un cuestionamiento sobre el espacio escénico.
En esas fechas yo trabajaba con Juan José Gurrola en el Teatro Carlos Lazo de la UNAM. Salomé empezó como una intervención teatral de una estructura arquitectónica. Los espectadores se sentaban al fondo del escenario y veían una parte de la obra, que ocurría detrás de ellos, a través un espejo ligeramente inclinado que tenían enfrente. Este espejo, sin embargo, también podía, dependiendo de la luz, ser translúcido. O sea que otra parte de la acción ocurría frente al espectador. No obstante, en el primer plano, el público siempre se veía a sí mismo. Yo partía de que Salomé era un tratado sobre la mirada.
¿Usabas el texto de Oscar Wilde?
Sí, pero conforme avanzó el proceso fui multiplicando las Salomés, de modo que llegó a representarse toda la historia al mismo tiempo. Después de que estrenamos, leí un texto en Scientific American de un físico que explicaba el tiempo como un paisaje donde no hay ni pasado ni futuro, sólo un continuo presente en el que tú te vas moviendo. Su diagrama del tiempo era un rectángulo. Inspirado en esa idea, decidí hacer el principio, el final y todo al mismo tiempo de modo que el público podía ver toda la historia a través de los reflejos que también se fueron complicando, ya que después agregué una segunda barrera de espejos que multiplicaba todos los reflejos al infinito.
¿O sea que tú sigues retrabajando las obras después de su estreno?
Absolutamente. Para mí el proceso siempre está abierto. Durante la temporada de Salomé, por ejemplo, hubo otro artículo que se publicó en la revista Time, donde se hablaba de unos arqueólogos que habían excavando por años en el desierto y creían haber descubierto la tumba y la osamenta de Juan Bautista. Ellos sostenían que el esqueleto tenía cabeza. Con lo cual, toda la historia de Salomé se vuelve una payasada. A mí eso me encantó. Y decidí incluirlo al principio de la obra.
¿En qué estás trabajando ahora?
Acabo de terminar la primera parte de un proyecto en el muac que se llama Estado fallido y está inspirado en el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. Forma parte de lo que voy a hacer con Teatro Ojo a final de año en Tlatelolco. Ahora vamos a trabajar en el pasaje que hay entre las ruinas y el edificio, que es vía pública. Vamos a construir un espacio de derivas en la ciudad de México. Será una desarticulación entre espacios urbanos, y el transeúnte será quien teja estas relaciones. Es un proyecto en proceso que luego deberá tener una siguiente etapa, que será trabajar en ruinas habitadas en la ciudad de México con los habitantes de las ruinas.
De alguna forma, tu actor es tu espectador.
Y la ciudad como el gran despliegue escénico. ~
¿Dónde estudiaste teatro?
En realidad, nunca estudié, digamos, formalmente. En la primaria estuve en un taller con Willebaldo López, quien por cierto trabajaba con los niños de una manera increíble. Y luego tomé clases en CADAC [Centro de Arte Dramático]. Pero hasta ahí.
¿Por qué crees que CADAC no tiene mayor incidencia en la vida teatral de la ciudad?
Ciertamente lo que hacen tiene muy poca visibilidad. Sin embargo, me parece que es un lugar que trabaja en otro sentido. Creo que han hecho cosas muy interesantes con gente que no terminó dedicándose profesionalmente a la escena. Yo lamento que en México el teatro no forme parte de un programa escolar serio. Es muy importante en el desarrollo de una persona. Y eso es algo que Héctor Azar tenía muy claro.
¿Por qué sí estudiaste cine?
Nunca me pensé como cineasta, pero me interesó el documental porque creo que ahí están ocurriendo cosas muy interesantes. Pienso que se ha vuelto un reducto que admite todo lo que no entra en la noción convencional de lo que es el cine: es decir, lo contrario a una película que dura dos horas, con actores de cierto tipo, un guión, un director, un espectador que compra un boleto y va a una sala. El documental tiene vías muy distintas.
Incluso en términos de recursos narrativos, que uno pensaría le pertenecen más a la ficción. Los documentales son más audaces. Tal vez nuestras ideas de lo que son los géneros necesiten una revisión.
Definitivamente. Y lo mismo ocurre en un sentido más general con todas las artes. A mí no me gusta el término interdisciplina, o transdisciplina, porque creo que la obra de ciertos artistas es más que la combinación de un par de cosas, pero es un hecho que la producción actual es muy viscosa, muy difícil de definir.
En las artes escénicas, las clasificaciones tradicionales son cada vez menos útiles.
Aunque todavía hay muchos jaloneos, los viejos paradigmas están desbordados desde hace décadas. La idea de un espectador que contempla la obra también ha sido desplazada. Vamos, incluso la arquitectura teatral misma está en una crisis muy severa.
Es cierto. Hoy la construcción de teatros generalmente obedece a necesidades políticas. Rara vez responde a una inquietud artística. Los nuevos teatros frecuentemente obstruyen búsquedas contemporáneas por lo que muchos artistas se han salido de las salas para generar otro tipo de relaciones con el espectador. Tú lo hiciste en S.R.E. Visitas guiadas. ¿Cómo se dio ese proyecto?
Fue la suma de varios hechos afortunados. El gobierno federal le cedió a la unam el viejo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco para hacer un centro cultural. Antes de que se remodelara, el director del proyecto, Sergio Raúl Arroyo, me invitó a hacer un recorrido para conocer el lugar y ahí surgió la idea de que se podía hacer algo. El encuentro con el edificio fue alucinante. Todavía había una gran cantidad de documentos y de mobiliario abandonados. Era una especie de gigantesco archivo fantasmal del priismo. Pasé días enteros, después de esa visita, pensando en hacer algo. No sé cómo, pero el edificio me había devuelto una imagen de mi infancia. Y no sólo porque de niño había ido a sacar pasaportes. Su totalidad generaba una enorme nostalgia, lo cual no deja de preocuparme. Me sorprende que sigamos viendo el priismo con tanta nostalgia. Tal vez sea consecuencia de la nada que le ha seguido.
¿Cómo organizaste el espectáculo?
Como una visita. Hacíamos un recorrido con los espectadores que, en algunos momentos, iba acompañado de una serie de acciones o sucesos teatrales. De hecho, yo nunca lo vi como espectáculo. No me interesaba hacer algo grandilocuente ni espectacular. Para eso estaba el edificio. Yo lo que quería era estimular una conversación entre el visitante y el lugar. No quería usar el edificio como una escenografía sino hacer de su recorrido una experiencia que dialogara con las expectativas del visitante, con su memoria. Yo quise potenciar la colisión entre el instante y la arquitectura. Muchas inquietudes de mi trabajo posterior tienen que ver con ese proceso.
Sin embargo, quisiera regresar a Salomé, una puesta muy anterior, donde ya había un cuestionamiento sobre el espacio escénico.
En esas fechas yo trabajaba con Juan José Gurrola en el Teatro Carlos Lazo de la UNAM. Salomé empezó como una intervención teatral de una estructura arquitectónica. Los espectadores se sentaban al fondo del escenario y veían una parte de la obra, que ocurría detrás de ellos, a través un espejo ligeramente inclinado que tenían enfrente. Este espejo, sin embargo, también podía, dependiendo de la luz, ser translúcido. O sea que otra parte de la acción ocurría frente al espectador. No obstante, en el primer plano, el público siempre se veía a sí mismo. Yo partía de que Salomé era un tratado sobre la mirada.
¿Usabas el texto de Oscar Wilde?
Sí, pero conforme avanzó el proceso fui multiplicando las Salomés, de modo que llegó a representarse toda la historia al mismo tiempo. Después de que estrenamos, leí un texto en Scientific American de un físico que explicaba el tiempo como un paisaje donde no hay ni pasado ni futuro, sólo un continuo presente en el que tú te vas moviendo. Su diagrama del tiempo era un rectángulo. Inspirado en esa idea, decidí hacer el principio, el final y todo al mismo tiempo de modo que el público podía ver toda la historia a través de los reflejos que también se fueron complicando, ya que después agregué una segunda barrera de espejos que multiplicaba todos los reflejos al infinito.
¿O sea que tú sigues retrabajando las obras después de su estreno?
Absolutamente. Para mí el proceso siempre está abierto. Durante la temporada de Salomé, por ejemplo, hubo otro artículo que se publicó en la revista Time, donde se hablaba de unos arqueólogos que habían excavando por años en el desierto y creían haber descubierto la tumba y la osamenta de Juan Bautista. Ellos sostenían que el esqueleto tenía cabeza. Con lo cual, toda la historia de Salomé se vuelve una payasada. A mí eso me encantó. Y decidí incluirlo al principio de la obra.
¿En qué estás trabajando ahora?
Acabo de terminar la primera parte de un proyecto en el muac que se llama Estado fallido y está inspirado en el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. Forma parte de lo que voy a hacer con Teatro Ojo a final de año en Tlatelolco. Ahora vamos a trabajar en el pasaje que hay entre las ruinas y el edificio, que es vía pública. Vamos a construir un espacio de derivas en la ciudad de México. Será una desarticulación entre espacios urbanos, y el transeúnte será quien teja estas relaciones. Es un proyecto en proceso que luego deberá tener una siguiente etapa, que será trabajar en ruinas habitadas en la ciudad de México con los habitantes de las ruinas.
De alguna forma, tu actor es tu espectador.
Y la ciudad como el gran despliegue escénico. ~
No hay comentarios:
Publicar un comentario