Hermann Bellinghausen
L
a hora ocre en la maleza y la montaña. La de mayor variedad de verdes. Oro quemado a boca de acahual. Intenso el azul del cielo. Atrás, allá en la sierra, quedaron los pueblos tzeltales donde la Virgen María se ha estado apareciendo últimamente y con letreros rústicos y mantas invitan a que veamos. No que acá, en el confín norte de tzeltales y choleros, no suceden parecidos milagros para crédulos. Ha de ser porque el horizonte está grande. El sol reparte esplendores, parejo. Ya hubiéramos los humanos aprendido a ser tan igualitarios como este manto de sol que alcanza para todos. Viviríamos mejor. La tarde se pone tan bonita que hasta los topos se asoman, no serán ellos los que se pierdan el espectáculo. Una bandada de loros desarregla el halo de las copas de los árboles con sus nerviosas siluetas verdes y se pierde sobre la selva llevándose a gritos el último relajo del día. Lleva rato un saraguato modulando un lamento desgarrado. Otros monos, más lejanos, suenan desafiantes, o aburridos, sin la carga de drama del aullador desgarrado, que como todo lo demás se contiene en un mismo instante del atardecer. Ha de ser viernes.
Una pequeña laguna
de lluviase aorilla en una alfombra de lirios. Una garza afila la silueta en los destellos negro y plata del agua, chinita porque las cosquillas del aire. El Joltulijá es limpio, de puro vidrio transparente. En sus caídas el agua aprende a bajar las escaleras astillada en mil fragmentos de vidrio molido que enseguida regresan al vaso de puro azul esmeralda que da causa y curso al río que la contiene, que en esta curva de la brecha se aleja o acerca, según veas.
El camino conduce a un puente maltrecho de concreto sobre el río. Laderas al fondo, pequeñas, nada del otro mundo. Sobre el puente se aproxima un hombre. Delgado, bajo, con un sombrero de lona que debió ser azul. Cuando llega hasta donde miro alrededor para orientarme, identifico la insignia de Ferrari, el caballo rampante, en su chamarra hecha en China. Pienso que él podrá indicarme cómo localizo el sitio que busco. Duda en detenerse, pero lo hace, no le corre prisa, creo interpretar en su lenguaje corporal. Pronuncio el nombre de mi referencia, el de mi referente y el nombre que se me dio del lugar. Su mirada es sonriente, me temo que más por burla que alegría. Después de escuchar, ya todo su gesto es burla, no exenta de ternura. Algo de infantil, de payaso, lo hace diferente de los demás campesinos. Alza los hombros como zopilote encorvado, dando a entender
no sé, o
no me importa. Hace el ademán de apretar un hueso de mango entre los dedos. No habla. Ni siquiera despega los labios, los aplana, los frunce, los vuelve a sonreír, como provocando. Me percato de que es mudo. El mudito que nunca falta en los pueblos. Un pequeño ser iluminado, falso tonto. De pronto enarca los brazos y ondula el tronco, como si bailara con aros, echa la panza para adelante y se menea como oso, las comisuras hacia abajo, afectando gravedad de oso gordo. Se yergue, inmóvil como soldado. Desdibuja su sonrisa de la boca, no de los ojos, y pasa su palma derecha frente a mi cara dos, tres veces. Finalmente, otra vez payaso, voltea arriba sus manos abiertas para indicar
quién sabey reanuda su camino con paso vagamente chaplinesco.
El atardecer es el mismo de hace rato, sólo un poco más denso. Al oro en la maleza se le agrega la pátina del tiempo transcurrido y comienza un olor a noche que ahí te encargo. En dirección a los bajos del poniente se extienden los valles nemorosos de nubes aborregadas, o como copas invertidas de los árboles en un claroscuro aún radiante. Una paleta de blancos a gris perlado ahí te encargo.
Canta un ave de nombre que ignoro. Decir que canta es suavizar amablemente su chirrido, sí, chocarrero. De plano hoy tocó que se me rieran. No es para menos, me reconozco ligeramente perdido. La carretera sé para dónde queda, no puede estar lejos.
Algo calla al ruidoso pájaro bruscamente, y silencia a las chicharras que todo este tiempo sonaban constantes, aturdidoras como el motor de los refrigeradores que recordamos hasta que de pronto paran y nos permiten oír el silencio. En la ribera una garza semi sucia, o eso le parece a mi visión manchada, emprende vuelo hacia el oscurecer. Las formas toman fuerza con esta luz, esculturas que fueran los troncos, torsos de héroes las rocas. Oportuno, con innegable sentido escénico, el saraguato desgarrado aprovecha el momento para soltar otra vez su aria aulladora que llena de rugido los aires y pone a temblar de susto a las hojas de los árboles.
Todavía no se va el globo naranja del sol y ya se anda trepando por las ramas una media Luna creciente que parece llevar prisa. Atravieso el puente maltrecho y a la vista de un segundo puente más abajo, de madera y en buen estado, me oriento y gracias a un chamaco abusado doy con el lugar que buscaba justo antes de que oscurezca. Mejor de una vez, ya estaba enfriando.