RAMÓN LOBO / Kabul 29/08/2009/El País
En la entrada principal del centro ortopédico de Kabul -uno de los seis del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Afganistán- se alinean decenas de pacientes en una bancada de hierro. Hace calor, pero prefieren permanecer al aire libre y no a la sombra en una sala de espera techada. Debe ser un miedo atávico a que nadie repare en ellos, a que les olviden. Unos son víctimas de la guerra; otros, de la ausencia de paz. En 21 años de funcionamiento el centro ha tratado a cerca de 90.000 pacientes con problemas de movilidad. Las minas antipersonas (más de 10 millones plantadas durante 30 años de conflictos), los proyectiles, las balas, los accidentes de tráfico y la polio, entre otras enfermedades, han creado un ejército de invisibles que no distingue sexos ni edades, pues en esto de la desgracia no hay tanta discriminación.
A veces, los enteros, las personas a las que no les falta nada visible en su físico, se sienten de otro mundo y no quieren saber una palabra de los mutilados. Sucede en Sierra Leona, Angola y Camboya, entre otros lugares: los amputados son la memoria constante de que lo ocurrido fue real y de que existen culpables individuales y colectivos, criminales a los que no alcanza la justicia.
El italiano Alberto Cairo, 55 años, director y alma máter del centro del CICR, llegó a Kabul en 1990, dos después de su apertura. "Había días que de 50 pacientes, sólo 20 entraban en la categoría de víctimas de guerra. La decisión fue abrirlo a todos. La ausencia de vacunas en un conflicto genera otro tipo de víctimas que también son también de guerra. No podíamos rechazarlos por no haber pisado una mina". Esa decisión, multiplicó el trabajo. Desde entonces cada año tratan a una media de 6.000 nuevos casos, mil de ellos heridos por las minas y las balas. De los 40 trabajadores iniciales se ha pasado a los 320, casi todos discapacitados. "Es la mejor terapia psicológica para los nuevos, ver que existe esperanza y que podrán llevar a una vida casi normal".
El centro del CIRC de Kabul fabrica en sus talleres piernas ortopédicas (lleva cerca de 180.000) y sillas de ruedas (11.000). Cada año recibe a 75.000 minusválidos entre antiguos y nuevos para nuevos tratamientos. "Son pacientes para toda la vida. Aquí tenemos trabajo para 40 años o más", dice Cairo. Son seis centros en todo el país con 700 empleados y ahora el CICR planea abrir uno el año que viene en Helmand, una de las provincias sureñas de mayor actividad insurgente donde se desarrollan frecuentes combates con las tropas internacionales. "Es donde debemos estar porque es donde están ahora las personas que nos necesitan. Los talibanes conocen nuestro trabajo y saben que somos neutrales y que socorremos a todas las víctimas".
Cairo nació en Cheva (norte de Italia) hace 55 años. Es alto, 185 centímetros, y extremadamente delgado. Estudió para abogado pero la vida lo arrastró hasta Kabul como fisioterapeuta. "Cuado llegué me pareció una ciudad espantosa. Dije: 'Aquí no podría vivir'. Llevo 19 años y no tengo intención de marcharme. Éste es mi sitio y ésta gente es mi familia". Se levanta a las 4.30 de la madrugada y trabaja hasta las seis de la tarde, a veces más. Apenas ve la televisión y no acude a las fiestas de los expatriados. Lee mucho; ahora está poseído por 2666 de Roberto Bolaño, y no echa de menos la vida que quedó atrás, ni a su Italia del alma. "Cuando dices que eres italiano, la gente responde: 'Berlusconi'. Es terrible. Creo que todos los italianos tenemos un Berlusconi dentro. Es la única explicación de que le voten tantos".
A Cairo le gustan las rondas por el centro ortopédico. Hace varias todos los días. Charla en dari (idioma que domina) con los pacientes y los trabajadores, se interesa por sus problemas y bromea con ellos. Parece un fabricante de sonrisas.
Ha escrito un libro hermoso (Historias de Kabul; no sé si traducido al castellano). No puede hablar de política afgana, ni las elecciones amañadas ni de la guerra porque el mandato de neutralidad del CICR se lo impide, pero sí de esperanzas concretas, las que están en cada una de las prótesis fabricadas, en cada persona que vuelve a caminar y en cada microcrédito concedido (la tasa de devolución del dinero es del 93% y un 65% de permanencia del negocio) para que los más débiles puedan sentirse parte de una sociedad que ansía la paz. Y se la merece.
Con este hombre extraordinario que pide no ser retratado como un santo ("no lo soy; sólo hago mi trabajo") los Cuadernos de Kabul llegan a fin. Quizá haya más en el futuro. En Afganistán o en cualquier parte de las Áfricas. Siempre donde existan historias que se puedan escuchar, contar y escribir.
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