Javier Flores
La deportista sudafricana Caster Semenya, está siendo sometida a un trato humillante. Su delito fue haber conquistado la medalla de oro en la final de los 800 metros planos en las recientes competencias mundiales realizadas en Berlín. Su apariencia física, juzgada por algunos como masculina, es la causa de que se ponga en duda, no solamente su logro más reciente en el atletismo, sino su identidad sexual… su propia vida.
El deporte se ha convertido en uno de los escenarios en los que aparece recurrentemente el debate sobre la definición de los sexos. Éste es uno de los territorios más visibles en los que se expresa la enorme inquietud social que genera una noción –que cada día muestra sus enormes defectos y por ende su inviabilidad– sobre la existencia de dos sexos únicos.
Es muy probable que si Semenya no se hubiera impuesto sobre las favoritas en ese certamen seguiría la vida tranquila de cualquier chica de 18 años en su natal Limpopo, o en Pretoria, donde estudió. Pero ahora está obligada a desnudarse ante un mundo intrigado y ávido por conocer su condición sexual. Se trata de una violación multitudinaria a su intimidad.
La tensión social que busca ubicar el sexo dentro de dos categorías únicas cuenta con un dispositivo al que se ha dotado de la mayor autoridad: la medicina científica. Ella es la encargada de definir el sexo biológico y, en su caso, de corregir los errores que puedan presentarse mediante la asignación sexual entre las dos únicas categorías médica y socialmente admisibles: mujer u hombre.
En el caso de Caster Semenya, las muestras de sus fluidos vitales circulan desde hace tres semanas por los tubos de ensayo, los reactivos y los equipos más sofisticados para la reacción en cadena de la polimerasa, con la finalidad de escudriñar los más apartados resquicios de sus genes y funciones endocrinas. A nivel deportivo las pruebas no consideran el sexo de crianza o el género. Al final, un especialista dará a conocer el dictamen inapelable. Encontrará quizás algún desorden del desarrollo sexual, que en uno de los escenarios posibles puede conducir a retirarle la medalla de oro y a arruinar para siempre la vida de una joven, a partir del actual atraso conceptual y técnico-científico de nuestra especie.
Tendrán que pasar muchos años para que pueda admitirse que, al menos desde el punto de vista biológico, no hay dos sexos, sino multitud de ellos, a partir del reconocimiento de la individualidad biológica. Lo anterior cabría conceptualmente dentro de una noción nueva de un sexo individual, pues cada persona posee una combinación variable de los atributos anatómicos, endocrinológicos y genéticos que han sido empleados hasta ahora para dar sustento a las dos categorías únicas, que resultan a todas luces algo imperfecto.
Al respecto Edward Steinach, a quien cito nuevamente aquí, escribió en 1942: “Ejemplares absolutamente del sexo único son en realidad ideales teóricos; un hombre absoluto es tan ideal como una mujer absoluta. En cualquier hombre es posible descubrir, mediante un somero examen, algún leve rasgo de feminidad, y en toda mujer es posible encontrar algún atributo de masculinidad... Incluso admitiendo que algunos seres humanos, superficialmente observados, son ciento por ciento masculinos o femeninos, no hay duda de que casi siempre pueden descubrirse signos pertenecientes al sexo opuesto. Entre un hombre perfecto y una mujer perfecta existen innumerables gradaciones, y algunas de las más caracterizadas pertenecen a lo que podría llamarse ‘sexo intermedio’. Nuestra más clara comprensión de estos grados intersexuales es debida a los experimentos con hermafroditas artificiales, por una parte, y a nuestro mejor conocimiento de la acción de las hormonas sexuales, por otra”.
Seguirán realizándose las competencias deportivas en las categorías de mujeres y hombres. Continuarán las controversias sobre el sexo de las competidoras. La ciencia médica creará nuevos criterios orientados a diferenciar biológicamente a dos sexos. Más vidas serán destruidas. Seguiremos así, hasta que podamos algún día abrir los ojos y sorprendernos de nuestra propia ignorancia.
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