Pedro Miguel
Cuando quería ser coloquial le brotaban expresiones desgraciadas –es decir: sin gracia– como aquella del “no traigo cash”. Siendo candidato, e interrogado sobre el porcentaje que esperaba obtener en las elecciones de 1994, respondió: “andamos por el tostón”. En efecto, logró el 50 por ciento de los votos en unos comicios que, según él mismo reconoció años después, no se habían desarrollado en condiciones equitativas. Se refería a que su campaña contó con recursos desmesuradamente superiores a los de sus rivales. Ciertamente, Salinas inyectó ríos de dinero y comprometió a las dependencias del poder público en la promoción impúdica del aspirante oficialista. Pero, a diferencia de lo ocurrido seis años antes, en 1994 no fue necesario sacar los votos opositores de las urnas ni rellenarlas con sufragios para el PRI.
Tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, Ernesto Zedillo pudo parecer, a ojos de Salinas, una marioneta de fácil manejo, no sólo por su inexperiencia política, sino también por las afinidades ideológicas: el candidato sustituto era ferviente partidario de las privatizaciones de la propiedad pública, la apertura comercial subordinada y la destrucción de las instituciones de bienestar social. De hecho, al tomar posesión, el 1º de diciembre de 1994, Zedillo no se midió en la lambisconería para quien lo puso en el cargo: “un presidente que gobernó con visión; que con inteligencia y patriotismo concibió grandes transformaciones y supo llevarlas a cabo con determinación (...) Estoy seguro de que Carlos Salinas de Gortari tendrá siempre la gratitud y el aprecio del pueblo de México”.
Pero la concordia entre el antecesor y el sucesor duró pocos días. Dicen que, tras el error de diciembre, un alto funcionario de Zedillo reprochó a su antecesor salinista: “Ustedes dejaron la economía prendida con alfileres”. “Sí –habría dicho el interpelado–, pero ustedes quitaron los alfileres.” Cierto o imaginario, el diálogo es ilustrativo de la perversidad y la torpeza que se conjuntaron en la mayor crisis financiera en la historia del país y que, de paso, enemistó a los dos últimos presidentes priístas.
Esa catástrofe, provocada desde el poder público, fue seguida por la traición de febrero, perpetrada por el presidente contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional –con el que se encontraba en pláticas–, contra los intermediarios entre la insurgencia y el gobierno y contra su propio secretario de Gobernación. La traición habría de repetirse cuando Zedillo desconoció el compromiso que había adoptado su gobierno en San Andrés Larráinzar y se negó a enviar al Congreso las iniciativas de ley derivadas de los acuerdos con el EZLN. En sus dos primeros dos años el zedillato simuló que dialogaba con los insurrectos, pero desde el principio apostó a las prácticas regulares de la contrainsurgencia: acoso y agresiones a la población civil, promoción activa del paramilitarismo, expulsión de comunidades enteras de sus tierras. Consecuencia de esa estrategia es la realización de masacres en el campo, relacionadas o no con el conflicto chiapaneco. En Aguas Blancas, Guerrero (1995), 17 integrantes de la Organización Campesina de la Sierra del Sur fueron emboscados y asesinados por agentes de la policía estatal, bajo la responsabilidad del gobernador priísta Rubén Figueroa Alcocer. A ese crimen de Estado habrían de seguir los cometidos en Acteal y El Bosque (Chiapas) y El Charco (Guerrero), en los que participaron autoridades estatales y federales priístas.
Sangriento, traidor e inepto, el zedillato –continuación accidentada y accidental del salinato– fue también profundamente corrupto. Para salvar a los banqueros estafadores, Zedillo ideó la nacionalización de las deudas de la banca (Fobaproa), al amparo de la cual se cometieron toda clase de fraudes. El atraco (552 mil millones de pesos de botín) se consumó en diciembre de 1998 en el Palacio Legislativo de San Lázaro, con la legalización, sin fiscalización de por medio, del “rescate” bancario zedillista. En ese operativo los priístas contaron con el apoyo de Acción Nacional y con la aprobación del entonces presidente de ese partido, Felipe Calderón.
Con la ilusión de quitarse de encima esa clase de gobiernos, en julio de 2000 la ciudadanía votó mayoritariamente por Vicente Fox. La mayoría de quienes dieron su sufragio al guanajuatense ignoraban que Acción Nacional era ya parte del régimen y que PRI y PAN estaban de acuerdo en lo fundamental: el modelo económico neoliberal, el modelo político autoritario y fraudulento y el modelo administrativo, esencialmente corrupto.
Ciertamente, de 1988 a la fecha las cosas han ido de mal en mucho peor. Por eso, ahora que Pedro Joaquín Coldwell, presidente nacional del tricolor, llama a “poner fin a la pesadilla de dolor, violencia, corrupción y pobreza”, hay que hacerle caso y no votar en julio próximo por Peña Nieto ni por Vázquez Mota, continuadores garantizados de la pesadilla.
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