Francisco Rodríguez
19 marzo 2012
¿Cómo continuar después de que tu niño de 13 años murió por una bala perdida? ¿Cómo sigues de pie luego de perder al padre del bebé que esperas? ¿Cómo te explicas que tu esposo murió porque pintaba una barda en el lugar y tiempo equivocados? Se calcula que cuatro de cada diez muertos por violencia en La Laguna son inocentes. Aquí los los daños colaterales de esta guerra.
Torreón. Los ministeriales encontraron a Diego Ibarra Sánchez, de 24 años, encima de su padre Ernesto Ibarra de Santiago, de 54 años. El cuatro de septiembre de 2011 los envolvió una balacera mientras ambos pintaban una barda de una gasolinería, a unos 500 metros del Territorio Santos Modelo de Torreón.
Un comando a bordo de tres vehículos emboscó a una patrulla de la policía municipal que transitaba por el lugar. Una bala dio en el cuerpo de Ernesto. Entonces Diego corrió cuando miró a su padre caer y lo abrazó para cubrirlo; como escudo humano recibió otros impactos. Así murieron padre y primogénito. En el lugar también fallecieron tres policías y un presunto ladrón que minutos antes habían detenido los oficiales.
El suceso fue nota nacional por el lugar del enfrentamiento, no porque murieron Ernesto y Diego. El 20 de agosto una balacera al exterior del estadio de futbol había provocado la cancelación de un juego entre los equipos Santos y Morelia, además de haber desatado una ola de pánico entre los aficionados presentes. Seis días después de la muerte de Ernesto y Diego se reanudarían las actividades de futbol.
Al día siguiente, mientras los medios locales y nacionales, así como la sociedad se preocupaba por la seguridad del próximo partido en el estadio, en el ejido Santa Ana del Pilar de Matamoros, Coahuila, un rancho entero velaba a Ernesto y Diego. Las notas aseguraban que ambos eran pintores por lo que estaban haciendo esa tarde de domingo. Pero no, era un trabajo extra. Ernesto, el padre, era tapicero y soñaba con sacar adelante a sus tres hijos (Diego, Ernesto y Daniel); Diego era técnico en mantenimiento y soñaba con ser ingeniero y trabajar para la Comisión Federal de Electricidad.
Víctimas inocentes
Ernesto Ibarra de Santiago era un hombre de pocas palabras; tan trabajador que su cara asemejaba la de un hombre de más de 65 años, con cabellera y bigote nevado. Tan trabajador que desde los 13 años le daba a la talacha porque nunca tuvo nada y no quería lo mismo para los hijos que alguna vez iría a tener.
Llevaba 24 años casado con Magdalena Sánchez. Se conocieron en el ejido Santa Ana del Pilar, de Matamoros, un rancho incrustado a más de 300 metros sobre la carretera a San Pedro, Coahuila, a unos 15 minutos del estadio Corona, al norte de la ciudad de Torreón. Un ejido donde todos sus vecinos se conocen y el sol nunca falla.
Magdalena, la esposa y madre, me abre la puerta de su casa y arruga los ojos, como si la luz del sol la despertara. Viste pantalonera y blusa holgada. Su casa es amplia. La sala está adornada con retratos grandes de una familia que ya está incompleta. Al fondo un patio terroso donde habitan cuatro perros que ya no ladran desde que dejaron de escuchar los silbidos de Ernesto. Su último chillido fue el día que murió su dueño. La abuela de Magdalena duerme en un sofá, justo uno que está debajo de dos retratos: uno donde aparecen los cinco integrantes de la familia y otro de la boda de Diego. Desde aquí Magdalena describe a los seres queridos que le arrebataron.
A Ernesto le gustaba el futbol. Él y su esposa iban juntos a todos lados, como siameses. Gustaban de ir a la verdura (mandado) los sábados y de vender ropa de fayuca en otros ranchos los domingos.
Cuando regresaba de trabajar, su esposa Magdalena, 50 años, lo esperaba en un sillón cerca de la puerta, el mismo donde ahora está sentada frente a mí. Le decía “fiera” porque era enojona. La señora se cubre la cara con las dos manos y un temblor invade sus mejillas. Se niega a creerlo: “No tenían porque irse todavía. Me hacen mucha falta”, lanza apenas nos sentamos.
Esa noche, la de la tragedia, los esperó en el mismo sillón. Por la tarde, vecinos llegaban con Magdalena y le preguntaban que si su esposo e hijo ya habían regresado. “Es que hay una balacera por allá”, le contaban. Magdalena empezó a marcar a los celulares y ninguno contestaba. Guadalupe, su nuera, hacía lo mismo. Magdalena se empezó a sentir mal. Su hijo Ernesto fue hasta el lugar de la balacera pero no lo dejaron pasar. Preguntó por su hermano y su papá, pero un policía le dijo que ya se los habían llevado. Nunca le confesó que ya estaban muertos. Regresó al ejido y le contó a su mamá. Magdalena se empezó a sentir mal. “Sentía que el corazón se me detenía”, me narra mirando al suelo. No se acuerda de nada. La llevaron al hospital y cuando regresó ya estaba reunida toda su familia, todos los vecinos. Su esposo y su hijo no regresaron.
Los daños colaterales
Diego tenía cinco meses de casado con Guadalupe, de 20 años y con un niño en la barriga a punto de pisar el mundo. Tenía dos años trabajando para una constructora como encargado de mantenimiento de las obras. De la prepa salió con mención honorífica y en enero iba a entrar al Instituto Tecnológico de la Laguna para estudiar la carrera de ingeniero eléctrico. La empresa lo iba a apoyar.
Era enjuto y espigado. Con ojos pequeños. Le gustaba la música de Ricardo Arjona y Avril Lavrigne y por las noches soñaba con tapar goles como Miguel Calero, el que fuera portero de Pachuca. Disfrutaba su trabajo.
Su mamá me cuenta que siempre fue muy cariñoso y unido a su padre. De joven no era de los que pedían dinero para salir con sus amigos y en cambio renegaba si sus hermanos menores, Ernesto y Daniel, lo hacían. No dudaba en saludar a su papá de beso en la mejilla.
Su hija ya no pudo hacer lo mismo. Cuando estaban velando los cuerpos, Guadalupe se acercó al de su marido y le dijo: “Ya me voy a dar a luz. Mañana te traigo a la bebé”. A las tres de la mañana del martes seis de septiembre (poco más de 48 horas después de la muerte) nació Romina. En la mañana la dieron de alta y llegó hasta la misa con la niña. “Aquí está la bebé”, le habló a Diego encerrado en el ataúd. De ahí al entierro.
Es casi la una de la tarde en este rancho. De tanto calor parece que brotara vapor de las paredes. En eso entra el hijo menor, Daniel, y camina frente a nosotros. Carga una cruz metálica al hombro. “Le voy a hacer una cruz a mi hermano y si me gusta, le hago una a papá”, le había comentado días atrás a su madre. “Yo a Danielito lo veo con mucho coraje, mucha rabia hacia la gente. Anda muy corajudo”, me asegura Magdalena.
Ella en cambio, me cuenta, busca respuestas sobre la muerte de su esposo y su hijo pero un cura le explica que nunca las va a encontrar. Por eso hace algunos días que siente quiere salir corriendo, en otras simplemente dormirse y no despertar. Su nuera, Guadalupe, también le perdió sentido a las cosas pero ella la anima a que tiene una vida por delante. En el torneo de futbol les rindieron un homenaje a Ernesto y a Diego semanas después que murieran. Le entregaron a la familia un apoyo económico y un trofeo. El trofeo está a la entrada de la casa. Magdalena cree que su esposo tenía prisa:
- Mi esposo le decía a Lupe que ya tuviera a la niña. Decía ‘ya va a venir la reina’. Una semana atrás fuimos a tirar a la carretera a un perro porque tenía garrapatas y a los cuatro días, quién sabe cómo, pero regresó el perro y mi esposo me dijo ‘por algo regresó, para que te cuide el día que me vaya de viaje’. Pero mi esposo nunca viajaba, le daba miedo. Otra vez le dije que ya nomás le faltaba casar a mi Danielito (hijo más chico) y me contestó ‘ese te toca a ti… asegúrame la vida’. Era algo extraño. Nos queríamos tanto. Yo no creo durar mucho tiempo. Me siento incompleta, me siento mocha. Me siento bien vacía. No me da hambre.
También le comentaba a su esposa que cuando se muriera, le pusiera canciones de Juan Gabriel. Pero durante el velorio Magdalena no pudo. Optó por el silencio.
Más de tres meses después, al finalizar el 2011, la muerte de Ernesto y Diego es sólo una cifra en Torreón: quizá la muerte 445 y 446 ó tal vez la 503 y 504. Al final son parte de una estadística fría, aunque para su familia no lo sean: 741 homicidios violentos documentados el año pasado, según datos de la delegación Laguna I de la Fiscalía de Coahuila, dato que representa más del doble que en 2010, cuando se registraron 362 muertes. En lo que va del año, más de 110 homicidios se han documentado en Torreón.
Son también parte de otra estadística mundial: 88 homicidios por cada 100 mil habitantes en la ciudad, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, el cual coloca a Torreón como la tercera ciudad con más homicidios en el país y una de las 10 más violentas del mundo.
Inocentes sacrificados
Silvia Villarreal fundó hace casi 13 años el grupo de apoyo “Volver a Vivir”, donde padres de familia que habían vivido la pérdida de un hijo se reunían a sanar las heridas. Ella misma había perdido a su hijo Rafael de cáncer.
Quienes acudían eran en su mayoría padres que habían perdido al hijo por alguna enfermedad. Pero de un tiempo a la fecha empezaron a llegar madres devastadas, aguijoneadas en el alma por la pérdida de un hijo durante un hecho violento, una balacera: estudiantes que fueron a una fiesta y no regresaron; hijos que salieron a la tienda y no volvieron, niños que jugaban en la calle y no retornaron a casa.
Sergio Oviedo García, administrador de la Funeraria del DIF de Torreón, ha visto casos de albañiles, mecánicos, estudiantes, jornaleros que un día caminaron por los “puntos” -lugares donde venden la droga- y en eso, una balacera se desató, quedaron en el lugar y fueron cocidos por un proyectil.
Tac. 20 de septiembre de 2011. Yeraldine Hernández jugaba en la colonia J. Luz Torres cuando recibió un disparo en la cabeza. Tenía un año y ocho meses de edad. Tac, tac. 17 de octubre de 2011. Humberto Heredia caminaba por la calle a mediodía cuando un comando abatió a tres hombres en la colonia Magdalenas. También él murió. Tenía 10 años. Tac, tac, tac. 12 de agosto de 2011. Luis Urbina estaba con su esposa en el oriente de Torreón esperando por un taxi cuando quedaron en medio de una persecución y recibió un disparo en el abdomen. Tenía 32 años.
Sergio Oviedo García, quien también es técnico embalsamador, asegura que él vive una realidad que no relatan los medios locales: “Hay ejecutados y víctimas inocentes todos los días. Está pasando a diario. De 10 casos de ejecutados que nosotros tenemos al mes, yo calculo que cuatro son inocentes”.
- ¿Cómo se dan cuenta de eso?, le pregunto.
- Todos te dicen que son inocentes. Pero en el embalsamado, por la experiencia, te das cuenta cuando son balas perdidas, rozones o balas muy certeras. También cuando hacemos el servicio funerario llegan al último y te dicen ‘creo que sí estaba involucrado, mejor no lo velamos’.
Sin embargo, la Fiscalía de Coahuila sólo reconoce 12 “víctimas colaterales” en 2011 (de 741). El resto, incluyendo muchos de los 44 menores de edad que asesinaron en el año, estaba involucrado con alguna banda criminal, presume la Fiscalía.
El Jefe de la Policía, Adelaido Flores Díaz, afirma que él puede contar únicamente cinco “daños colaterales”: “Un niño en la colonia Eduardo Guerra, uno cerca de la Aviación, otro en el campo Zaragoza, un joven de 12 años, un taquero en la Moderna. Los otros ya tenían algo entre ellos y ese es el precio”, recalca el militar enfundado en uniforme de policía.
Aún así -12 ó más inocentes fallecidos-, para Sergio Oviedo más que llamarlos la gente “sin rostro”, son “la gente que dejó de hacer algo”: “Es la señora que dejó de vender gorditas, el mecánico que ya no arregla coches, el niño que ya no estudia, el muchacho que ya no arregla computadoras. Son gente que hacía algo y que ya no está”, dice.
A esos muertos el gobierno los llama “bajas colaterales”, “civiles caídos”, “víctimas inocentes”. Pero esos muertos que día a día se suman a la estadística tienen nombre: Marco Antonio Luján García es uno de la lista. Él esperaba como cada noche en la esquina a su mamá Ernestina cuando de repente se soltó un enjambre de metrallas. Se paralizó. Pum. Un taxista miró a Toño desplomarse. Lo recogió y condujo hasta la Cruz Roja. “Anímate chavo, anímate. Ahorita ves a tu mamá”, le decía el chofer. Toño, mudo. Sangrando. Vestía una playera negra de su graduación de la primaria. Tenía 13 años.
Fue el seis de septiembre de 2011. Toño quedó en medio de un “riña de pandillas” en la colonia Tierra y Libertad, un sector popular de Torreón. Nancy de 23 años, su hermana, habló a la tienda Soriana para avisar a su madre Ernestina, 48 años, los últimos 10 de ellos trabajando en el turno vespertino en el departamento de salchichonería. Su salida era después de las 11 de la noche. Cada noche Toño la esperaba en la calle a su regreso.
Ernestina dejó el trabajo. En vez de acudir a la Cruz Roja volvió a su casa. Allí encontró a su hija Yezenia, de ocho años, la abrazó y se pusieron a rezar en medio de la oscuridad, pues tenían dos días sin luz en la casa.
Nancy le marcó de nuevo. “Dime qué pasó, dime si ya murió”, le pidió su madre. “No te muevas, voy para allá”, le contestó la hija. Cuando regresó a la casa le dio la noticia. Toño había muerto por una hemorragia interna ocasionada por una bala en el tórax.
Ernestina tuvo que ir a la morgue a reconocer a su pequeño. Lo tocó. Sintió su estómago revolverse. Frío. Y por un momento pensó que estaba vivo. Enseguida se fue a la clínica 16 del Seguro Social para darle la noticia a su mamá, quien estaba en un cuarto cuidando de una hija, hermana de Ernestina. La abuela empezó a renegar de Dios.
Avisó a su hermano Armando, tío de Toño y éste no le creyó. Lo negó. Discutió con Nancy y le exigió que fueran a buscarlo. “No, tío, ya murió, ya lo fuimos a reconocer”, le insistió.
Paralíticos del alma
Quien cuenta la historia de Toño es la madre, Ernestina: es bajita, con un lunar a un lado de la boca –igual que su hijo-, viste short. Su luto lo expresa en sus ojos que casi no pestañean, su mirada impávida, como resignada a solo recuerdos. Llora poco porque frunce el seño como para absorber las lágrimas.
Una de sus nietas pasa entre nosotros y ni se inmuta. Sus movimientos son lentos, como de sonámbulo. A su lado cuelga un tendedero con ropa de niños.
“Ya fue con la mamá de ‘bolillo’”, me pregunta aún como dispersa. Se refiere a Osvaldo Ríos, el mejor amigo de Toño que murió el tres de agosto en otra “riña de pandillas”.
Tenía 15 años. A él las balas le destrozaron la cabeza a unas calles de donde nos encontramos. En su velorio sellaron la caja porque la familia no quiso mostrarlo desfigurado. A Elisa, otra amiga de Toño, los disparos le abollaron la rodilla aquel mismo día.
Toño se enteró cuando iba con su mamá y su abuela rumbo a los camiones piratas para tomar un autobús rumbo a Guadalajara. Su hermana Nancy les habló para darles la noticia. El niño ya no regresó, se echó a llorar y le pidió a su mamá que le llevara flores al amigo.
Toño era noble, era un niño. Flaco y espigado. Se enojaba como si ya fuera adulto y le daba rabia cuando sus hermanas –era el único hombre de cuatro- le agarraban sus pertenencias. Gustaba de ir por el gas en su triciclo y era obediente. No renegaba cuando su mamá le negaba dinero para diversión. Al contrario, a su corta edad ya ayudaba cuando podía.
Ese día, el de su muerte, hizo limpieza con su hermana Nancy toda la tarde. Cuando terminaron se echó a descansar. Ya entrada la noche, miró una foto suya con cinco caritas diferentes, dijo ‘que guapo estoy’, se metió a bañar y salió a esperar a su mamá. Regresó sólo hasta su velorio.
- ¿Tu hermano es un halcón (quienes vigilan)?, le preguntó un ministerial a su hermana Nancy antes de velarlo.
- Para nada, era un buen muchacho, le contestó.
Toño quería dejar los estudios. Ya ayudaba a repartir en una panadería. Le encargaban la ruta del oriente de la ciudad, le ponían chofer y se iba a entregar el pan a sus 13 años. No era halcón, soñaba con ser panadero. Amaba el futbol. Un día lo internaron en el Seguro Social porque se intoxicó, pero era tanta su pasión, que convenció a su mamá de dejarlo ir a jugar. Su mamá cuenta:
- Desde que nació era un aventurero. Andaba de un lado para otro. Era un niño. Era mi bebé. Me decían que lo tenía chípil. Le cortan la vida de repente. No sé hasta cuando me dure la tristeza. Le gustaban las cumbias, las norteñas. Le gustaba irse a las albercas. Era muy obediente. Un día le entraron ganas de trasquilarse figuritas en el cabello, me pidió permiso y le dije que no; ya no dijo nada. Para todo me pedía permiso.
La familia rentó dos camiones para llevar a la gente al panteón. Llegaron niños y niñas de la Federal 3, la secundaria donde estudiaba Toño. De la panadería donde trabajaba le mandaron una corona fúnebre. “Chata”, 18 años hermana de Toño, se descontroló en el entierro. La niña de ocho años, Yezenia, le decía a su mami que todo había sido su culpa. Ernestina volvió al trabajo 15 días después; en ese primer día de vuelta, Yezenia no paró de llorar. Armando, el tío, sigue enojado con su hermana y le echa la culpa de la muerte del niño. No se hablan.
Ernestina no tiene respuestas. Su voz suave se pierde en el sofocante calor de la tarde y en las paredes de block sin enjarrar: “Dicen que le querían dar (disparar) a otro, a uno de 30 años… Quería cambiarme de colonia, de ciudad, pero donde quiera es lo mismo”.
El duelo
En el Hospital Universitario de Torreón (donde se encuentra el anfiteatro), caminan por los pasillos unos “ángeles verdes”. Así le llaman a las tanatólogas del hospital porque visten batas de dicho color. También, como el grupo de Silvia Villarreal, de un tiempo a la fecha familias enteras se han acercado a ellas por la muerte de un familiar en un hecho violento.
Lo corroboro cuando acudo al hospital a platicar con ellas. Es mediodía y la tanatóloga Mary Carmen Espada atiende a una familia (padres e hijos) que sufre la pérdida de un hijo de 10 años. El niño iba a la tienda de una colonia popular cuando quedó dentro de un “fuego cruzado”.
“Por qué le di dinero para ir a la tienda, por qué lo dejé, por qué, por qué. Es lo que preguntan, pero no hay respuesta”, me cuenta después la tanatóloga Mary Carmen. Para ella es esencial que en estos casos se viva el dolor al 100 por ciento. Que recuerden el momento, el sentimiento como padre, como hermano; cómo fue la situación, de dónde venía, qué traía puesto. Después, recordar los hechos buenos: qué le gustaba comer, qué le gustaba hacer, qué experiencias buenas vivieron.
“Sí han aumentado mucho estos casos. Muchos inocentes; familias que han perdido dos, tres hijos en situaciones como que a lo mejor venían de la escuela. Son duelos donde tienen que trabajar para saber alimentar a la familia”, explica la tanatóloga.
La tanatóloga Susana Dingler ahonda en que es necesario vivir las etapas, pues una de las más difíciles, cuenta, es identificar al cuerpo. Los que se resisten llegan al Semefo, miran el cuerpo del familiar y niegan que sea él o incluso dicen “ya levántate, no andes bromeando” o “por qué si fuiste a una fiesta estás aquí”. Preguntas que se hacen.
Los caldos de odio
Silvia Villarreal, psicóloga de profesión, califica la pérdida de un hijo como la “cúspide de dolor”. “Lo natural es que los hijos te van a enterrar pero cuando se muere un hijo surge esa ira, esa culpa, ese enojo, ese sentimiento de quererte morir, esa desesperación desgarradora, esa envidia de ver a otros con sus hijos y tú no, esos pleitos con la vida, con Dios. Y cuando se pierde al hijo en un hecho violento, lo que veo es que tienen una sed de venganza”, comenta.
Villarreal explica que cuando se pierde a un hijo durante una balacera o en un enfrentamiento, se está enojado con el hombre, con la persona, con el ser humano; por eso ese sentimiento de represalia.
“Las personas que entran a esta vivencia dicen ‘es que a ustedes se los quitó una enfermedad, a mí un ser humano maldito’. Entonces el proceso de duelo tiene varias etapas: la negación, la ira y la culpa. La ira y la culpa se acentúan más en estos casos. Dan ganas de hacer añicos a quien te quitó a tu hijo, si uno quiere hacer añicos a Dios, claro que vamos a querer hacer añicos al infeliz que te mató a tu hijo. Es una rabia espantosa y que además no se hizo justicia”, expone.
Lo mismo observa Sergio Oviedo, de la funeraria municipal en Torreón: “Piden venganza cuando los están velando. Es la impotencia. Dónde estaba la policía, se preguntan. Una balacera de 20 minutos y no llegó nadie. No se explican y se preguntan. Es la incertidumbre”, relata.
Él cree, en base a su experiencia diaria, que éste fenómeno de los “damnificados de la guerra” puede estar incubando maleantes, hijos resentidos; puede estar cultivando un odio en la sociedad, “caldos de odio” como los llama.
María de Jesús Torres Carrillo, psicóloga y Encargada de Atención a Víctimas de la Fiscalía en Torreón, cuenta que muchas personas que llegan a consulta desean hacer justicia por su propia mano. La especialista opina que es un fenómeno alarmante que podría desencadenar en más delincuentes: “Gente aparentemente sana puede rebelarse ante el coraje y la frustración que la autoridad no hace nada. Entonces esos sentimientos de rencor mal manejados puede provocar que se vengue por su cuenta o en otros casos el suicidio”.
La tanatóloga Susana Dingler, profundiza en que éste tipo de muertes provoca enojo, incredulidad, inseguridad en la forma como murió. Una muerte inesperada, añade, genera la necesidad de encontrar culpables.
Jacinto Rivera Rodríguez, párroco de la iglesia de San Joaquín, en el poniente de Torreón, uno de los sectores más peligrosos de la región, agrega que observa mucho odio y mucha sed de matar al que mató al hijo, al hermano, al padre.
Asegura que esas historias se convierten en relaciones viciadas, en heridas muy fuertes que tardan en sanarse. Dice que existe un resentimiento que incluso se hereda de padres a hijos.
¿Cómo sanar esos odios?, se pregunta el sacerdote. Afirma que el proceso de sanación es muy largo porque el dolor es diferente. “Muchos de los niños a los que les han quitado a su padre, que lo han victimado, van a quedar resentidos por mucho tiempo y quizá lleguen a jóvenes y quieran vengarse contra quien fuera, contra la sociedad”, pronostica el cura.
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