Cuauhtémoc Cárdenas
En todos los medios de información se resalta la noticia de las iniciativas del Partido Verde Ecologista de México y del gobierno y Congreso de Coahuila para restablecer la pena de muerte en nuestra legislación, en el caso de delincuentes sentenciados por el delito de secuestro y asesinato del o los secuestrados.
Es cierto, más que justo y explicable el temor y la preocupación generalizados, así como la fuerte indignación de la sociedad por la expansión de este tipo de delitos –y de muchos más– a lo largo y ancho del país y la impotencia de las autoridades y de la propia sociedad para frenar esta expansión, abatir la delincuencia y restablecer una seguridad real, que así sea reconocida y sentida por todos.
Las propuestas del Partido Verde y del Ejecutivo y el Legislativo de Coahuila son muestras evidentes de la impotencia de la autoridad en general y del régimen político-social, también en general, para combatir e imponerse a la delincuencia, pero son muestra también de esos cuerpos y personas de reconocerse y admitirse incapaces, incompetentes, impotentes, carentes de imaginación, carentes sobre todo de compromiso humano y con la vida y definitivamente derrotados en la lucha contra la delincuencia y el crimen.
Restablecer la pena de muerte, así sea en el caso de un delito tan bárbaro como el secuestro acompañado de asesinato, sería retroceder a las épocas más oscuras de la humanidad y a la negación de todo pensamiento lúcido, además de que significaría que todos los mexicanos nos reconociéramos vencidos, humillados y dominados ya por la delincuencia, representaría el reconocimiento de nuestra derrota ante el mundo y un muy grave retroceso constitucional.
En 2005 se prohibió, de manera definitiva, mediante reforma al artículo 22 de nuestra Constitución, la pena de muerte. El 28 de junio del 2007 el titular del Ejecutivo firmó la adhesión de México al Protocolo a la Convención Americana sobre derechos humanos relativo a la abolición de la pena de muerte, que en su preámbulo establece que toda persona tiene el derecho inalienable a que se le respete su vida sin que este derecho pueda ser suspendido por ninguna causa y (quiero pensar que se hace esta consideración para que lo pensemos dos veces, y pensémoslo nosotros, como mexicanos, sólo en función de la calidad de impartición de justicia con la que desafortunadamente contamos en nuestro país) que la aplicación de la pena de muerte produce consecuencias irreparables que impiden subsanar el error judicial y eliminar toda posibilidad de enmienda y rehabilitación del procesado. En el artículo 1 de este Protocolo se dice que los Estados partes no aplicarán en su territorio la pena de muerte a ninguna persona sometida a su jurisdicción y en el 2 que no se permitirá ninguna reserva al propio Protocolo.
Por ningún motivo debe caminarse hacia atrás en esta materia. Sería vergonzoso que cualquier autoridad lo hiciera. Sería vergonzoso e indignante que el Congreso reformara la ley fundamental y atropellara además nuestros acuerdos internacionales.
El crecimiento y el desbordamiento de la delincuencia –secuestros, asesinatos, narcodelitos, etcétera– guardan una relación directa con, y tienen entre sus causas profundas los incrementos también de la corrupción en la administración y en su contraparte privada, la bajísima calidad de la justicia, la creciente desigualdad social, la pérdida y escasez de empleos, el estancamiento económico, la baja calidad de la educación, la falta de acceso a la atención de la salud y a la seguridad social, acentuados en más de un cuarto de siglo de régimen entreguista, elitista y neoliberal.
Enfrentar el delito es tarea irrenunciable de toda autoridad responsable, pero no sólo de ella y no sólo de sus cuerpos que cumplen tareas policiacas. Éstos deben sanearse, capacitarse y dotarse de los elementos necesarios para librar una lucha efectiva y eficaz en contra de todo tipo de delincuencia, pero esa lucha debiera derivar de un plan que fijara objetivos, acciones concretas y tiempos de ejecución, que involucrara a gobiernos municipales, estatales y federal, a los tres poderes federales y estatales, a los sistemas educativo, de salud y de seguridad social, a la política internacional, a los medios de información y asignara tareas específicas también a los grupos organizados o a organizar de la sociedad. Un plan bien concebido, bien estructurado, debidamente coordinado en su ejecución, seguimiento y evaluación de cumplimiento, en el que cada quien –instituciones, organizaciones e individuos– tuviera algo qué hacer y supiera cómo hacerlo.
Combatir directamente a los delincuentes es sin duda asunto de policías, pero ese combate, que debe ser también de la sociedad y que la sociedad sana está desesperada por llevar a cabo, debe librarse convocando a la propia sociedad y creando las condiciones para que surjan la oportunidades de empleo, atacando en sus raíces las causas de la pobreza, generando crecimiento económico, educando, curando, llevando la cultura a la gente del campo y la ciudad, incorporando los avances de la ciencia y la tecnología a las estructuras productivas.
Admitiéndonos derrotados, frente a un altísimo porcentaje de los delitos que ni siquiera se denuncian y menos se castigan, con un sistema de procuración e impartición de justicia que debe empezar por comprometerse a su propio saneamiento, inmovilizando a autoridades por creer que la dureza y el aumento de las penas han sido en alguna época eficaces para detener la delincuencia, lo que está demostrado no ha sucedido en México ni en ninguna parte del mundo, con una sociedad que se inmovilizara pensando que una pena más dura la salvará de sufrir los efectos del delito, sería lo peor que pudiera hacerse.
Restablecer la pena de muerte sólo sería una vergüenza más de México y los mexicanos ante el mundo y ante nosotros mismos.
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