Víctor M. Quintana
Todos los días se aplica la pena de muerte en este país. Se la aplican unos cárteles de la droga a otros, o incluso entre ellos mismos. No es descartable que las fuerzas del Estado realicen también ejecuciones sumarias para evitarse las complicaciones jurídicas de aprehender sicarios, arriesgarse a que los dejen libres o les apliquen penas menores.
Se da en el país una especie de ejecucionismo informal, así como se da la economía informal. Ésta surge por la incapacidad de la economía formal para incorporar a todo mundo, para evadir al fisco y lucrar más. Aquél se da para evadir la acción de la justicia y también porque ésta es incapaz para procesar todos los delitos, por su ineficacia, por corrupción o por todo esto junto.
Por otro lado, los 5 mil ejecutados en lo que va del sexenio calderonista nos dicen que la probabilidad de ser ultimado entra en los cálculos normales de quienes le entran a la sicariada, lo cual echa por la borda el argumento de los defensores de la pena de muerte en el sentido de que sería un poderoso disuasor de las conductas delictivas.
Ante esto, resulta muy endeble la postura del Congreso del estado y del propio gobernador de Coahuila, secundados luego por los mandatarios de Tamaulipas y Chihuahua, así como por el oportunismo del PRI y del PVEM en el sentido de restablecer la pena de muerte en este país. Es también una postura demagógica y una cortina de humo para velar realidades muy incómodas para quienes tienen la obligación de procurar y administrar justicia.
Porque la ineficacia y los palos de ciego en el combate a la delincuencia organizada y común abundan en todos los órdenes de gobierno. Vayan tan sólo tres ejemplos chihuahuenses, significativos por provenir de la entidad que en tan sólo un año acapara ya cerca de la tercera parte de las ejecuciones a escala nacional.
Hace dos semanas, la víspera de la reunión para evaluar el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Paz, el procurador general de la República, el gobernador de Chihuahua y la procuradora de Justicia del estado sostuvieron una reunión y signaron un acuerdo de coordinación para compartir información y tecnología en el combate a la delincuencia organizada. La opinión pública se quedó de a cinco: ¿qué no estaban coordinados desde el 26 de marzo pasado cuando se lanzó el Operativo Conjunto Chihuahua?, ¿qué no era la coordinación entre fuerzas federales, estatales y municipales uno de los supuestos básicos del multicitado acuerdo de los 100 días?
Luego, en una muy difundida entrevista con Joaquín López Dóriga, el gobernador Reyes Baeza reconoce que fallaron el diagnóstico y la estrategia empleados contra el crimen organizado, por lo que tienen que reformularse. El conductor comenta: “el crimen organizado estará de plácemes con esta devastadora información del señor gobernador”.
No extraña que después el gobernador de Chihuahua se sume con peculiar entusiasmo a la cargada a favor de la pena de muerte que recorre el país luego de la ocurrencia del priísmo coahuilense. Porque la demanda para reinstalar la pena máxima en México es, en primer lugar, una cortina de humo para esconder el sonoro fracaso de diagnósticos, estrategias y tácticas en contra de la delincuencia organizada y la expansión de la delincuencia común propiciada por el combate a aquélla. Porque la insistencia por restablecer la pena capital es directamente proporcional a la impunidad de los delincuentes propiciada por un sistema de justicia que hace agua por todos lados.
Es triste reconocer que entre los damnificados de ese fracaso está el “nuevo sistema de justicia penal”, que Chihuahua ha vendido muy bien y está a punto de adaptarse para todo el país. Porque, como si la impunidad fuera muy poca, ahora el nuevo sistema propicia que no se encarcele a numerosos criminales o que se les someta a juicios abreviados y se les asignen penas irrisorias, a contrapunto de la indignación de las víctimas.
Antes que reconocer las fallas federales, estatales y municipales al procurar y administrar la justicia, antes de reconocer la falta de voluntad política para atacar al crimen organizado en sus bases de aprovisionamiento de armas y en las empresas lavadoras de sus fondos, antes de implementar células mixtas con elementos de todos los cuerpos militares y policiacos que de verdad sellen las ciudades y cerquen a los sicarios, prefieren seguirle el juego a la desesperación ciudadana y demandar la pena de muerte antes de que los demanden a ellos por su ineficacia.
No en vano alguien señalaba: “¿Pena de muerte? Muertos de pena deberían estar por su incapacidad para brindarnos seguridad a todos los mexicanos”.
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