viernes, 12 de diciembre de 2008

La pena de muerte

José Cueli


¿Por qué matar personas, que mata para mostrar que es malo matar gente? ¿Por qué hablar de la violencia en vez de la problemática del ser humano? ¿Por qué hablar actualmente en México de la pena de muerte? El compromiso del sicoanálisis y quizás Francisco de Goya, el genial pintor aragonés, me ayude a ejemplificar mis ideas sobre el tema.

El paisaje propio de Goya en el silencio. Lo mismo en los páramos aragoneses donde la naturaleza no concede ni el favor de un susurro, o en el silencio institucional cuando luchaba por imponer sus concepciones académicas, o en el silencio real cuando la enfermedad lo privó del sonido. Silencio en los que edifica el imperio de una mirada voraz e implacable que lejos del alcance de la palabra, se vierte por doquier y acoge la totalidad de lo visible, sin descansar en lo fenomenológico, sin detenerse en lo empírico.

La jerarquización de uno sobre el otro explica el carácter subversivo de todas las teorías y prácticas que intentan transgredir aquello que constituye el ser mismo del logos occidental. El carácter peligroso que tiene el salvaje, el indígena, el otro desplazado y marginado, el artista, (Goya, en mi ejemplo), la escritura interna. He ahí donde la violencia, la violencia del poder, otorgada a la voz y al poder. Es en esta línea que podemos tener acceso a la obra de filósofos como Nietzsche, Levinas, Deleuze, Foucault, Derrida y escritores como Kafka, Baudelaire, Poe y Mallarmé que se sitúan en el límite de la epistemología occidental.

Pero la grandeza de la pintura de los “fusilamientos del 13 de mayo”, no reside, sin embargo, en haber reflejado una realidad histórica, si no más bien lo contrario: haber trascendido la coyuntura, traspasado la superficie sociopolítica, para poner de manifiesto la realidad descargada de un conflicto sin nombres ni banderas.

No asistimos a una apología del pueblo español ni a la denuncia del invasor. Asistimos al drama humano de la violencia y a la lucha que acompaña a la condición humana, desde el Génesis al Apocalipsis: el instinto de muerte denunciado por Freud, y que no es frenado por ninguna ley más allá de su expresión institucional o colectiva.

Goya pinta también el drama de la realidad, la totalidad escindida, simbolizando el contraste entre la luz y la sombra en inigualable fuerza expresiva: en el que se enfrentan dos masas humanas en condiciones de radical desequilibrio. Escena de un fusilamiento masivo que presiente han quedado atrás. Los contrastes se expresan: el pelotón es heterogeneo en cuanto colorido, la expresión y el sentimiento.

En primer plano, la esquina inferior izquierda, se amontonan los muertos, cuerpos inertes bañados en sangre. El centro está ocupado por los que van a caer abatidos. Sobre ellos se concentra la atención del espectador, en especial sobre una figura que, arrodillada y con los brazos en cruz, recibe la luz y la mirada. Detrás de este grupo aguardan los que serán fusilados después. Una hilera cuyo final ni se ve ni se presiente. La parte derecha está ocupada por el pelotón de fusilamiento.

Frente a la heterogeneidad de un grupo, el otro ofrece uniformidad y orden, y aparece compacto y anónimo, sin individualidad ni expresión; no se ve ningún rostro, el orden no tiene cara (Orwell, 1984) la violencia que se ejerce es implacable y carece de semblante, de expresión y sentimiento, la fila de soldados se prolonga hasta el límite del cuadro, tal vez más, de poder omnímodo, ilimitado, sin términos.

No se denuncia la muerte, sino la producción política de la muerte, del desvalimiento del hombre –siempre mortal y moribundo– frente a la violencia unánime de un agresor sin rostro.

Contraste entre pasión y orden, luz y sombra. Necesidad de un pensamiento y una actitud que resuma la contradicción sin pretender hegemonía, sin pretender anular uno de los extremos en concordia.

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