Bernardo Barranco V.
El temor a los efectos devastadores de epidemias ha estado presente a lo largo de toda la historia de la humanidad. Desde tiempos inmemoriales hemos sido azotados por epidemias que causaron catástrofes demográficas; desde la prehistoria han abundado explicaciones extravagantes, llenas de mitos, sólo hacia mediados del siglo XIX comenzó a aclararse la etiología de las enfermedades infecciosas, es decir, el conocimiento del papel patogénico de los microorganismos, y el descubrimiento de la coevolución del ser humano con los agentes patógenos.
La información sobre las epidemias en el mundo antiguo y en la Edad Media es poco clara, tanto en lo referente a la población de las áreas afectadas por las plagas, como respecto al número de víctimas. Ya el Libro de los Reyes de la Biblia alude a una catástrofe que se suscitó entre las tropas asirias que sitiaban a Jerusalén, en el siglo VIII aC; sin embargo, la gran pandemia del mundo occidental se desata durante el siglo XIV, cuando Europa se vio azotada por pestes y hambrunas. Falleció entre un tercio y la mitad de la población europea a causa de la peste negra, llamada así por las manchas oscuras que anunciaban su presencia. Ahora sabemos que la enfermedad era peste bubónica. Para la población eran signos de muerte, de rebeliones populares y de castigos por pecados cometidos, personales y colectivos, lo cual se traducía en pesimismo y desesperanza.
Las dimensiones de la catástrofe crearon la convicción de que la peste era un castigo divino por los pecados de la humanidad. Unos perdieron la fe, otros se entregaron a fanatismos y excesos religiosos. Muchos se unieron a los flagelantes, que creían purgar sus pecados y escapar al castigo del juicio final, golpeándose con látigos.
En el campo cultural se impuso una fascinación morbosa y grotesca por la muerte; abundaban los malos augurios, las profecías catastrofistas y predicciones apocalípticas. El historiador medievalista Georges Duby nos narra en su libro Año 1000 cómo el arte y la literatura se impregnan de lo macabro, así como la multiplicación de las imágenes trágicas de la confrontación con la agonía y danzas de la muerte.
La crisis de influenza en México ha estimulado ansiedades de miles de personas. Ya antes habían sido rehenes de las noticias cotidianas que dan cuenta de la violencia de la guerra contra el narcotráfico, la crisis económica y la inseguridad cotidiana que padecemos cotidianamente los ciudadanos.
Desde el pasado viernes 24 de abril, la ciudad de México ya no es la misma. Una de las más grandes megametrópolis del mundo, tan habituada a la vida agitada, llena de tráfico, de contrastes sociales, de inseguridad y personas apresuradas, parecía sobrevivir a todo; hasta el tedio político de dirigentes profesionalizados en pugnar y atacarse en rituales endogámicos. Sin embargo, el anuncio de la potencial amenaza pandémica del virus influenza porcina ha venido a cambiar el rostro y ánimo de una ciudad que históricamente había soportado hasta terribles desastres naturales como los terremotos.
Como consecuencia del miedo y angustia al contagio, surgieron imágenes inéditas en nuestra ciudad: tapabocas, calles y avenidas desiertas, teatros, cines y estadios vacíos, restaurantes sin servicio, hospitales llenos; habitantes de miradas fijas, rostros preocupados y una serena intranquilidad.
Empero, hay otro tipo de epidemias estampadas por la estupidez, la ignorancia e intolerancia. Han empezado a circular, en algunos grupos cristianos y católicos, interpretaciones que reciclan viejas nociones del castigo divino; sustentan que se ha despertado la ira de Dios como guía de razonamiento en torno a la acechante atmósfera endémica que nos ha invadido.
Según ellos, vivimos una punición aterradora, fruto de los excesos y colosales pecados cometidos por el conjunto de la sociedad. En blogs se pueden apreciar elucidaciones sobre la preocupante situación actual; se evocan pasajes de la Biblia, como el libro de Apocalipsis, donde Juan narra visiones de jinetes apocalípticos que traen muerte, hambruna, destrucción y plagas.
Me llamó la atención la pequeña procesión que se realizó el domingo pasado en la catedral metropolitana, que después de tres siglos se saque a las calles al Cristo de la Salud, protector de pestes y desastres naturales.
Grupos de la llamada derecha confesional señalan coincidencias, justo a dos años de que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó la interrupción del embarazo, causando según ellos, más de 22 mil abortos, dicha concomitancia puede interpretarse como una señal del desagrado de Dios al atrevido atentado de los legisladores de esta ciudad para quebrantar la vida sagrada de inocentes.
Fundamentalismos, salvacionismos, maniqueísmos e intransigencias pueden resurgir, aprovecharse del actual clima de incertidumbre para persuadir y predicar que estamos sometidos a la anarquía del mal, ya que las costumbres y los hábitos morales se han relajado, y además porque se han desafiado las leyes de la naturaleza e incumplido los códigos de Dios. Hay que estar atentos con evangélicos neoapocalíticos y con el ayatolismo católico que ventajosamente quieran sacar raja de la emergencia actual, pretendiendo colonizar ansiedades sociales.
A los gravísimos problemas que enfrentamos no incrementemos el contagio del oscurantismo fanático, aquel impregnado por los pesimismos, la amargura y el reproche de que todo lo actual está mal por principio. Ya no estamos en la Edad Media, cuando, además de las pandemias, se propagaban los virus de las supersticiones, los malos augurios y los sentimientos de culpa. Grandes males aquejan nuestra nación como para sumarle las patologías religiosas de aquellos que invocan la ira de Dios.
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