lunes, 27 de abril de 2009

Influenza

Jacobo Zabludovsky
27 de abril de 2009

Lo que nos faltaba: una epidemia.

Casi a la medianoche del jueves, desde Los Pinos, el señor José Ángel Córdova, en cadena nacional de televisión, anunció “solamente como medida preventiva” la cancelación de clases en todos los planteles públicos y privados, para evitar nuevos casos de influenza. El aviso causó inquietud primero, miedo después, y no llegó al pánico aunque se dio la cifra de 57 muertes causadas por la enfermedad.

Al día siguiente, se alargó el periodo de cierre escolar a sábado y domingo y si fuera necesario también hoy y el resto de la semana. Más de 5 millones de estudiantes y maestros cancelan sus labores hasta nueva orden. Las vacunas son insuficientes, los hospitales desbordados no se dan abasto, los cubrebocas se agotan en las farmacias; los restaurantes, fondas, cines, teatros, estadios y cantinas sufren descenso de clientela. La crisis se apoderó del termómetro. El derrumbe de un auditorio en la Condesa, con numerosos heridos, pasó a un segundo término.

Como siempre ocurre, se desata la polémica sobre las precauciones tomadas por las autoridades de Salud: si fueron oportunas, escasas o alarmistas. Si tratan de disminuir cifras para no causar angustia o si han sido exageradas o imprudentes. A esto se agrega la sicosis que lleva a numerosas personas sanas a sentirse enfermas, haciendo suyos los síntomas divulgados por los medios de información. En mi experiencia, no encuentro antecedente alguno de epidemia similar ni de medidas tan drásticas.

Don Guillermo Prieto, en Memorias de mis tiempos, nos ilustra con sus recuerdos de la ciudad de México en 1833. “Era el año horriblemente memorable del cólera morbo… lo que dejó una terrible impresión en mi espíritu. Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilios; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres… todo eso se reproduce hoy en mi memoria y me hace estremecer. ¡De cuántas escenas desgarradoras fui testigo! Aún recuerdo haber penetrado en una casa, por el entonces barrio de La Lagunilla, que tendría como 30 cuartos, todos vacíos, con las puertas que abría y cerraba el viento, abandonados muebles y trastos… Espantosa soledad y silencio, como si se hubiese encomendado su custodia al terror de la muerte”.

Y nunca falta un vivo: “De tal manera dominaba el pánico que se anunció que un sabio, que vivía en el Puente de San Francisco número 4, había descubierto un parche que era preservativo infalible de la epidemia. Esta medicina se atribuía a un químico, D. Manuel Herrera. La gente se agolpó de un modo tan ansioso y tumultuoso por aquel ‘fiat’ de salvación, que fue forzoso poner guardias numerosos en casa del señor Herrera”. Pero algún maldoso pegó en las esquinas papeles que advertían que el remedio era veneno mortal.

Y luego un fenómeno natural tan increíble como la medicina del químico Herrera: “Al día siguiente de este pánico las calles amanecieron blanqueando como una terrible nevada. Eran los parches que se habían arrancado del cuerpo las gentes”.

La escena era dramática: “Los panteones rebosaban en cadáveres… en el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de cloruro, calabazas con vinagre detrás de las puertas, la cazuela solitaria de arroz y la parrilla en el bracero, y frente a los santos velas encendidas”. Peor: “Oímos en el zaguán unos toques… era mi hermano, conducido por unas personas caritativas, gravemente atacado del cólera”.

Espero que nuestra epidemia, 125 años después, no tenga las características de aquella. Hay todavía cierta confusión sobre su origen, la manera de prevenirla, cómo diagnosticarla a tiempo y el modo de combatirla. Hemos de reconocer que, por lo menos, nadie la calificó de catarrito. Son otros médicos. Pero viene a sumarse a nuestros problemas de suyo complicados.

Algún día alguien recogerá de los periódicos de hoy la crónica de los hechos que nos agobian. Nos preguntamos si encontrarán alguna a la altura del relato antiguo, fresco y actual, ejemplo del dominio del idioma y la capacidad de ver y contar la historia.

Estoy seguro de que usted, como yo, ha disfrutado lo bien narrado, aunque se narre una tragedia. Gracias, don Guillermo Prieto, brilla usted en la constelación de ilustres cronistas de nuestra ciudad.

Todos los días se aprende algo.

No hay comentarios: