Pese a su pírrica, deslucida y agónica victoria
sobre Panamá, el Tri sigue en la unidad de cuidados intensivos.
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Publicado: 11/10/2013 23:34
Publicado: 11/10/2013 23:34
Triste su deambular por la cancha del Azteca, el equipo
mexicano, con su nuevo entrenador a la cabeza, Víctor Manuel Vucetich, no dio
pie con bola. Dos Santos desapareció; Hernández fue un cero a la izquierda;
Aquino corrió más que el balón. En suma, Vucetich ganó, pero mostró una
parálisis suicida.
Hay que agradecer a los canaleros su candor, su inocencia. De no ser
por esos factores, tal vez a estas horas los aficionados estarían de luto, las
televisoras al borde del paro cardiaco y los organizadores del Mundial brasileño
2014 restando dígitos a sus cuentas alegres.
Queda la cita del próximo martes en Costa Rica: basta un empate para asegurar la repesca contra los carneros de Nueva Zelanda, un equipo rocoso y rudimentario que venderá cara su piel frente a los aguados y acomplejados tricolores.
No parece haber pócima que sane los males de la selección. Nerviosos, sin un patrón de juego, carentes de talento en el centro del campo –punto neurálgico de cualquier equipo que se precie-, los jugadores mexicanos nos regalaron una cátedra de cómo no se juega fútbol.
El ya ex gigante de la Concacaf es un alma en pena. Y el entorno del Tri, toda esa corte de negociantes sin escrúpulos, es un factor central a la hora del análisis. Cierto que había que ganar sí o sí, pero el espectáculo brindado en el Azteca obliga a enfrentar un problema que está acabando con el fútbol mexicano.
La sombra de Carlos Vela revoloteó sobre la cancha durante los 93 minutos de juego. De largo, es el mejor jugador mexicano, pero igual no es suficiente para dar un mínimo de coherencia al juego tricolor. En este equipo, Leonel Messi fracasaría sin remedio.
Tampoco sabemos las razones que Vela tiene para dar calabazas al Tri, pero si nos atenemos al nivel futbolístico mostrado a lo largo del hexagonal, vale suponer que, más allá de sus razones personales y de agravios del pasado, Vela no viene porque entiende que, fracasando, sería pasto de los sabios especialistas de turno.
Impresiona la saña que, salvo contadas excepciones, han empleado los cronistas deportivos con el jugador de la Real Sociedad. De traidor no lo han bajado, como si México estuviera en guerra y su ejército necesitara todos los brazos posibles y Vela fuera el francotirador que haría triunfar a su tropa.
Algo parecido sucede con los naturalizados –aclaro que yo soy uno de ellos, pero no juego fútbol ni en el patio de mi casa-, un pequeño grupo de buenos jugadores que han sido objeto de toda clase de chanzas por su presencia en la selección. Lo de menos es que, guste o no, sean mexicanos de pleno derecho.
Aflora un tufillo xenófobo que no tiene que ver con la historia, con la tradición de un país generoso y abierto al fuereño. Esa visión obtusa y paleololítica exacerba y hace aflorar lo peor del ser humano. En el pellejo de los futboliostas naturalizados, yo me negaría a acudir al Tri. Igual van a ser crucificados.
Al final se crea un ambiente que envenena al colectivo y ayuda a que el recelo y la envidia prevalezcan sobre el buen sentido. Yo dejaría las riendas del Tri a toda esa caterva de especialistas acapara micrófonos que no se cansan de decirnos quién debe jugar y cómo se debe jugar. Son expertos en destruir la autoestima del prójimo.
Queda el último trayecto, el más convulso, pero aun clasificando, el Tri está en las antípodas de plantar cara ante la crema y nata del futbol mundial. No hay estrategia y sobran intereses que creen que la gallina de los huevos de oro aguanta un rato más.
El objetivo es llegar a Brasil para empezar a hacer caja. El show debe continuar porque las arcas así lo exigen. Lo demás, hacer buen fútbol y cuidar en serio a la cantera nacional, no es importante.
Dinero es dinero.
Queda la cita del próximo martes en Costa Rica: basta un empate para asegurar la repesca contra los carneros de Nueva Zelanda, un equipo rocoso y rudimentario que venderá cara su piel frente a los aguados y acomplejados tricolores.
No parece haber pócima que sane los males de la selección. Nerviosos, sin un patrón de juego, carentes de talento en el centro del campo –punto neurálgico de cualquier equipo que se precie-, los jugadores mexicanos nos regalaron una cátedra de cómo no se juega fútbol.
El ya ex gigante de la Concacaf es un alma en pena. Y el entorno del Tri, toda esa corte de negociantes sin escrúpulos, es un factor central a la hora del análisis. Cierto que había que ganar sí o sí, pero el espectáculo brindado en el Azteca obliga a enfrentar un problema que está acabando con el fútbol mexicano.
La sombra de Carlos Vela revoloteó sobre la cancha durante los 93 minutos de juego. De largo, es el mejor jugador mexicano, pero igual no es suficiente para dar un mínimo de coherencia al juego tricolor. En este equipo, Leonel Messi fracasaría sin remedio.
Tampoco sabemos las razones que Vela tiene para dar calabazas al Tri, pero si nos atenemos al nivel futbolístico mostrado a lo largo del hexagonal, vale suponer que, más allá de sus razones personales y de agravios del pasado, Vela no viene porque entiende que, fracasando, sería pasto de los sabios especialistas de turno.
Impresiona la saña que, salvo contadas excepciones, han empleado los cronistas deportivos con el jugador de la Real Sociedad. De traidor no lo han bajado, como si México estuviera en guerra y su ejército necesitara todos los brazos posibles y Vela fuera el francotirador que haría triunfar a su tropa.
Algo parecido sucede con los naturalizados –aclaro que yo soy uno de ellos, pero no juego fútbol ni en el patio de mi casa-, un pequeño grupo de buenos jugadores que han sido objeto de toda clase de chanzas por su presencia en la selección. Lo de menos es que, guste o no, sean mexicanos de pleno derecho.
Aflora un tufillo xenófobo que no tiene que ver con la historia, con la tradición de un país generoso y abierto al fuereño. Esa visión obtusa y paleololítica exacerba y hace aflorar lo peor del ser humano. En el pellejo de los futboliostas naturalizados, yo me negaría a acudir al Tri. Igual van a ser crucificados.
Al final se crea un ambiente que envenena al colectivo y ayuda a que el recelo y la envidia prevalezcan sobre el buen sentido. Yo dejaría las riendas del Tri a toda esa caterva de especialistas acapara micrófonos que no se cansan de decirnos quién debe jugar y cómo se debe jugar. Son expertos en destruir la autoestima del prójimo.
Queda el último trayecto, el más convulso, pero aun clasificando, el Tri está en las antípodas de plantar cara ante la crema y nata del futbol mundial. No hay estrategia y sobran intereses que creen que la gallina de los huevos de oro aguanta un rato más.
El objetivo es llegar a Brasil para empezar a hacer caja. El show debe continuar porque las arcas así lo exigen. Lo demás, hacer buen fútbol y cuidar en serio a la cantera nacional, no es importante.
Dinero es dinero.
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