El periodista tomó la llamada con la que el
derrocado mandatario chileno dijo adiós a su pueblo.
Blanche Petrich
Publicado: 11/09/2013 07:21
Publicado: 11/09/2013 07:21
Veinte cassettes embutidos en los bolsillos de una
vieja chamarra. Las calles de Santiago de Chile llovidas, con ese frío húmedo
con el que se despide la primavera sureña. Hace 40 años, Guillermo Ravest,
periodista, entonces de 46 años, director de Radio Magallanes, se
apresura por la calle Huérfanos, a dos cuadras escasas de La Moneda bombardeada,
a encontrarse con su compañera Ligeia Balladares, también periodista, quien
horas antes se había pensado ya viuda, porque le habían dicho –los rumores de
los episodios más negros—que a su marido lo habían matado.
Al fin, en el lugar de la cita, frente al viejo cine Central,
el abrazo de los enamorados que habían sobrevivido la noche de los cuchillos
largos del 11 de septiembre, 1973. Ligeia sintió esos bultos tan raros debajo de
la chamarra.
–¿Y esto?
–Copias del último mensaje de Allende.
–¿Estai loco?
Las calles estaban erizadas de carabineros en plena cacería de
brujas. Y los cassettes con las últimas palabras del presidente caído
al pueblo de Chile eran dinamita pura. En un santiamén pasaron a la bolsa de
tejido de la mujer. Y juntos, tomados del brazo, caminaron entre retenes y
ruinas hacia su casa; cesantes los dos, derrotados como tantos miles de
allendistas que caminaban los primeros pasos del túnel de la dictadura que
habría de durar 17 años.
Días después, Ravest se acercó con su preciosa carga grabada al
céntrico hotel Teatinos, donde se alojaban los corresponsales de medios de
prensa extranjeros. Abordó primero al colega de L´Unitá, quien de
inmediato se apoderó de un cassette. Otros lo rechazaron
escandalizados, temerosos que esa grabación, subversiva a esas horas, pudiera
ponerlos en peligro. Pero una a una, las grabaciones de Ravest encontraron
correos confiables que esparcieron por el mundo uno de los mensajes políticos
más emblemáticos del mundo.
Otras 20 copias tomaron veredas distintas, distribuidas por
otro periodista de la Magallanes, Amado Felipe, quien junto con Ravest
y dos compañeros del PC asignados como personal de seguridad, armados apenas con
dos pistolitas matagatos, habían esperado todo el día y toda la noche
la llegada de los golpistas. Mientras esperaban, encerrados en la cabina donde
Víctor Jara grababa su programa de radio-teatro –“Luchín”, se llamó la última
transmisión del cantautor—hicieron 40 copias.
–¿Quién habla?
El 11 los chilenos amanecieron con las noticias del golpe
presagiado. Ravest, como tantos otros, se lanzó desde las primeras horas a su
trinchera, la radio, donde ya estaba faenando a todo lo que da todo el turno
matutino “con el nivel de adrenalina al tope”. A lo largo de la mañana, Salvador
Allende había transmitido ya cuatro mensajes; pero cada vez eran menos las
emisoras que seguían al aire. Las torres de Radio Corporativa y
Radio Portales habían sido bombardeadas por aire, la radio de la CUT
allanada y todos sus empleados presos, las antenas transmisoras ametralladas. La
que seguía al aire, intocable, con sus marchas militares y emisión de partes
militares, era Radio Agricultura, que a las 8:30 ya se había desenmascarado como
cabeza de la Red Nacional de las Fuerzas Armadas.
“No me explico qué pasó…seguramente una falla en el plan de la
CIA Operación Silencio, que trazaba la ruta crítica para sacar todas
las voces allendistas del aire. Pero a Radio Magallanes nunca llegaron
los milicos, aunque en el sexto piso donde operábamos hubiéramos sido presa
fácil. La señal se nos cortó hasta las 10:30”.
A las 9.20 Ravest salió disparado de la cabina de controles a
su despacho por el segundo paquete de cigarrillos del día y al pasar escuchó el
timbre del viejo teléfono de manivela que tenían instalado en el corredor. Le
llamaban “la plancha” y tenía línea directa con el despacho presidencial de La
Moneda. Lo relata así en su libro “Pretérito imperfecto, memorias de un
reportero en tiempos chilenos de la Guerra Fría”.
–¿Quién habla?
–Ravest, compañero (la voz del presidente era
inconfundible).
–Necesito que me saquen al aire inmediatamente,
compañero…
–Deme un minuto para dar órdenes y grabar…
–No, compañero. Preciso que me saquen al aire
inmediatamente porque no hay tiempo que perder.
Ante la insistencia y sin alejar la bocina de mi oreja y
para que el mandatario me oyera, grité al radiooperador: “Instala una cinta que
va a hablar el presidente”. Y al jefe del equipo de periodistas que estaba a mi
lado: “Ve al micrófono y anuncia a Allende”.
Arrodillado, porque no había una silla a la mano, esperó unos
segundos a que los técnicos le hicieran la señal de que todo estaba listo.
“—Cuente tres, pausadamente, por favor, y parta”.
Del otro lado, Salvador Allende Gossens quizá tomó aire
profundamente y arrancó con una voz muy serena, sorprendentemente serena,
escuchada miles de veces, una generación tras otra, una y otra vez:
“Seguramente será esta la última oportunidad en que me
pueda dirigir a ustedes”.
Era tal el nerviosismo, que cuando el director de la emisora
dio la orden de transmitir un técnico dejó un micrófono abierto. Por eso la
grabación tiene ruido ambiental, y entre los sonidos de fondo se escucha a
Ravest gritar: “¡Cierra la puerta, hueón!”.
Allende concluyó:
“Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi
sacrificio no será en vano; tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una
lección moral, que castigará la felonía, la cobardía y la traición.".
Se despidió de Ravest: “No hay más, compañero, eso es todo”. El
periodista todavía alcanzó a decirle: “¡Cúidese!”. Colgaron. Ravest miró a Amado
Felipe y le dijo: “Es su testamento político, Flaco. Estamos sonados”.
(Traducción al mexicano: estamos fregados).
Al fin, a las 10:30, los golpistas lograron sacar del aire a la
Magallanes. Pero antes hubo tiempo de retransmitir su último mensaje
por segunda ocasión.
Pasaron después horas lúgubres. Ravest dio la orden de que
todos –una veintena– se retiraran, menos Amado Felipe, él y dos militantes del
PC que habían enviado como seguridad, armados apenas “con dos pistolitas
matagatos”. Recuerda: “No sabíamos nada. Elucubrábamos sobre el destino
del presidente: o los mataron a todos o los tienen presos”.
Felipe y Ravest pudieron salir de la radio hasta el día
siguiente, cada uno con su preciosa carga: veinte cassettes cada uno. A Amado
Felipe nunca lo volvió a ver. Supo de su suicidio estando en Moscú. Cinco
trabajadores de la Magallanes, entre técnicos y periodistas, pasaron
años en prisión.
San Miguel Tlaixpan
Para reconstruir sus vidas en el primero y el segundo exilio,
Ligeia y Guillermo encontraron sencillos empleos en los medios editoriales de la
Universidad de Chapingo y eligieron construir su casa de piedra y madera entre
los cerros de San Miguel Tlaixpan, no lejos de donde el rey Nezahualcóyotl
creara sus legendarios jardines botánicos, en el Estado de México.
“El paisaje nos recordaba a Chile”, dice Ravest, quien a sus 86
años ha quedado viudo hace algunos meses. Trabaja cada día, escribe, sigue el
pulso de su país a través de los medios digitales, ordena sus archivos,
sistematiza sus memorias.
Sabe que el legado del último mensaje de Allende, con sus seis
minutos de grabación, sus 612 palabras que han sido escuchadas una y mil veces
por una generación tras otra, desde hace 40 años, contienen claves aun por
descifrarse.
“Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde
la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano
que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre
para construir una sociedad mejor”.
–Esas palabras ¿Qué te dicen ahora?
–Su despedida sigue siendo un testamento. Nos inyectó esperanza
en el peor momento, pero a 40 años las tareas que nos encargó siguen
incumplidas. En Chile se le venera, se le erigen estatuas. Pero las tareas
fundamentales las hemos dejado incumplidas.
Por eso, al incombustible Ravest le da rabia que el 40
aniversario del golpe de Estado “me pille tan viejo; hay tantas cosas qué hacer
en Chile…”
Ravest y Ligeia intentaron en 1983 un primer retorno, en cuando
el gobierno pinochetista levantó la prohibición de que los exiliados regresaran
al país. Volvieron llenos de esperanza pero para gente íntegra como ellos no
quedaba nada. No había empleo y sus compañeros de partido que permanecieron en
el país miraban con desconfianza a quienes habían salido. Para el relevo
generacional en la dirección del PC militantes como Ravest ya no tenían cabida.
Fue marginado.
Llegó el “NO” a la permanencia perpetua de Pinochet en el poder
en 1988. Y en 1989 el primer gobierno de la Concertación de Partidos Políticos
por la Democracia, con Patricio Aylwin. Y luego tres gobiernos más (Frei, Lagos,
Bachelet). Pero para Ravest no regresó el sueño del cambio democrático. “Esos 20
años de gobiernos de la Concertación han sido un fiasco, incluso los dos del
Partido Socialista”.
En 1995 los Ravest se “autoexiliaron” y volvieron a México, a
sus plazas en Chapingo, en la región texcocana. Desde ahí, Guillermo sigue
soñando con las tareas pendientes de Allende. “En el Chile polarizado de hoy veo
que una parte de la población exige que los perpetradores del golpe pidan
perdón. Y veo que otra parte sigue reivindicando la barbarie y que la única
autocrítica que admiten es que no terminaron con todos nosotros. ¿Qué perdón
puede caber en un país así? Lo único que queda, por lo pronto, es nombrar una
Asamblea Constituyente y redactar una nueva constitución. No podemos seguir
viviendo con la constitución que heredó el dictador, que es la que está
vigente”.
Concluye su libro aludiendo a las palabras postreras de
Salvador Allende que él ayudó a rescatar: “Estas siguen alumbrando e invocando
la esperanza de nuestro pueblo”.
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