Bernardo Barranco V.
Hace 30 años el entonces arzobispo Ernesto Corripio Ahumada publicaba un exhorto durante la campaña electoral de 1979, en la que prohibía a su feligresía votar por el Partido Comunista Mexicano, que recién había logrado su registro condicionado. Desde entonces, los obispos con celo apostólico se sienten en la obligación de orientar e influir en la grey electoral, considerada menor de edad, susceptible de ser manipulada y manoseada. En realidad, es precisamente durante los procesos electorales, momentos de debilidad y redefinición de correlación de fuerzas del sistema político donde los obispos insertan sus demandas e intereses inmediatos y mundanos. Siempre han obtenido beneficios y reivindicaciones gracias a la oportuna intervención del alto clero que, ante el relevo de la clase política, logra sacar provecho de la circunstancia. Recordemos cómo en 1988 pactan con el entonces candidato Carlos Salinas de Gortari cambios constitucionales que se materializarían en 1991; ese año, durante el proceso electoral intermedio y crucial para Salinas, el episcopado surge a la opinión pública con su famosa proclama: Es pecado no votar”. Otro ejemplo encontramos en el famoso e incumplido “decálogo de Fox” en 2000. También se debe reconocer la complicidad de los candidatos y los partidos que se convierten en entusiastas participantes en el juego quimérico del llamado “voto católico”. Se abandona el kulturkampf para entrar en el terreno del pragmatismo y el intercambio de supuestas legitimidades. Históricamente, la Iglesia católica, como pocas instituciones, tiene la experiencia y la capacidad de adaptarse a diferentes formaciones sociales, políticas y culturales; su actuación no se juega ni se agota en coyunturas de corto plazo, sino por el contrario, mira y diseña con su compás de largo alcance.
Sin dejar de reconocer que la jerarquía católica es en sí un actor político social importante en el país, la irrupción política de algunos obispos en procesos electorales en el pasado reciente ha dejado secuelas de crispación y agrias polémicas que obligan permanentemente a preguntarnos sobre los términos de la participación; nos referimos a los márgenes y los límites que tienen las asociaciones religiosas para intervenir en política, en particular durante los procesos electorales, en el contexto de una sociedad moderna, plural y democrática. La Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, así como el código electoral federal, prohíben tajantemente a los ministros de culto ser candidatos a puestos de elección popular, pero también les impiden emitir expresiones en favor o en contra de algún partido político o candidato. Por la prensa se ha dado a conocer que existe una coordinación entre funcionarios de Gobernación y del Instituto Federal Electoral (IFE) con líderes religiosos, principalmente para que conozcan mejor y apliquen las disposiciones legales en la materia.
Hay, de hecho, una repolitización de lo religioso, manifiesta en los últimos 30 años; en interacción intensa con los factores del poder, los actores religiosos buscan introducir sus demandas y visiones. Sin embargo, a una parte del clero politizado le cuesta mucho trabajo relacionarse con otros sectores sociales, especialmente laicos ilustrados o secularizados que claman una distancia y separación de esferas, es decir, evitar la contaminación entre lo religioso y lo político. Es un hecho que a muchas dirigencias religiosas se les dificulta relacionarse con las organizaciones de la sociedad civil, con los partidos emergentes, los sindicatos, los medios, la academia, los intelectuales y especialmente los diversos grupos minoritarios, como homosexuales, grupos de mujeres, ecologistas, etcétera. De aquí se desprende que el verdadero reto que enfrentan las iglesias no es el conflicto tradicional con el Estado por encontrar nuevos equilibrios con el poder, sino el que proviene de las transformaciones de la sociedad que se moderniza y seculariza desde hace más de medio siglo.
La normatividad señala que los ministros de culto sí pueden ejercer su derecho al voto como cualquier ciudadano, pero limita una mayor participación de las Iglesias. Por ejemplo, subsiste la polémica entre el IFE y funcionarios de Gobernación que consideran que no violenta la ley que el clero promueva la participación ciudadana para que acudan a las urnas el próximo 5 de julio; sin embargo, rechazan rotundamente que emitan mensajes velados de propaganda electoral de cualquiera de los contendientes que observen sus normas y posiciones. En cambio, funcionarios del IFE miran con reservas esta iniciativa y no han perdido oportunidad de llamar a la prudencia a la clerecía. La irrupción eclesial en las elecciones muestra la intención de alcanzar un mayor protagonismo en torno a la defensa de la libertad religiosa. La línea de convergencia entre valores católicos y opciones electorales es uno de los componentes centrales en el proceso electoral que vivimos. Por lo menos, así se expresa en el espeso documento emitido por los obispos mexicanos, No hay democracia verdadera y estable sin participación ciudadana y justicia social. La orientación central es que los fieles no voten por aquellos partidos que muestran desapego moral a la normatividad católica, especialmente en materia sexual, moral y técnica. Éste es un nodo de polémica y provocación determinante para el Estado laico: ¿se politiza el evangelio o se evangeliza la política? ¿Dónde quedó la argumentación de Corripio, en su exhorto de 1979, para evitar la ideologización marxista del evangelio? En esta coyuntura el riesgo es la electoralización de los principios cristianos. Los obispos mexicanos deben situarse en la circunstancia actual, deben realizar un análisis fino de la transición y no equivocar su responsabilidad social de prudencia y mesura de cara a este 2009.
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