DENISE DRESSER
México celebra el regreso a la normalidad. El presidente describe cómo el país salvó al planeta entero. Se escuchan aplausos por doquier ante la respuesta firme, la ciudadanía comprometida, el sistema de salud que salió airoso. Y sin duda hay algunos motivos para celebrar, sobre todo a la luz de lo que pudo haber sido y no fue: la pandemia pronosticada que no ocurrió. En lugar de pelear entre sí como acostumbran hacerlo, el gobierno federal y el capitalino lograron coordinarse. En vez del pasmo se impuso la acción. Las encuestas revelan a una población mayoritariamente satisfecha con lo que se hizo, con lo que se decidió, con el cúmulo de medidas instrumentadas. México respondió con contundencia y merece ser reconocido por ello. Laurie Garrett, experta en salud pública global y autora de The Coming Plague Newly Emerging Diseases in a World out of Balance, ha sugerido: “Creo que todo el mundo debería estar diciendo ‘gracias, amigos’, a los mexicanos, por el tremendo sacrificio que han hecho”.
Pero entre espaldarazo y espaldarazo será crucial que el país no pierda de vista la necesidad del post-mortem balanceado. La importancia de las preguntas incómodas. El reconocimiento de los errores cometidos y las carencias reveladas. Porque esta crisis produce motivos para celebrar pero también razones para lamentar. Habrá que ir más allá de las arengas nacionalistas y aprovechar la coyuntura para detectar lo que no funcionó, lo que no ocurrió, lo que no debe propiciar el autoelogio sino la autocorrección. Ojalá que el virus sirviera como catalizador para la crítica constructiva; ojalá fuera visto como una oportunidad para colocar a México bajo el microscopio y así detectar lo mucho que todavía está mal. Porque es probable que, conforme más información vaya saliendo a la luz, México será ovacionado por lo que hizo cuando la crisis viral fue detectada, pero criticado por todo aquello que no hizo a tiempo para prevenirla.
Hay una realidad incontrovertible que tanto el gobierno como la ciudadanía deben conocer y encarar. La Organización Mundial de la Salud ha revelado que desde el 11 de abril alerta a México sobre casos inusuales de neumonía atípica, pero el gobierno mexicano niega la gravedad de lo notificado. Es una incógnita si la información no fluyó de manera adecuada por parte de los estados al gobierno federal, si la descentralización contribuyó a la falta de coordinación, si los encargados de reportar casos de influenza desconocían el protocolo correspondiente. Lo cierto es que la demora tiene un impacto y evidencia que el país aún no sabe investigar, procesar y avisar sobre este tipo de enfermedades con base en las mejores prácticas a nivel internacional. El 16 de abril la OMS pide más información a raíz de reportes que han surgido en los medios. Finalmente, el 23 de abril comienza una estrategia gubernamental de “apaga-incendios” – basada en la clausura de las escuelas– que probablemente pudo haber sido menos drástica si se hubiera detectado el problema con anterioridad y actuado velozmente.
De haber existido laboratorios mexicanos especializados, probablemente se hubiera ganado tiempo valioso. De haberse asumido con mayor seriedad los brotes infecciosos cerca de la granja porcina en Veracruz, probablemente el gobierno hubiera contando con más información de la que tuvo cuando tomó la decisión drástica de clausurar los espacios públicos en el Distrito Federal y a lo largo del país. De haber institucionalizado medidas para la detección temprana de enfermedades epidemiológicas, quizás tanto Felipe Calderón como Marcelo Ebrard hubieran tenido más margen de maniobra ante el microbio mutante. De existir mejores controles sanitarios y ambientales sobre granjas como la de El Perote en Veracruz, quizás México no padecería lo que padece ahora. De haber contado con herramientas más precisas, el gobierno no hubiera tenido que responder a macanazos. Pero las demoras, los rumores, la información incompleta, la colusión entre gobernadores y granjeros, los diagnósticos inconsistentes y las cifras danzantes sin duda contribuyeron a agravar la situación. Provocando un golpe brutal a la actividad económica, al turismo, al empleo, a la inversion, al PIB, a la imagen de un país que ya era visto con sospechosismo en el ámbito internacional.
Pero más importante aún: El H1N1 pone al descubierto un sistema de salud que, según un magnífico reportaje en El País, se vuelve “cómplice del virus”. Porque por un lado está el caso de Manuel Camacho –político prominente atendido inmejorablemente en un hospital privado–, quien sobrevive a la infección. Pero, por otro, está el caso de Óscar Manuel –niño de cinco años proveniente de una familia sin recursos, rechazado en dos ocasiones por un hospital público–, quien sucumbe ante ella. El primero es tratado con guantes de seda; el segundo recibe sólo puntapiés. El primero tiene acceso a cuidados médicos de Primer Mundo, mientras que el segundo se enfrenta a la realidad de un sistema desvencijado. Las esperas eternas, las citas esporádicas, las medicinas inconseguibles o excesivamente caras, los trámites interminables, los médicos ausentes, los diagnósticos tardíos, los antivirales agotados, la desconfianza de tantos frente a instituciones que no funcionan como debieran. La larga lista de razones que explica por qué hay muertos en México pero no en otras partes.
El gobierno se vanagloria del incremento en los recursos destinados al sector salud, pero ante las cifras ostentadas emergen las interrogantes inevitables. ¿Cuántos recursos se destinan al pago se sueldos sindicales y al mantenimiento de “derechos adquiridos”? ¿Cuántos se canalizan a ampliar la cobertura, mejorar los servicios, promover la investigación, instalar nuevos laboratorios, entrenar investigadores de clase mundial? Y si los servicios de salud son tan buenos, ¿por qué la clase política no los usa? ¿Por qué si –como argumenta el presidente Calderón– el sistema de salud “está respondiendo de manera adecuada”, México se ve obligado a solicitar fondos de emergencia al Banco Mundial, a pedir apoyos al BID, a recibir el donativo de tapabocas chinos en el aeropuerto de la Ciudad de México a la 1:30 a.m.?
La respuesta a estas interrogantes no debe ser la autocomplacencia, sino la corrección de los errores. La respuesta ante las semanas que vivimos en peligro no puede ser tan sólo un discurso en el cual se celebra la valentía de los mexicanos, sino la remodelación de un sistema de salud que no los cura a tiempo. La respuesta frente a los féretros no debe ser una condecoración nacional por “haber salvado a la humanidad”, sino el compromiso de salvar a más mexicanos. Si es cierto –como sugiere Felipe Calderón– que la adversidad forja el carácter, entonces el del gobierno mexicano aún está a prueba.
Proceso 10/05/2009
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