Carlos Fazio
Los encuentros en Chapultepec entre el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y los representes de los poderes Ejecutivo y Legislativo han tenido un protagonista central: Javier Sicilia. Aun antes, en las concentraciones en el Zócalo capitalino y Ciudad Juárez –epicentro del dolor y vanguardia de la resistencia al terror y la violencia delincuencial, grupal e institucional–, la singularidad de Sicilia fue visualizada mediante el uso de la palabra y los símbolos.
Diversos actores y comentaristas han puesto énfasis en los besos y los abrazos del poeta. Ambos gestos son expresiones de paz y amor evangélico al otro, considerado no enemigo, a quien se desea humanizar. Pero en otra perspectiva, llevan implícito un mensaje de desacralización del Estado (esa máquina sin alma que no puede liberarse de la violencia, Sicilia dixit), de la figura presidencial, las instituciones y quienes practican una real politik signada por el cinismo y de contenidos inhumanos.
Como hecho inédito de lo anterior, en un país presidencialista y bajo un régimen autoritario y militarizado, queda el registro de la foto de José Carlo González en la primera plana de La Jornada, el 24 de junio, que exhibe una mano de Sicilia sobre el hombro derecho de Felipe Calderón, considerado un igual (sin atisbo de odio o ánimo de venganza) por uno de los daños colaterales de su guerra estúpida. El gesto implica coraje y osadía, y en tanto forma asimétrica de relacionarse con el poder –desde una posición de inferioridad con respecto a su interlocutor omnímodo, de abajo hacia arriba–, conlleva riesgos (represalia, castigo o ataque físico, incluida la muerte), ya que en cierta dimensión opera como símbolo de un contrapoder ciudadano versus un poder autoritario desnudado y responsabilizado públicamente por sus actos criminales.
No obstante, lo fundamental es el nuevo lenguaje de Sicilia. Esa forma radical y sincera de expresión de la verdad, empezando por su inicial ¡Estamos hasta la madre! –que lo emparenta con el ¡Ya basta! zapatista–, que antepone la ética de la palabra a la demagogia y el comercio de la palabra, tan propios de gobernantes y políticos. A esa libertad de decirlo todo y una ética que aleja a Sicilia de cualquier artilugio semántico, retórica, sofisma, falsedad, adulación o silencio, se suman el valor y el deber moral, atributos todos que, según Michel Foucault, en la literatura y la filosofía grecorromana definían una función, la parresía, y una posición del sujeto, el parresiastés, caracterizadas por una relación específica con la verdad a través de la franqueza, cuyo efecto es la crítica y la autocrítica, y cuyo costo es el peligro. “La parresía –escribió Foucault–, requiere el valor de decir la verdad a pesar de cierto peligro. Y en su forma extrema, decir la verdad tiene lugar en el ‘juego’ de la vida o la muerte.”
El concepto de parresía significa la posibilidad del ciudadano de decir lo verdadero frente a quienes detentan el poder. El poder subversivo de la palabra, de la verdad que encierra, se opone a la mentira y la retórica de los que mandan. Exhibe las tramoyas de quienes gobiernan, las tácticas de los sofistas, la esquizofrenia de la clase política, la adulación de los papagayos mediáticos. Para un parresiasta no hay grises ni posibilismos. Las acusaciones de traición y estupidez, dirigidas por Sicilia a los legisladores que aprobaron la minuta de la ley de seguridad nacional, tienen que ver con el hecho de que no cumplieron la palabra dada, y con esa actitud intransigente y estúpida insultaron a las víctimas de la violencia y se traicionaron como hombres. Léase traición, también, como opuesto a lealtad, esa noción tan cara en México a los usos y costumbres de la familia, los clanes y las mafias.
“Los hombres son en la palabra”, decía Paulo Freire. Existir, humanamente, es pronunciar el mundo, transformarlo. Si Sicilia no practicara su diatriba, sería servil ante los otros –incluidos los millares de víctimas de la violencia que hoy creen en su palabra y su acción– e inauténtico consigo mismo. Ante el discurso rastrero, laudatorio del nuevo orden calderonista y la razón de Estado, enunciado por los amaestrados policías del pensamiento en los medios, el lenguaje de Sicilia incomoda, molesta. Su palabra verdadera erosiona el poder que tiene el discurso tecnomediático como vehículo de socialización e imposición de una forma conservadora, homogeneizadora, de ver la realidad, donde no cabe la crítica ni las preguntas radicales sobre el sentido de la vida y las relaciones sociales. Su lenguaje pedagógico –como antes el zapatista– es instituyente de una verdad distinta a la adecuada, a la políticamente correcta del caótico y violento orden neoliberal.
Ante la verdad oficial y la ideología fatalista e inmovilizadora del discurso hegemónico y el de quienes justifican el autoritarismo y la represión barbarizante del régimen de Calderón, la palabra de Sicilia es también un acicate para despertar la autonomía de las demás víctimas de una guerra absurda, irresponsable, fratricida. Su tarea no es fácil. Hasta los excluidos se identifican con las reglas de la clase dominante y las legitiman. Asumir la autonomía requiere ir contra el consenso impuesto desde arriba. La libertad, decía Adorno, se basa en escapar a toda alternativa prestablecida. Pero la lógica de la consecuencia, el correlato entre el decir y el hacer, implica escarnio, sarcasmo, acoso, desacreditación política.
En la agenda de Sicilia y su movimiento sigue el diálogo radical con los ministros de la Suprema Corte de Justicia, esos expertos en la abstracción, la evasión y la ambigüedad. Aunque el poeta ya adelantó que están hasta la madre de la guerra, del engaño y la simulación, y convocó a una movilización popular para el 14 de agosto. Con lo que en el ámbito de lo social organizado se podría entrar en una lógica de movimiento de movimientos, como anticipo de otro septiembre negro.
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