lunes, 27 de septiembre de 2021

Proceso: Las transiciones fallidas

 


Ricardo Ravelo

Septiembre 17 de 2021

Y este es el proceso que debe seguir Proceso: morir para ser otra cosa.

Leí con sentimiento la carta del periodista Alejandro Caballero tras despedirse de la revista Proceso, a la que dedicó más de 21 años de su vida como reportero, primero, y responsable de la página web, después.

Con lujo de detalles, denuncia una larga cadena de abusos, injusticias, excesos, yerros y desatinos que, dice, postraron a la revista en una crisis financiera, pero, sobre todo, editorial tras el arribo de Jorge Carrasco a la dirección del semanario.

Para quienes fuimos parte del semanario quizá nada de lo que expone Caballero sea desconocido. Estos graves problemas en el trato laboral y humano se empezaron a notar tras la muerte de Don Julio Scherer García, en el año 2015. Antes de su deceso, él siempre estuvo atento a que ninguna injusticia se cometiera, aunque el caso de Francisco Ortiz Pinchetti, despedido injustamente en el año 2000, fue una excepción bastante cuestionable. Don Julio, quien siempre dijo admirar a Ortiz por su trabajo excepcional, lo abandonó a su suerte. Luego sobrevinieron las venganzas, inevitables tras el pleito que causó su despido.

En el año de 1996, fiel a un acuerdo establecido, dejaron la revista Julio Scherer, Vicente Leñero y Enrique Maza, los fundadores; ahí empezó a tejerse la desgracia que hoy enfrenta la revista. Scherer no quiso nombrar, de inmediato, un director que lo sustituyera. Dejó que brotara la crisis.

No se sabe si algún resorte emocional inconsciente hizo sentir a Scherer insustituible en la dirección de Proceso, pero en vez de nombrar a un director optó por crear un equipo editorial integrado por Carlos Puig, Gerardo Galarza, Salvador Corro y Francisco Ortiz que operaba en coordinación con Rodríguez Castañeda. Siempre llamó la atención que Scherer no hubiera nombrado un director editorial, preparado con anticipación.

El ensayo no funcionó. Pronto empezaron a notarse las deficiencias, no obstante, la calidad periodística de sus miembros. El resultado: Bajó la calidad informativa, algunas portadas no se sostenían con la fuerza periodística necesaria y surgieron diferencias; el relajamiento en la cobertura de fuentes empezó a ser evidente y Rodríguez Castañeda, con frecuencia, se quejaba respecto de problemas para cerrar una edición contundente con una portada excepcional. Había un declive. Los lectores notaron este “bajón” en Proceso, aunque adentro de Proceso –como es costumbre –nunca se reconoció.

Esto tenía una explicación: Las piezas centrales de la revista ocupaban la mayor parte del tiempo en “grillar” para llegar a la dirección. Marín y Castañeda, enfrascados en esa pelea de poder, se dedicaban a buscar aliados en la redacción y a presionar a Scherer para que tomara una decisión para nombrar un director. En medio del trabajo editorial hubo decenas de reuniones para debatir la necesidad urgente de que el presidente del Consejo de Administración nombrara a su sustituto.

Cuando caminaba por la redacción y se le preguntaba cómo estaban las cosas, Rodríguez Castañeda siempre decía –y no estaba equivocado– que Proceso necesitaba un mínimo de dirección, ya que –decía– la revista no podía seguir en el desorden. La lucha por el poder fue desgastante en más de un sentido. La redacción se dividió. Unos reporteros estaban con Carlos Marín, otros con Rodríguez Castañeda. La pugna crecía cada vez más y una atmósfera de incertidumbre invadía a todos los reporteros, el barco a la deriva.

En marzo de 1999 –dos años y cuatro meses después de que Scherer se había “retirado” de Proceso– las cosas empezaron a definirse, después de una crisis que él mismo dejó crecer. Rafael Rodríguez Castañeda fue nombrado director, pero sobrevino el rompimiento: Carlos Marín renunció a su cargo, lo secundó Froylán López Narváez, quien, dolido por la decisión, dijo: “Yo renuncio y denuncio”. No dijo nada. Sólo fue amenaza. Ambos cobraron una liquidación cuantiosa, dejando a Proceso en crisis. Con Marín se fueron algunos reporteros aliados suyos que luego tuvieron cabida en Milenio, por suerte.

Todavía recuerdo la cara de felicidad de Rodríguez Castañeda y su frase minutos después de su nombramiento: “Será para bien”, dijo, mientras se paseaba por la redacción de la revista saludando y abrazando a los reporteros.

En estricto sentido, Julio Scherer nunca se retiró de la revista. Nombró a Rodríguez Castañeda pero se volvió una sombra para él. Frecuentemente visitaba las instalaciones de Proceso, saludaba a los reporteros y se reunía con Rodríguez Castañeda para delinear temas, hablar del país, sugerir enfoques, asuntos, entre otras cosas. Esto quizá incomodaba al nuevo director, pero también ayudaba en la buena marcha de la revista. Era una autoridad moral y se le veía como el padre de una familia que, él mismo, asumía porque, ante cualquier riesgo, acudíamos a Scherer.

Todas las portadas eran cuestionadas por Don Julio, implacable en la crítica, punzante en la crítica. Scherer hablaba con los reporteros, les preguntaba cómo se sentían, qué estaban haciendo, en qué asuntos estaban trabajando, en fin, nunca edificó murallas de silencio, jamás se negó a hablar con los reporteros que buscaban para aclarar dudas o comentar chismes con él. Fue un hombre abierto para todos.

Tras la muerte de Don Julio –que todos lamentamos todavía– las cosas empezaron a cambiar, pero para mal. Comenzaron las injusticias laborales, el mal trato en algunos casos, algunos despidos fueron calificados como injustos y, paulatinamente, la parte editorial empezó a mermar. El rigor se había relajado. La revista se sostenía sólo en los anclajes de su historia, pero ese recurso se agotó. El archivo –por cierto, muy rico– también lo agotaron en publicaciones de números especiales y libros. Todo se ceñía a una historia de gloria, pero hacia adelante no había nuevos temas. La pasión estaba agotada, muerta la cabeza de una dirección sin ímpetu. Ya no se podía vivir del pasado.

Como director, Rafael Rodríguez Castañeda no aprendió de su pasado y repitió el error de Scherer. Él mismo sabe que cuando fue nombrado director la revista recobró el rumbo perdido en aquel 1999. Cuando tomó la dirección se dijo que las finanzas estaban en números rojos. Y salió adelante porque tuvo un acierto: se hizo de un equipo. Tenía a su alrededor a Antonio Jáquez Enríquez, un extraordinario periodista lagunero como asesor; luego nombró a Salvador Corro, leal en todo momento; contaba con grupo de reporteros que siempre le salvaban la portada de cada semana. Había uno que otro consentido y becados que le daban más dolores de cabeza que satisfacciones. Pero en lo general siempre tuvo la lluvia de ideas y las propuestas informativas necesarias para sacar adelante la edición semanal, algo indispensable para un director.

Luego vino la siguiente transición en medio de una crisis económica y editorial. Rodríguez Castañeda seguía al frente de Proceso. Más de una voz le insistió en que era tiempo de retirarse, a punto de cumplir dos décadas en la dirección. Desoyó la sugerencia. En algún momento había pensado en irse dejando finanzas sanas y un semanario firme en lo editorial, pero se tardó demasiado, a mi ver. Sería injusto decir que toda la culpa de esta debacle es suya. Hay otras razones: Una serie de factores –nuevos medios digitales mejor dotados de recursos, el anclaje de Proceso a un romanticismo periodístico insostenible e inexistente, la resistencia a dar el paso a lo digital, entre otros– sumieron a la revista en la crisis editorial que actualmente padece.

Tengo la certeza de que Jorge Carrasco, el actual director de Proceso, no era la carta fuerte de Rodríguez Castañeda para suplirlo. A pesar de la situación crítica, se negó, en más de una ocasión, a dejar la dirección pese a que su posición ya era insostenible. Quizá también, como Scherer, se sintió insustituible.

Presionado por las circunstancias y por la familia Scherer, finalmente dejó la dirección y le pasaron la estafeta a Carrasco que, se asegura, había sido recomendado por Don Julio Scherer antes de morir. La familia quiso respetar esa decisión del fundador de Proceso, se ignoran las razones. ¿Se equivocó Don Julio Scherer como lo hizo en Excélsior con Regino Díaz Redondo? Ya veremos. ¿A quién hubiera nombrado Rodríguez Castañeda? ¿A uno de sus exalumnos para él continuar al frente?

Lo que actualmente está ocurriendo en el semanario, con el respeto que en lo personal me merece la carta de Alejandro Caballero, no es culpa de Jorge Carrasco: es consecuencia de una larga cadena de yerros y desatinos que, actualmente, desembocan en una crisis muy grave.

Con respecto a ti, Caballero, gran periodista y la carta, opino: Coincido en buena parte con tu misiva. Admiro tu decisión de decirlo. Lo aplaudo. Ese fue el ejemplo del maestro Don Julio Scherer. Con esa libertad te digo: Las injusticias privan en todos los medios de comunicación. Hay luchas de poder, muertos y heridos. Pero cuando el reportero sabe lo que es ningún agravio daña. Lo que duele es el ego. Lo más profundo jamás duele. Se lastima la imagen que hemos construido, lo falso, lo que creemos que somos, nunca lo que somos.

Ahora, sí es muy cuestionable la posición de Jorge Carrasco, sobre todo cuando dijo que iba a honrar la historia de Proceso y a seguir el ejemplo de Julio Scherer. Creo que se equivoca. En esa historia de gloria hay cosas rescatables, pero no se pueden repetir los errores, que no fueron pocos.

El actual Proceso jamás podrá volver a ser lo que fue con Scherer ni con Rodríguez Castañeda, en su etapa previa a la muerte de Scherer. No se puede seguir viviendo del pasado. Aquello ya fue. Lo que continúa jamás se renueva. Algo debe morir para volver a surgir. Y este es el proceso que debe seguir Proceso: morir para ser otra cosa.

Lo que surja de esos escombros o lo que quede estará en la justa medida de lo que son sus actuales directivos en lo moral, ético y profesional. Es otra generación, otra visión de las cosas. Lo otro ha muerto. Ojalá lo entiendan algún día. No es posible ser el pasado y el presente al mismo tiempo.

En esta nueva etapa de Proceso seguramente se sumarán más errores. Los aprendizajes son dolorosos y cuestan muy caro. Carrasco y su equipo se tendrán que seguir equivocando una y otra vez para construirse. No hay otro camino. Es el costo histórico de no haber preparado a un director para tamaño reto. Y aquí los responsables son Julio Scherer y Rafael Rodríguez Castañeda. La soberbia está cobrando la factura y hay que pagarla. A Carrasco le entregaron una revista en crisis financiera y editorial, a la que se suma lo ético y moral. En esto hay que recomponer el camino. La apuesta es dejar de mirar al pasado –eso está muerto– y seguir adelante con lo que se disponga y hasta donde tope.

Siempre se dijo que Scherer se llevaría a Proceso a la tumba. Eso es retórica. Scherer está muerto. Ya fue. Proceso, pese a todo, tiene vida.

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