Sobreviviente de la matanza de Tlatelolco acaba de concluir el libro Los que nos quedamos...
Lo más cruento del 68 ocurrió en la madrugada del 3 de octubre: Bazán
Después de las 11 de la noche comenzaron las oleadas de plomo contra los edificios: Los muertos eran niños, mujeres, ancianos, jóvenes que vivían en los departamentos
El investigador tardó 20 años en recabar la información inédita que incluye en el volumen, aún sin editar
El 2 de octubre de 1968, Sergio Bazán, quien hoy tiene 76 años y es geólogo de profesión, se encontraba en el departamento 601 del edificio Guanajuato. En entrevista, aclaró que decidió narrar su testimonio para despertar conciencia socialFoto Cristina Rodríguez
Ángel Vargas
Periódico La Jornada
Domingo 2 de octubre de 2011, p. 2
Lo más cruento de la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco no ocurrió durante la tarde, sino a partir de las 11 de la noche y hasta las tres primeras horas de la madrugada del día siguiente, según Sergio Bazán, testigo y sobreviente de esos hechos.
En ese momento, refiere, los entre 8 y 10 mil militares y granaderos desplegados en el lugar abrieron fuego a mansalva contra los edificios, por espacios de entre 10 y 15 minutos continuos, para luego hacer un receso durante un tiempo similar, en el que entraban en acción francotiradores que disparaban contra lo que se moviera, incluso hacia el interior de los departamentos.
El resultado de esa sanguinaria acción, rememora, fue el asesinato de una indeterminada cantidad de habitantes de los edificios de Tlatelolco, además de innumerables heridos.
Sergio Bazán Barrón acaba de concluir un libro sobre ese pasaje histórico, en el que asegura se consigna información inédita, como la anteriormente referida. Fue un proceso de 20 años, entre recabar la escasa información existente y corroborar cada dato.
Los que nos quedamos: relatos históricos del antes y después de los aciagos días del 2 y 3 de octubre del 68, en la Plaza de las 3 Culturas, en Ciudad Tlatelolco, México, DF es el título de ese volumen, el cual consta de dos tomos y aún permanece sin editar.
Fueron cuatro horas de terror e incertidumbre las de esa madrugada del 3 de octubre. Los balazos rompían vidrios y chocaban contra el concreto exterior de los edificios o los muros internos de los departamentos, recuerda el autor en entrevista con La Jornada.
La noche se escuchaba como una fuerte granizada sobre un techo de lámina. Antes, el ejército había sacado del lugar a los muertos del primer ataque de la tarde. Eran incontables, narra.
De igual forma, los militares se encargaron de dejar la zona libre de los muchos periodistas y fotógrafos que allí estaban, lo mismo que de los líderes del movimiento estudiantil, que con el tiempo se sabría fueron llevados al campo militar número 1 en las primeras horas de la madrugada del 3 de octubre.
De 76 años y geólogo minero de profesión, con doctorado en Ciencias, el investigador aún mantiene muy fresco el recuerdo del desconcierto que experimentó desde que a las 6:12 de la tarde del 2 de octubre detonó un inicial disparo en Tlatelolco y luego, cuando cayeron los primeros muertos.
Él se encontraba dentro del departamento 601 del edificio Guanajuato, bañándose, lo que interrumpió al oír unos alaridos procedentes de la Plaza de las Tres Culturas. Era la reacción de los estudiantes participantes en el mitin cuando un altavoz anunció el arribo al lugar de los ferrocarrileros.
Desnudo, me asomé por la ventana y vi cómo llegaban dos contingentes de ferrocarrileros para apoyar el movimiento. Me hubiera regresado a bañar si no es que de repente llamó mi atención un helicóptero muy grande que volaba muy bajo; después surcó el cielo una bengala y luego otra, que llegó aún más alto, relata.
“En cuanto esa segunda bengala tocó el piso, eran las 6:12 pm, se escuchó el primer disparo, proveniente de entre la parte sur del edificio Chihuahua y el techo de la iglesia; se inició el fuego cruzado, durante el cual fueron ejecutadas a quemarropa varias personas, mientras la multitud corría para tratar de resguardarse.
“No sabía qué estaba pasando; vi entre la multitud a unos hombres que cubrían una de sus manos con un guante blanco o un pañuelo del mismo color; mi primera impresión fue que eran estudiantes.
De repente, mi puerta fue golpeada violentamente, me medio vestí y fui a abrir. Sin decir nada, entraron tres jovencitos y de pronto cuatro más, entre ellos una señorita preparatoriana.
Todos ellos eran de los estudiantes que habían asistido al mitin, su edad oscilaba entre los 13 y 17 años, y se sentían traicionados luego de observar lo que estaba ocurriendo, según el autor.
Ese primer tiroteo, relata, duró poco más de una hora, y concluyó alrededor de las 7 y media del anochecer, cuando comenzaron a caer las primeras gotas de lo que minutos más tarde sería un cerrado aguacero.
Dentro del departamento, los siete estudiantes y yo podíamos escuchar después cómo los soldados pasaban por los pasillos de los edificios. Temíamos que en cualquier momento entraran a catearnos, lo que no aconteció.
De esa manera transcurrió el tiempo hasta llegar las 11 de la noche, cuando sonaron unas cornetas y comenzaron las oleadas de plomo, que, como ya se dijo, duraron cuatro horas, agrega.
Entre los recesos de esos ataques, ya entrada la madrugada, Sergio Bazán se asomó un par de ocasiones para ver qué ocurría afuera, pero en un tercer intento un estallido destrozó el cristal de la ventana, cuyos fragmentos se impactaron contra su rostro.
Las postas de una bala pasaron rozando su cabeza, refiere. Otros impactos habían entrado en el transcurso de las horas a diferentes habitaciones del departamento.
En punto de las 3 de la madrugada del 3 de octubre, en medio de un silencio sepulcral, una serie de luces intermitentes rojas se reflejó en el plafón del departamento.
Saltamos de sorpresa y me asomé; era un convoy de más de 50 ambulancias que entraba a la plaza: en ellas se llevaban a los heridos de la balacera ocurrida durante la madrugada. Los muertos en la misma fueron tendidos sobre el estacionamiento. Eran niños, mujeres, hombres, ancianos, jóvenes que vivían en los departamentos, así como algunos estudiantes que se habían refugiado en los inmuebles.
El geólogo contó 40 camillas alineadas en el momento en que observó aquellas luces intermitentes. Todo estaba en silencio en la zona, recuerda; incluso se podían oír las voces de tres o cuatro funcionarios que llegaron al lugar, elegantemente vestidos, quienes daban órdenes.
A las cuatro de la madrugada, los servicios de agua, luz, gas, teléfono del lugar fueron restablecidos, y la iluminación de la explanada se encendió, cuenta. Ha sido la noche más larga en la vida de Sergio Bazán, y seguramente en la de todos los que estuvieron en Tlatelolco en esa ocasión.
Tensos, lo siete estudiantes y el geólogo planearon cómo abandonar ese sitio y decidieron hacerlo de dos en dos, con espacios de cinco minutos, a partir de las siete de la mañana, lo cual finalmente cumplieron.
Yo salí al último, con la estudiante preparatoriana. Llegamos adonde estaba mi auto estacionado y allí me encaré con dos militares, un sargento y un cabo. Les reclamé por qué habían disparado a mansalva si ningún balazo había salido del edificio, a lo que me respondieron que tenían órdenes de dispararle a lo que se moviera, indica.
Le pregunté de quién, ¿de Díaz Ordaz?, ante lo cual el sargento levantó su fusil y amedrentó con darme un culatazo. Había muchos soldados alrededor. Subí al auto con la muchacha, a quien dejé sobre Reforma y de quien nunca he vuelto a saber algo, como tampoco de sus seis compañeros.
Sergio Bazán está convencido de que el libro Los que nos quedamos... llena el vacío que existe en las diferentes historias sobre lo ocurrido el 2 de octubre de 1968 después de que el Ejército emprendió su primer ataque contra el mitin de estudiantes.
La historia de los hechos fue desviada, sesgada y truncada hasta las 22:30 horas del 2 de octubre, asevera el autor, quien aclara que el propósito de narrar estos hechos es despertar consciencia social.
Existe una necesidad urgente de imponer un cambio político, económico, social y cultural para las próximas generaciones, que, de no hacerlo, serán herederos de una nación desquiciada, gobernada por una elite de políticos cínicos, simuladores, oportunistas, demagogos y ladrones.
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