Robert Fisk
Recientemente me pidieron dar una charla sobre Medio Oriente. Leí en la invitación: Queremos llevar a visionarios, innovadores, hacedores, fundadores, conectores y a su comunidad a compartir un espacio”. Con tanta gente congregada en un espacio, “es inevitable que surjan chispas, que las ideas encuentren impulso y el cambio positivo nazca”.
Claro que no tengo la menor intención de participar en ese “espacio” en particular. No quiero nada que ver con una invitación escrita en un lenguaje tan salpicado de lugares comunes, con todas las trampas de los sicobalbuceos seudoacadémicos y el optimismo complaciente. Son palabras vacías y excluyentes, de elitismo y moda, en una conferencia sin mayor propósito que dar una conferencia. Acerca de nada.
Ya en otra ocasión he expresado mi molestia con la palabra “espacio”, excepto en “hombre del espacio” o “nave espacial”. Pero se ha vuelto un contagio. En unos cuantos días he formado una colección de ejemplos de personas que escogen las palabras por prestigio, más que por significado. En Moscú, esta semana, Joy Neumeyer, en una reseña sobre una exhibición de Dalí, escribió que el diseñador había “transformado el espacio del museo en una instalación surrealista”. La palabra “espacio” es del todo redundante en esa frase. Desde París, me entero de que los Campos Elíseos son un “espacio comercial”. En The Oldie, noto que en Camden Market una bandera del Che Guevara “comparte espacio” con una Union Jack con el tema del duque y la duquesa de Cambridge.
En Beirut, un profesor de la Universidad Americana revela al mundo que el finado historiador libanés Kamal Salibi “creó un espacio en el que la singularidad de Líbano es subrayada al colocar a Líbano en su contexto árabe”, en tanto otro escritor árabe informa a sus lectores que los “activos” del régimen sirio están “apilados en un espacio cada vez más y más pequeño”. En el Irish Times leo que una librería Sligo, muy querida y ahora cerrada, era un “espacio compartido”, mientras una vocera de Dublin Port señala que su compañía necesita “un largo espacio junto al muelle” (donde “espacio” vuelve a ser redundante).
Hasta la librería London Review, en Bloomsbury, es ahora, según sus publicistas, presumiblemente instruidos, “un espacio atractivo”, cuando decir “es atractiva” o “es un lugar atractivo” habría tenido más sentido. La semana pasada encontré incluso un “espacio de taller” disponible en una conferencia, con lo cual combinaron en una frase dos de las palabras que más odio. Noto que el Museo Británico ofrece “talleres interactivos (sic)” el 11 de noviembre. Aléjense, oh, lectores. Los talleres son para los carpinteros.
Hasta los viejos lugares comunes son revividos constantemente. “Ofensiva” murió por un tiempo, pero ahora está en uso cotidiano: “ofensiva” israelí, “ofensiva” siria, “ofensiva” de Cameron contra el crimen (es de suponerse que de un carácter menos letal). Un colaborador de The Lawyer escribió la semana pasada que los abogados estaban “en pie de guerra” con respecto a cierto sitio web. Dios mío, yo solía escribir en el Sunday Express sobre aldeanos que estaban “en pie de guerra” acerca de un proyecto carretero que cortaría sus “verdes prados”… ¡y eso fue hace 20 años!
Me temo que siempre tendremos que lidiar con esta basura. Con frecuencia me avisan de aburridas conferencias académicas cuyos participantes realizarán “sesiones plenarias”, como si fueran las conversaciones de los Tres Grandes en Yalta o Postdam. El Irish Times (de nuevo) me cuenta de familias del Departamento de Incendios de la ciudad de Nueva York que están por fin “llegando a términos” con sus tragedias del 11-S. Y después de eso es de suponerse que “seguirán adelante”. Cameron añadió una nueva versión de esas frases cuando la semana pasada habló de una “agenda internacional que debe ser progresada con respecto a Libia”. ¿Qué idiota de relaciones públicas metió la palabra “progresada” en el discurso? ¿O fue el mismo Cameron?
Y así una y otra vez. Los políticos continúan “luchando por su vida política” y los africanos mueren del “letal virus del ébola” (probablemente la versión no letal sea tan inocua como el resfriado común).
Alguien del Fondo de Preservación de Edificios de Belfast anunció el mes pasado que sus “antecedentes son en el cabildeo y los asuntos públicos, referentes a animar a la gente a pensar fuera del cartabón”. Yo creía –de veras– que la frase “pensar fuera del cartabón” tenía una estaca atravesada en el corazón. Creí que otro espantoso lugar común había expirado hasta que leí que el presentador de televisión Tim Lovejoy había descubierto que Ciudad Ho Chi Minh estaba “fuera de mi zona de control”.
¿Llegará el fin de tanta tontería? Un texto publicitario de un nuevo libro sobre Medio Oriente –sobre el Sueño en el Islam, tema importante– termina con la observación de que, “al observar pautas de sueño –transculturales, sicológicas y experienciales (sic y G, los dos al mismo tiempo)–, se puede lograr el entendimiento del papel y la significación de esa imaginería crítica, política y personal contemporánea”.
Sólo hay una reacción posible ante estas cosas. En el momento en que surjan los clichés, arrojar la invitación al cesto de papeles o romper la página. El duque de Gloucester, hermano de Jorge, alguna vez ofendió al escritor de La decadencia y caída del imperio romano al saludarlo con estas palabras imperecederas: “Siempre garrapateando y garrapateando, ¿eh, señor Gibbon?” Gibbon no se merecía eso. Nosotros sí.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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