viernes, 14 de octubre de 2011

La alianza sangrienta: paramilitares, narco y ultraderecha

EDGAR TÉLLEZ

La experiencia colombiana demuestra que, una vez desatado, el fenómeno del paramilitarismo no se detiene: hace alianzas con el narco, inventa nuevos enemigos políticos y cambia de intereses y de líderes. Y mientras resuelve sus contradicciones a balazos sigue matando, no sólo a sus rivales armados, sino a civiles, sus adversarios más cómodos. El corresponsal de Proceso en Colombia, Édgar Téllez, colombiano él mismo, ofrece aquí un retrato del monstruo que en su país está resurgiendo de sus cenizas.

Bogotá.- Desde mediados de 2006, los colombianos se acostumbraron a ver en los medios de comunicación, principalmente la tele, los anuncios diarios de la Fiscalía General de la Nación para convocar a los ciudadanos de todo el país a las audiencias judiciales en las que paramilitares encarcelados revelan las identidades de sus víctimas, así como detalles de los crímenes que cometieron.

Es una romería dolorosa que les ha permitido a miles de familias conocer el destino final de sus parientes, asesinados por los grupos armados ilegales que por años se enfrascaron en una sangrienta guerra. Ésta, según los cálculos más moderados, ha dejado no menos de 30 mil muertos en casi tres décadas.

Son las víctimas de los grupos de extrema derecha, autodefensas o paramilitares que desde 2002 entraron al proceso de desmovilización, en el que obtienen sustanciales rebajas en sus penas –ocho años de cárcel, según la Ley de Justicia y Paz– a cambio de confesar todos sus crímenes.

Así, por el sometimiento a la justicia de unos 25 mil paramilitares, entre comandantes, mandos medios y combatientes, Colombia empieza a conocer poco a poco la dimensión de una tragedia que al comienzo tuvo visos ideológicos, pero que pronto se convirtió en el medio idóneo del narcotráfico.

Ahora, cinco años después de dejar las armas, registros de la fiscalía nacional indican que los paramilitares han reconocido 16 mil 289 homicidios, 679 matanzas y mil secuestros. También revelaron la existencia de 3 mil 378 fosas donde sepultaron a sus víctimas.

El fenómeno paramilitar empezó a mediados de 1983, cuando los habitantes de la calurosa y rica localidad ganadera de Puerto Boyacá se cansaron de la extorsión, el boleteo y el secuestro por parte de guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que hacían de las suyas al amparo de un incierto proceso de paz promovido por el gobierno del conservador Belisario Betancur.

Según expedientes judiciales de la época, cuatro reconocidos ganaderos de la región: Pablo Guarín, Carlos Loaiza, Luis Suárez y Gonzalo Pérez, organizaron la primera autodefensa contra la guerrilla y conformaron pequeños grupos de civiles –de 5 a 10 hombres, según el lugar– que patrullaban la región acompañados en forma encubierta por integrantes del batallón Bárbula, una unidad militar destacada en la zona.

Al principio, ganaderos, hacendados, comerciantes y habitantes de Puerto Boyacá aportaron pequeñas cuotas –entre 100 mil y 200 mil pesos de entonces, equivalentes a 50 y 100 dólares de hoy– para dotar a las autodefensas de armas y equipo de comunicación.

La estrategia pronto empezó a dar resultado. Al cabo de numerosos enfrentamientos y de la matanza selectiva de personas señaladas como cercanas a las FARC, los guerrilleros empezaron a replegarse.

El auge de las autodefensas ocasionó problemas de liquidez. El pequeño ejército creció a más de 200 hombres que requerían sueldo y pertrechos. Esto fue aprovechado por el ya poderoso y todavía desconocido capo del narcotráfico Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano, quien tenía su centro de operaciones en la localidad de Pacho, departamento de Cundinamarca, a 100 kilómetros de Puerto Boyacá.

Con una inyección continua de dinero, El Mexicano permeó a las autodefensas, las utilizó para intensificar la guerra contra las FARC y de paso impulsó su negocio al lado de Pablo Escobar, con quien lideró el poderoso cártel de Medellín.

Rodríguez Gacha le dio un nuevo aire a la autodefensa de Guarín, Loaiza, Suárez y Pérez, hasta que en 1985 encontró un nuevo enemigo: la Unión Patriótica (UP), movimiento político de corte comunista que surgió ese año durante los diálogos con Betancur, a la sombra de las FARC.

El capo hizo suya la lucha contrainsurgente y en 1987 contrató los servicios de Yair Klein, un veterano militar israelí que integró cuerpos de asalto en las Fuerzas Armadas, participó en numerosas operaciones especiales en el extranjero y que al salir del servicio activo se convirtió en mercenario.

Klein llegó a Colombia a finales de 1987 y en febrero del año siguiente les impartió el primer curso paramilitar a 30 hombres seleccionados por El Mexicano y por los jefes de las autodefensas de Puerto Boyacá. La instrucción incluyó el uso de armas, de explosivos y asalto a fortificaciones, se realizó en la finca La 50, propiedad del narcotraficante, y fue grabada en video. Actualmente Klein está condenado a 10 años de cárcel y la fiscalía general solicitó ya su extradición.

Con las autodefensas y un sector de la fuerza pública, El Mexicano ordenó arrasar a la UP, que en los comicios regionales de 1986 –ocho meses después de su fundación– sacó elegidos cinco senadores, nueve representantes a la cámara, 14 diputados, 351 concejales y 23 alcaldes.

En los siguientes dos años, las fuerzas de extrema derecha prácticamente exterminaron a la UP: le asesinaron a dos candidatos presidenciales, ocho congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y cerca de mil 500 integrantes.

Por esa época comenzaron las matanzas. Las primeras corrieron por cuenta de Alonso de Jesús Vaquero, alias Vladimir, uno de los alumnos aventajados de Klein y quien hoy purga una larga condena por los asesinatos de 77 personas, entre ellas 15 funcionarios judiciales, en Segovia, La Rochela y Cimitarra, en los departamentos de Santander y Antioquia.



"Los Pepes"



El desafío paramilitar fue tal que en la entrada del municipio permaneció varios años una enorme valla con el letrero: "Bienvenidos a Puerto Boyacá, tierra de paz y progreso, capital antisubversiva de Colombia".

A finales de los ochenta, el fenómeno paramilitar empezó a repetirse en otras zonas del país, pero principalmente en el departamento de Córdoba y en la zona bananera de Urabá, fronteriza con Panamá, donde las FARC estaban muy activas. El 30 de agosto de 1988 un comando de 30 hombres incursionó en el caserío El Tomate –a 80 kilómetros de Monytería, capital de Córdoba– y no sólo asesinó a 16 personas a las que acusó de auxiliar a la guerrilla, sino que incineró las 56 viviendas de madera.

La noticia de la matanza en Córdoba ocupó las primeras planas de la prensa. Los medios pronto revelaron que en esa zona había un enorme enclave paramilitar encabezado por un hombre del que no se tenía mayor información: Fidel Castaño Gil, alias Rambo, el mayor de 11 hermanos cuyo padre fue asesinado en 1981 por las FARC.

Aun así, el proyecto paramilitar de aquellos días sufrió varios golpes. Los fundadores de las autodefensas de Puerto Boyacá fueron asesinados en diversas circunstancias entre 1987 y 1988. En diciembre de 1989, la policía dio muerte a El Mexicano cuando huía hacia Coveñas, en la costa del Atlántico.

A principios de los noventa, la visibilidad de los paramilitares pasó a un segundo plano en la agenda nacional, entre otras cosas porque el país se concentró en enfrentar el terrorismo de Pablo Escobar y el enorme poder que desplegó para desalentar su extradición a Estados Unidos, el único fantasma que lo asustaba.

Incluso, los incipientes jefes de las autodefensas de Córdoba dejaron de lado momentáneamente la confrontación con la guerrilla y se pusieron la camiseta de quienes querían ver muerto o extraditado al temible jefe del cártel de Medellín.

Luchar contra Escobar y su ejército de sicarios desembocó en la creación de una oscura alianza de narcotraficantes, autoridades y agencias extranjeras, que en julio de 1992 conformaron una especie de grupo paramilitar bautizado como Perseguidos por Pablo Escobar, Los Pepes. Fidel Castaño, otrora socio de Escobar, y su hermano menor Carlos, se sumaron a la nueva organización que –como consta en investigaciones realizadas años después– se reunía secretamente en Medellín, en la sede del denominado Bloque de Búsqueda, una célula especial de la policía creada con la única misión de perseguir a Escobar.

Los Pepes eliminaron uno a uno a los principales lugartenientes del capo y desataron un baño de sangre que un año después, a mediados de 1993, había dejado en el camino a más de 500 de sus hombres, entre sicarios, abogados y personas cercanas a él. En diciembre de ese año, el Bloque de Búsqueda dio con el escondite del narcotraficante y lo abatió en el tejado de una casa en Medellín, al lado de dos de los pocos guardaespaldas que le quedaban.

La tranquilidad conseguida con la desaparición del cártel de Medellín duró poco. La llegada de un nuevo gobierno en 1994 desencadenó una escalada de violencia sin antecedentes, protagonizada por el creciente poder militar de las FARC y por el ya incontenible avance de los grupos paramilitares.

La muerte de Fidel Castaño en abril de ese año durante un combate en Urabá con guerrilleros del Ejército Popular de Liberación (EPL), ya desaparecido, no frenó el impulso de la autodefensa. Carlos Castaño asumió la vocería política y militar de la organización.

La debilidad política del entonces presidente Ernesto Samper, quien gobernó la mayor parte de sus cuatro años bajo la sombra del escándalo que suscitó el financiamiento de su campaña por el cártel de Cali, derivó en un fortalecimiento de los grupos ilegales y en un marcado deterioro de la fuerza pública.

En ese cuatrenio, las Fuerzas Armadas sufrieron los mayores golpes de la historia con la destrucción de pueblos, la toma de bases militares y el asesinato de 500 uniformados, así como el secuestro de 300 más al cabo de las cruentas ocupaciones de las bases de Las Delicias y Patascoy, entre otras, durante 1995 y 1997.

En forma paralela, la silenciosa avanzada de las autodefensas de Castaño llegó al eje bananero, al Atrato, al occidente y oriente de Antioquia y al Nudo de Paramillo, donde iniciaron una feroz guerra contra las FARC por el control territorial. Esa confrontación incluyó rápidamente a la población civil, que se convirtió en blanco de los dos bandos, lo que forzó la huida de miles de campesinos.

En abril de 1997, Castaño fusionó las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) con las del Magdalena Medio y las de los Llanos Orientales para conformar las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una especie de federación de grupos regionales con mando individual que contaba con una junta directiva de 12 integrantes.

Poco después Castaño ordenó ejecutar una de las peores matanzas de los paramilitares: la de Mapiripán, al sur del departamento del Meta, un reconocido enclave de las FARC en aquella época.

Con la complicidad de integrantes del ejército, el 15 de julio de ese año dos aviones de carga provenientes de los campamentos paramilitares en Urabá llegaron al pequeño aeropuerto de Mapiripán con 200 hombres armados, que ocuparon el caserío durante cinco días y sometieron a sus habitantes a los peores vejámenes. Los paramilitares abandonaron el caserío el 20 de julio, luego de torturar y asesinar salvajemente a 49 personas.

La barbarie paramilitar se incrementó en el siguiente gobierno, el de Andrés Pastrana, quien se la jugó en la negociación con las FARC durante 42 de los 48 meses que duró su mandato. En ese periodo, las fuerzas comandadas por Castaño ejecutaron mil masacres, ocasionaron que 2 millones de personas abandonaran sus tierras y asesinaron a decenas de activistas de derechos humanos y sindicalistas.

No obstante el poderío de los paramilitares, que además anunciaron con bombo y platillos que 30% de los congresistas eran afectos a su causa, el narcotráfico terminó por destruir por dentro la organización. Los "paras" dejaban de lado la causa antisubversiva por la tentación del dinero.

Algunos jefes, entre ellos Castaño, vieron en el gobierno de Álvaro Uribe una oportunidad para pagar sus penas y regresar a la vida civil. Por ello iniciaron en 2002 un proceso de negociación que culminó en 2005, con el sometimiento de los principales jefes paramilitares y su concentración en un campamento en Santafe de Ralito, una pequeña población en el departamento de Córdoba, corazón de las autodefensas.

No obstante, el propio Carlos Castaño se quedó en el camino: fue asesinado en abril de 2004 por su hermano Vicente, cuando éste comprobó que avanzaba en un proceso secreto de acercamiento a las autoridades estadunidenses. Aun así, el acuerdo avanzó y los paramilitares fueron cobijados por la Ley de Justicia y Paz, que previó ocho años de prisión para los integrantes de las autodefensas a cambio de confesar todos sus delitos, indemnizar a sus víctimas y abandonar el narcotráfico.

Pero la concentración de los poderosos jefes paramilitares supuso un desafío para Uribe, porque incurrieron en todo tipo de desmanes, incumplieron los compromisos judiciales y continuaron con sus andanzas. Uribe cortó de tajo el problema y en la madrugada del 13 de mayo de 2008 ordenó la extradición a Estados Unidos de 13 de los principales comandantes de las AUC, entre ellos Salvatore Mancuso y Diego Murillo Bejarano.

En medio de tropiezos, los paramilitares que abandonaron las armas y se sometieron a la Ley de Justicia y Paz han avanzado desde hace seis años en el lento proceso de confesar sus crímenes. En la práctica, las estructuras paramilitares están desmontadas y decenas de colaboradores de las AUC tras las rejas, entre ellos medio centenar de congresistas a los que la justicia les probó relaciones directas con las fuerzas de extrema derecha. Al mismo tiempo empezó el proceso de devolverles las tierras a los campesinos que las abandonaron para salvarse de los paramilitares y los guerrilleros.

Proceso
10/10/2011

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