David Huerta
Mi padre mandó a aquel jovencito, casi adolescente, llamado José Emilio Pacheco, a que me comprara un dulce. Fuimos: él me llevaba de la mano y caminamos en silencio –así debió ser: en silencio, pues ¿qué podíamos decirnos en esa situación?–, compró una paleta Mimí y me la dio. Eso fue todo. Yo tenía menos de 10 años y él todavía no cumplía los 20. Fue un dechado de gentileza y de paciencia. Siempre ha sido José Emilio paciente y gentil conmigo, o casi; cuando se trata de faenas intelectuales, ha sido más bien de un rigor ejemplar.
Un día auspicioso me encargó una antología de cuentos románticos mexicanos para la colección universitaria Biblioteca del Estudiante, que él dirigía: se la entregué, y en una memorable sesión telefónica –memorable para mí, digo– me señaló, implacable, mis errores, y rehice el trabajo de punta a cabo; la antología salió decorosa, y sigue viva: el mérito es de JEP, y las fallas no detectadas por él siguen, ay, siendo mías.
José Emilio suele recordar ese primer encuentro nuestro ante desconocidos, que sonríen, siempre un poco desconcertados: ¿qué les parecerá tan gracioso a estos dos bichos, JEP y yo, de ese encuentro? La verdad, nada especial; todo, en el horizonte de más de 50 años que nos separan de esa pequeña historia. Mi padre llamaba a JEP “mi joven maestro” y hasta lo hizo figurar en ese papel de sabio y buen traductor en un poema un poco estridente titulado Barbas para desatar la lujuria.
Admiro a José Emilio y tengo mil cosas que agradecerle, en el plano personal y en el libresco. Que cumpla 70 años es un fiesta. ¡Felicidades, maestro José Emilio!
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