miércoles, 30 de septiembre de 2020

Desaparecer es contagioso


M

uchas veces, cuando reviso el Twitter, aparecen fotos de personas desaparecidas. Casi siempre son mujeres. A veces hombres. Casi siempre jóvenes. Se busca. Cualquier información, por favor llame a... La buscamos desesperadamente. Mi prima. Mi hija. El Twitter de hoy lleva un mensaje reportando a cinco mujeres desaparecidas en San Martín Texmelucan...

Todavía no alcanzamos a asimilar lo que significa desaparecer. Lo que significa vivir en un país en que se desaparece a personas todos los días. Lo que significa vivir en un país en que casi no hay un pueblo en que no haya algún desaparecido. Donde secuestran mujeres para venderlas. Donde roban hombres para pedir rescate, o para inculparlos de algún crimen, o simplemente para matarlos en alguna otra parte. No sabemos bien lo que significa, pero sí que el hecho nos incomoda bastante. Tanto, incluso, que frecuentemente buscamos ignorarlo. No saber qué hacer con los desaparecidos, pero sentimos que debemos hacer algo. Hasta en el Twitter siento dudas: ¿debo o no picar un retuit? Usualmente termino basculando en contra, porque no tengo fe en que los amigos que tenga la puedan llegar a ver, y por no querer inundar a mis seguidores con una clase de noticia que, en México, es una constante.

Hay mucho qué pensar respecto de esa incomodidad. En las entrevistas que he tenido con familiares de desaparecidos, veo que la desaparición es en realidad un fenómeno contagioso, que genera un enorme vacío en torno de cada desgracia.

Cuando una persona es desaparecida, sus parientes usualmente inician una búsqueda, y si esa persona no aparece pronto, la espera empieza a extenderse como una planicie árida, interminable. Y los parientes comienzan a vivir con la presencia perpetua de un ausente, de la persona que ha sido robada y que está sufriendo quizá, en alguna parte. ¿Vive aún o ha muerto? No pueden estar seguros, ni siquiera en casos en que la probabilidad de la muerte es muy elevada. Por eso no puede haber duelo para el desaparecido, finalmente no se sabe si ha muerto o no, y aun si se le supone muerto, no se sabe cuándo sucedió, ni dónde, ni dónde quedaron sus restos. No se pueden retirar los restos del lugar en que fueron arrojados, por alguien que los trató como basura, para reintegrarlos al amor de su familia.

La desaparición implica que no hay posibilidad real de vivir un duelo y eso deja a los familiares del desaparecido en un limbo. No pueden volver a la vida normal. Viven en una emergencia perpetua, en la que, por otra parte, no pasa ya nada. Y si el familiar hubiera muerto, el deseo de arrancar al ser amado del lugar del odio y del desprecio en que fue aventado, tirado o enterrado, se vuelve un fantasma, un imperativo. Sin esa reunión, no hay duelo posible. Y sin duelo, no hay paz.

Hay muchas consecuencias de una situación así. Esposos que abandonan a sus esposas, porque les recuerdan al hijo o a la hija desaparecida y a su impotencia diaria ante el hecho. Madres que convierten la búsqueda en el nuevo centro de sus vidas, abandonando sus actividades de antes. Madres y padres que se sumen en la depresión o en el alcohol... Los padres de un desaparecido no pueden volver a la vida que conocieron antes.

Ese estado sicosocial, esa vida con una herida abierta, tiene un efecto que se ha discutido poco, que es que el vacío que asociamos con la desaparición se va extendiendo en la sociedad, como una mancha.

La madre o el padre o la hermana o hermano de un desaparecido empieza poco a poco a sentirse invisibilizada en su ambiente social. No puede hablar de lo que ha hecho en su día (buscar a su pariente, por ejemplo, o deprimirse, o tratar de huir) porque el tema ya empieza a incomodar a sus amigos, que demasiadas veces no saben ya qué hacer ni cómo comportarse (como yo me incomodo cuando no sé qué hacer ante un tuit desesperado, que anuncia la desaparición de una persona). Esa mamá empieza entonces a sentirse invisible en su círculo social, incluso entre sus parientes.

Y el vacío tampoco se detiene ahí. Los otros hijos de esa madre –los hermanos del desaparecido, y muchas veces también su marido– pueden sentirse menos importantes para su madre que antes de la desaparición, y empiezan a sentir que ellos, también, comienzan a borrarse. A desaparecer.

Así, el sufrimiento infinito, interminable, provocado por la desaparición va creando círculos concéntricos de silencio. Toda una topografía del vacío social. Unos hoyos en el tejido de la comunicación que dejan a la sociedad mexicana como un queso suizo, llena de agujeros. Las fosas clandestinas, las barrancas, cuevas y pozos donde tiran los cuerpos tantas víctimas a todo lo largo de la República dejan sus hoyos correspondientes en el tejido social. La desaparición es entonces contagiosa. Y así poco a poco México se va llenando de gente que está viva, muy viva, pero que no puede ya nunca volver a eso que, hasta hace poco quizá, llamó vida.

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