Policía • 21 Julio 2013 - 1:38am — Historias por Alejandro Almazán
En 2006 llegó a un acuerdo de renta con dos tipos; 6 años después las autoridades hallaron varios cadáveres en su jardín
Durango • Quedar atrapado en un tiroteo, encontrarse un cadáver a plena luz del día, recibir una llamada de extorsión o ver cómo militares y policías confiscan su casa son algunos de los peligros que genera el clima de violencia en Durango. Precisamente esto último fue lo que le sucedió a la escritora Leticia Salazar en noviembre pasado: rentó su casa a unos tipos, pero éstos la utilizaron para enterrar a más de diez desconocidos.
Leticia tenía un apuro a mediados de 2006: su hermano Jorge necesitaba ser trasplantado del riñón. Los Salazar ya habían vendido autos, joyas y propiedades, pero la salud siempre es cara y a ellos aún les faltaba juntar 300 mil pesos.
Incluso Leticia se deshizo del local donde los fines de semana vendía pozole y menudo; se llevó el negocio al jardín de su casa, debajo de una palapa.
Y entonces conoció a dos tipos, un defeño y uno de Guadalajara, que se identificaron como empresarios que iban a construir fábricas de calzado y maquiladoras, y hasta le contaron que solían reunirse con el entonces gobernador Ismael Hernández.
—Estamos buscando cinco casas. Nuestras familias y las de los otros socios son numerosas y necesitamos espacio —le dijo uno de ellos.
Leticia les platicó que ella podría rentarles tres y que además estaban amuebladas: la suya, el departamento de su hija y la de sus padres, todas en un mismo predio de casi mil 200 metros cuadrados.
—Las rento porque tengo a un hermano enfermo —les dijo.
—¿Cuánto pide?
—Treinta mil por cada una.
La plata no fue problema para los tipos: le pagaron tres meses en cash. “Eran 270 mil pesos, pero me dieron 300 mil”, refiere Leticia.
No hubo contrato porque, le advirtieron, primero necesitaban saber cuánto tiempo se quedarían.
Dos meses después, Jorge no sobrevivió y los tipos abandonaron las casas. No se robaron nada y Leticia regresó. Llegó a pensar que aquellos dos hombres estaban algo locos y con esa idea pasó siete años. Pero un día se desengañó.
En noviembre de 2012 militares y algunos ministerios públicos de Durango acudieron al número 607 de la calle Coahuila en respuesta a la llamada telefónica de un vecino. Según éste, había un hedor que era insoportable. Cuando Leticia abrió la puerta, uno de los ministerios públicos le dijo: “Señora, su casa queda confiscada. Es una narcofosa”.
Obligaron a Leticia a abandonar su casa. Sacó una cama, un televisor, algo de ropa y su vieja computadora, donde ha escrito poesía y una novela que fue premiada en España. Desde entonces vive en una bodega, donde apenas y caben los humanos.
“La gente también empezó con las habladurías: que eso me había pasado porque vendía droga, que yo trabajaba para los narcos, que ayudé a enterrar los cadáveres”.
—¿Pero no olías nada?
—Nada. De hecho, no excavaron lueguito. Tuvieron que venir unos de México con unos instrumentos que, según esto, medían las moléculas. Hasta como después de un mes encontraron los cadáveres.
El jardín de Leticia, de unos 200 metros cuadrados, quedó hecho un páramo. La policía llegó a medirlo todo y los bulldozers guillotinaron la palapa, terraplenaron la cisterna, secaron las flores y todavía los del MP se llevaron decenas de macetas.
En la físcalía de Durango, Leticia fue informada de que su casa le sería entregada en marzo de 2013, pero “en abril me desalojaron definitivamente. Me han dicho que la casa queda confiscada para siempre”.
Ese mes Leticia escribió una carta en la que mencionaba: “Soy mujer sola, de la tercera edad y tengo bajo mi cargo a mis padres octogenarios. Vivo de cuatro locales comerciales y no tengo dónde meter mis muebles (…) Creo que todos los miembros de la RED de Escritores me conocen, saben que tengo por lo menos 25 años impartiendo literatura en La casa de la Cultura de Durango (...) Hoy en día soy una víctima más de la delincuencia que tanto ha hecho sangrar a México, soy un daño colateral recibiendo su pedazo de dolor como miles de torturados en nuestro país a causa de las maniobras de nuestros gobernantes. Confío en que de alguna parte vendrá alguna ayuda para mi problema. Por último, les informo que remato libros, tengo cientos y no tengo dónde ponerlos (…)
Ningún medio en Durango publicó la carta. Ningún funcionario le ha dicho nada sobre la casa confiscada. Ninguna pista hay sobre los tipos que rentaron. Tampoco nadie sabe quién fue el maestro que denunció la fosa e incluso la fiscalía del estado sigue sin aceptar que en la excavación se encontraron más de diez cadáveres.
Leticia tenía un apuro a mediados de 2006: su hermano Jorge necesitaba ser trasplantado del riñón. Los Salazar ya habían vendido autos, joyas y propiedades, pero la salud siempre es cara y a ellos aún les faltaba juntar 300 mil pesos.
Incluso Leticia se deshizo del local donde los fines de semana vendía pozole y menudo; se llevó el negocio al jardín de su casa, debajo de una palapa.
Y entonces conoció a dos tipos, un defeño y uno de Guadalajara, que se identificaron como empresarios que iban a construir fábricas de calzado y maquiladoras, y hasta le contaron que solían reunirse con el entonces gobernador Ismael Hernández.
—Estamos buscando cinco casas. Nuestras familias y las de los otros socios son numerosas y necesitamos espacio —le dijo uno de ellos.
Leticia les platicó que ella podría rentarles tres y que además estaban amuebladas: la suya, el departamento de su hija y la de sus padres, todas en un mismo predio de casi mil 200 metros cuadrados.
—Las rento porque tengo a un hermano enfermo —les dijo.
—¿Cuánto pide?
—Treinta mil por cada una.
La plata no fue problema para los tipos: le pagaron tres meses en cash. “Eran 270 mil pesos, pero me dieron 300 mil”, refiere Leticia.
No hubo contrato porque, le advirtieron, primero necesitaban saber cuánto tiempo se quedarían.
Dos meses después, Jorge no sobrevivió y los tipos abandonaron las casas. No se robaron nada y Leticia regresó. Llegó a pensar que aquellos dos hombres estaban algo locos y con esa idea pasó siete años. Pero un día se desengañó.
En noviembre de 2012 militares y algunos ministerios públicos de Durango acudieron al número 607 de la calle Coahuila en respuesta a la llamada telefónica de un vecino. Según éste, había un hedor que era insoportable. Cuando Leticia abrió la puerta, uno de los ministerios públicos le dijo: “Señora, su casa queda confiscada. Es una narcofosa”.
Obligaron a Leticia a abandonar su casa. Sacó una cama, un televisor, algo de ropa y su vieja computadora, donde ha escrito poesía y una novela que fue premiada en España. Desde entonces vive en una bodega, donde apenas y caben los humanos.
“La gente también empezó con las habladurías: que eso me había pasado porque vendía droga, que yo trabajaba para los narcos, que ayudé a enterrar los cadáveres”.
—¿Pero no olías nada?
—Nada. De hecho, no excavaron lueguito. Tuvieron que venir unos de México con unos instrumentos que, según esto, medían las moléculas. Hasta como después de un mes encontraron los cadáveres.
El jardín de Leticia, de unos 200 metros cuadrados, quedó hecho un páramo. La policía llegó a medirlo todo y los bulldozers guillotinaron la palapa, terraplenaron la cisterna, secaron las flores y todavía los del MP se llevaron decenas de macetas.
En la físcalía de Durango, Leticia fue informada de que su casa le sería entregada en marzo de 2013, pero “en abril me desalojaron definitivamente. Me han dicho que la casa queda confiscada para siempre”.
Ese mes Leticia escribió una carta en la que mencionaba: “Soy mujer sola, de la tercera edad y tengo bajo mi cargo a mis padres octogenarios. Vivo de cuatro locales comerciales y no tengo dónde meter mis muebles (…) Creo que todos los miembros de la RED de Escritores me conocen, saben que tengo por lo menos 25 años impartiendo literatura en La casa de la Cultura de Durango (...) Hoy en día soy una víctima más de la delincuencia que tanto ha hecho sangrar a México, soy un daño colateral recibiendo su pedazo de dolor como miles de torturados en nuestro país a causa de las maniobras de nuestros gobernantes. Confío en que de alguna parte vendrá alguna ayuda para mi problema. Por último, les informo que remato libros, tengo cientos y no tengo dónde ponerlos (…)
Ningún medio en Durango publicó la carta. Ningún funcionario le ha dicho nada sobre la casa confiscada. Ninguna pista hay sobre los tipos que rentaron. Tampoco nadie sabe quién fue el maestro que denunció la fosa e incluso la fiscalía del estado sigue sin aceptar que en la excavación se encontraron más de diez cadáveres.
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