Carlos Montemayor
Suele decirse que el político es un hombre de acción y el escritor un hombre de imaginación. Me parece que se trata de uno de los grandes mitos: quiere entenderse la literatura como una actividad sobre lo irreal y la política como el reino de las acciones. Es riesgoso considerar a la política como la ciencia o el dominio de la acción y olvidar que la literatura es la representación de la realidad humana, moral, social y política de una época.
La mayor parte de la actividad del político se despliega en la formulación de un sistema de referencia persuasivo, o en una peculiar reconstrucción de la realidad que justifique las actividades de represión, reorganización, competencia o justicia social que se propone un grupo en el poder en un momento dado. Es el empeño de imaginación permanente que sirve para encubrir, justificar o callar lo que todo el pueblo gobernado sabe que está ocurriendo y nadie quiere o logra decir. De tal manera que el ejercicio político no es puramente un ejercicio de acción, es un ejercicio también de ficción y muchas veces con un sentido más profundo de ficción que el literario. Es la ficción que da origen a la “versión oficial de la realidad”.
Todo enfrentamiento ideológico es, en principio, en la vida política, el enfrentamiento de distintos grupos empeñados en un conocimiento divergente. Por ello, todo cuestionamiento no sólo es enfrentarse contra los grupos en el poder, sino contra la construcción verbal misma que de la realidad formulan tales grupos. Con frecuencia la polarización de versiones oficiales partidistas hace de las “realidades” legibles o ideológicamente construidas una oscura zona que dificulta la opinión del ciudadano, del periodista, del político mismo o del escritor. La historia oficial es quizás la aspiración política más evidente que desean conseguir, que quisieran lograr, en cuanto construcciones verbales de la realidad, todos los gobiernos del orbe. Ningún sector se impone como fuerza civil en una contienda política o armada sin una visión de la realidad que lo justifique o lo defina como la parte poseedora de la verdad política. No hay traidores de oficio. Hay hombres que hacen todo lo posible por realizar sus valores políticos.
La versión del mundo, pues, no es una construcción fácil. Los políticos mexicanos, igual que los políticos de otras latitudes, tienen una visión muy definida sobre lo que debe pensarse dentro de sus territorios. Todo lo que no coincida con la “versión oficial” se toma como agresión, impugnación, crítica desmedida, infundada o ingenua. Todo sistema gubernamental, todo grupo en el poder, descalifica a quien se atreva a cuestionarlo. Para el poder son enemigos e incluso criminales en potencia. Esa actitud permanente de subestimar al que impugna, al que no piensa como nosotros o nos cuestiona, muestra la actividad del hombre político no como acción pura, sino como una peligrosa y dañina labor de ficción y riesgoso encubrimiento.
Hay otro lenguaje en México que no se propone convencer, manipular ni apoyarse en una estrategia de mercadotecnia para controlar la opinión pública o el clientelismo. Me refiero al lenguaje que se propone conocer o crear. Se trata de un lenguaje creativo que busca conocer la realidad, penetrar nuestra condición humana, social, histórica; comprender nuestra condición moral, nuestra conciencia de la vida. Es el lenguaje de los científicos, de los artistas, de los creadores, humanistas y artesanos mexicanos. Este lenguaje habla de nosotros y para nosotros; nos da conciencia y conocimiento, identidad y dignidad. Año con año, la ceremonia de entrega de los Premios Nacionales de Ciencias y Artes permite poner nuestra atención en ese lenguaje de México. Es una especie de alto en el camino, una forma de armisticio simbólico en el que México parece recordar que también cuenta con un recurso público de pensamiento y conocimiento que aspira a ser compartido con todos. Es la acción real de la sociedad como creadora de su conocimiento y de su arte. No es la ficción de los discursos.
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