Centenario de un maestro
José Emilio Pacheco
El maestro (en primer plano, a la derecha), en una junta de evaluación en La Jornada, a mediados de la década de 1990, con Carmen Lira, Antonio Marimón, David Gutiérrez, Roberto Fuentes, Joel Ortega, Pedro Miguel, Guillermo Baltasar, Eduardo Huchim y José Agustín Ortiz PinchettiFoto Carlos Cisneros
Pocas personas tendrán recuerdos de 1961. Medio siglo es un enorme trozo de tiempo. Y 50 años se han cumplido en diciembre de 2011 desde que a Fernando Benítez le pidieron la renuncia a México en la cultura y todos renunciamos con él, un gesto insólito e irrepetido en la historia del periodismo mexicano.
Yo tenía 22 años. No podía creer que en el viejo edificio de la Guay, la Asociación Cristiana de Jóvenes, que ocupaba Novedades y había sido escenario bélico de la Decena Trágica me encontrara con personajes de aquella época remota, como don Nemesio García Naranjo y Ernesto García Cabral. Así de prehistóricos nos verá quien tenga hoy mi edad de entonces.
Todo pasa, todo se va y está bien que así sea, porque sin la incesante renovación se acabaría el mundo. Pero no puede haber auténtico cambio si no hay memoria. Y la memoria de México tiene una inmensa deuda con Fernando Benítez como el gran empresario cultural, a falta de un mejor término, de la segunda mitad del siglo XX mexicano.
Para hacerle justicia en su centenario veo problemas irremontables. En primer término, la magnitud y la extensión de su trabajo. ¿Por dónde empezar? ¿Por los innumerables libros, por los varios suplementos? Tendríamos que releer estas páginas como la gran tarea democratizadora que continuó y ahondó el trabajo de muchas generaciones y la dejó abierta al porvenir.
Conmueve pensar que Benítez fue el continuador de Ignacio Manuel Altamirano quien, sobre la patria en ruinas, luchó por levantar el edificio de las letras y las artes como una respuesta y una barrera contra la ola de sangre y de barbarie. Ya que la sangre y la barbarie han vuelto a ser nuestro pan cotidiano, la tentación de la desesperación es muy grande: nada sirvió de nada, la inmensa tarea resultó inútil. México es un país mucho peor de lo que era en 1961.
Adolescente, Benítez va a leerle al viejo cronista ciego Luis González Obregón, el último discípulo de Altamirano. Recoge una antorcha, para emplear la imagen griega, que trasmite de generación en generación a través de México en la cultura, La cultura en México, Sábado, hasta desembocar ya en el fin de siglo en La Jornada Semanal.
No podemos concebir lo que serían el pensamiento, las artes y las letras de México si en los 50 años transcurridos entre 1949 y 1999 no hubieran existido las publicaciones semanarias de Fernando Benítez. Esta labor sin paralelo es digna de grandes estudios que no excluyan, sino que privilegien la crítica, sin olvidar que los trabajos de Benítez sólo pudieron parecer “elitistas” a quienes querían salvar al pueblo de la “alta cultura”, sin saber que con ello, como ha demostrado Beatriz Sarlo, sólo estaban celebrando la desigualdad, la injusticia y el despojo.
Hoy perduran suplementos como los de La Jornada, Reforma y Milenio, y de otros diarios en toda la República, pero en general la cultura ha vuelto a ser el patito feo, la paginita escondida entre las secciones de espectáculos. Más que nunca es necesario el viaje a las entrañas de ese pasado escrito, tan difícil de consultar por su aterrador volumen y porque deben de existir muy pocas colecciones completas.
Apuntado este aspecto, quisiera insinuar otro más: Benítez como uno de los fundadores de lo que a partir de 1966 llamamos nuevo periodismo, es decir, aquel que respondió al triunfo de la televisión subrayando los elementos literarios que estaban en su origen y en su comienzo. Es decir, el periodismo que incorporó las estrategias narrativas del cuento y la novela.
Desde luego eso ya estaba en las páginas de grandes autores mexicanos como Martín Luis Guzmán. Sin embargo, Benítez fue el primero en desarrollar esa tendencia hasta hacerla el centro mismo de su trabajo. Es la columna vertebral que sostiene su gran obra acerca de Los indios de México. Si hubiéramos sabido leerla y aprovecharla de verdad sería muy otro el panorama que se nos presenta al comenzar 2012.
En muchos otros campos se desplegó el talento de Benítez. Imposible nombrar aquí todos sus libros, pero al menos insinuar lo que significan La ruta de Hernán Cortés, Los primeros mexicanos: La vida criolla en el siglo XVI, sus biografías de Cárdenas y Juárez, su historia de la ciudad de México, sus crónicas de las devastaciones ecológicas e históricas que han hecho tan amarga, como la explotación y la violencia, la realidad de este país.
No quisiera pasar por alto El rey viejo, tal vez nuestra primera nueva novela histórica”, ni El agua envenenada, a medio camino entre la invención y el reportaje, que toca el fuego nunca apagado del caciquismo mexicano, otra herencia y venganza de una colonia de la que no hemos sabido librarnos.
Me conmueve y me honra estar aquí en Bellas Artes en compañía de los grandes amigos de Benítez: Fernando Canales, Carlos Fuentes, Vicente Rojo, Carlos Slim. Me duele la ausencia de otros que debieran estar presentes con mucha mayor justificación que yo. Individualmente, espero que sigamos viéndonos durante mucho tiempo. Como grupo de amigos, no grupo de poder ni de fuerza, nunca jamás volveremos a estar juntos. Es triste, pero es también inevitable. Ojalá nuestra última acción colectiva sea este inicio del gran homenaje que merece Fernando Benítez. Y la mejor recordación será siempre no dejarlo morir en la oscuridad de los libros cerrados y hoy y siempre leerlo. Veremos hasta qué punto sigue siendo el más vivo y el más actuante de todos.
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