Hermann Bellinghausen
Pasa la medianoche. La puerta del St. Nicks, en West Harlem, está más que abierta, y la marquesina es roja. Sobre el pequeño escenario, al fondo, los músicos se preparan largamente. Negro que te quiero negro, sin prisa, hoy africano-y-americano el sitio de vieja tradición nocturnal, y nada ligera, como el barrio manda.
Los músicos son de Mali en principio, aunque al avanzar la velada se sumarán otros de Senegal, Nigeria y Burkina Fasso. Cada uno con su instrumento, los percusionistas calientan motores. Un guaje vestido con cuentas de vidrio, tambores, batería, cajones y manos, una vez que se encuentran ya no se están quietos. Lo mismo las cuerdas.
Un hombre, sentado con la kora entre las piernas, extrae de su camisa una lima oscura, gastada por el uso. Con ella se arregla las uñas, las redondea cuidadosamente, con precisión. Un joyero no puliría cristales preciosos con menos paciencia. Sus largos dedos se estiran agradecidos, bailan solos, independientes del cuerpo, y saltan de pronto a esa arpa bifurcada que es la kora, panza de mandolina de madera y cuero de la cual brota el puente de sus largas cuerdas. Como si no pudieran resistirse, los dedos las atrapan para sacarles la voz. El limpio sonido hace pensar en el maestro Foday Musa Suso, que aunque hace mandinka de Gambia también es un griot de estos.
Un hombre con traje azul marino, camisa y corbata negras como su tez, levanta del suelo un saxo corto y lo sopla con la alegría contagiosa del wasolu, popular género musical de Mali. Reaccionando, el requinto de madera grita en manos de un guitarrista ataviado con un huipil de colores. Un rasta de pelos hirsutos, su cráneo un alfiletero de trenzas rectas, estremece el piano eléctrico con un beat que resulta ser el que manda. A ratos.
A ratos, los morenazos cantan. Las palabras son música en bamanankan. La música es el lenguaje. Milenios atrás, este idioma debió inventarse cantando. Por eso los de Bamako, hasta cuando hablan, cantan y su andar lo bailan.
Del patio trasero llega un hombre que se lanza contra la pared del pasillo, sin tocarla. ¿Para sostenerse? ¿Para besarla o hacerle el amor? Pega el rostro, menea el cuerpo contra el muro, canta con la banda. ¿De qué lado del río Níger será que estamos? ¿Fela Kuti infiltra Mali, esquina con Nueva York?
Hay los parroquianos de gorra beisbolera y chamarra de los Mets, los dandies ellingtonianos, o azoradas turistas holandesas y una diversa cantidad de gente de impredecibles procedencias. Toda clase de cabelleras, o su ausencia radical. Cada persona un mundo, un país, una razón, un idioma, un sexo distinto. Hay gente de las tres Américas y del Caribe, de algunas metrópolis de Europa y Medio Oriente, pero no quepa duda que estamos en Harlem y las palabras “New York” saltan en las camisas, en los muros, en el aura subterránea del St. Nicks y sus galanes de tuxedo pulido.
En el horror vacui del collage de recortes que decora los muros saltan repetidamente los rostros de Barack Obama y Thelonius Monk o Billie Holiday tomándose un trago con Miles Davis, o la rubia Chloë Sevigny hablándole al oído a un chino. Malcolm X., Martin Luther King. Todo eso.
En el pequeño escenario los intérpretes no callan ni para tomar impulso y cada vez son más, ya no caben. Partes del público resultan ser músicos y conforme se aproxima la madrugada, el sonido se pone nigeriano, senegalés y hasta cubano. El Manicero brota en incomprensible afroñol y hace pensar que también el castellano es una lengua africana, por culpa de Cuba, claro. Guantanamera lo confirma minutos después.
Interrogado el cantinero sobre el nombre de la banda, casi molesto dice no saber, que no lo tiene, que tal vez sea West African Band. Más bien parece que se lo acaba de inventar, que los músicos no necesitan llamarse de ningún modo, que la pregunta es inútil.
–¡Give some kora! –exclama el señor de traje oscuro azul marino, que ha ido del saxo tenor al barítono y el alto y a cantar. Lleva la voz y también él parece dirigir la acción. Bueno, los músicos se entienden, fluyen en una conciencia unificada y polifónica que pone el alma a reventar. La kora lo obedece, o se obedece a sí misma, o a los designios de algún tierno dios amable.
Dirigiéndose al apretujamiento carnal que colma el St. Nicks esta noche, Mr. Traje Oscuro sentencia, irrefutable:
–One thing I have to tell you: no matter where you come from, you’re Africa (Una cosa les tengo que decir: no importa de dónde vengan, ustedes son África).
Y sigue soplando el saxofón. “¡Sopas!”, digo yo. ¿Ya de plano así nos vamos a llevar? La audiencia, compacta y en realidad no tan numerosa (en St. Nicks el espacio es estrecho) aplaude feliz, con lo cual sospecho que la respuesta es “sí”.
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