domingo, 22 de febrero de 2009

Escenas de diciembre de 2012

Carlos Monsiváis
Notas de la semana22 de febrero de 2009


El Zócalo, prácticamente vacío. La Plaza Mayor, sitio de tantos encuentros amorosos y de tantos resentimientos coaligados, se halla al borde de la extinción demográfica.

Nadie acude, nadie quiere dejarse ver. Ya tomó posesión el nuevo presidente, pero lo hizo en un Congreso con legisladores con máscaras, ujieres con máscara, fuerzas de seguridad enmascaradas. ¿Por qué? Porque, esta respuesta acude sola, nadie quiere comprometer su porvenir retratándose con el recién electo primer mandatario, de quien se dice por todos lados (iba a poner urbi et orbi, ¿pero quién entiende los latinajos a estas alturas del internet?) que muy probablemente pertenezca al cártel de Las Lomas-Reynosa. Así es, un Congreso sin rostro culpabilizable, un Zócalo colmado de los fantasmas de entusiasmos desvanecidos, un miedo a que los levantones sustituyan a las agonías… ¿Cómo empezó este drama o este carnaval de las sustituciones?

Explicación pertinente sobre el escenario de 2012

A Casandra nadie le creyó aunque decía puntualmente la verdad, y tal vez por eso nadie le hizo caso. ¿A quién le importa lo cierto si con decirlo no consigue boletos para un show de Madonna? Pero el 18 de febrero de 2009, en W-Radio, el secretario de Economía, Gerardo Ruiz Mateos, emitió declaraciones dirigidas a la quijada de la conciencia, allí donde se produce el nocaut espiritual. Dijo el funcionario y profeta: “La lógica del ataque del gobierno en materia del narcotráfico es porque el narcotráfico se había hecho un Estado dentro del Estado”.

Al oír tan pavorosa información todos nos quedamos estupefactos (palabra que nada tiene que ver con estupefacientes). ¿Había un Estado dentro del Estado? ¿Y habría otro Estado dentro del Estado que estaba en las entrañas del Estado? ¿Y así hasta la más angustiosa representación del matrioshka-Estado? ¿Dónde habíamos vivido? Y lo sustancial: ¿a quién le habíamos pagado nuestros impuestos, a quién le habíamos regalado nuestra admiración? ¿A los del Estado I, a los del Estado II, a los del Estado III?
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Continuó el secretario: “Es un problema serio, tan serio que tuvimos que entrar, lo más fácil era, como dice mucha gente, dejarlo en el estatus en el que está y sí se puede asegurar que el presidente de la República sería un narcotraficante”. ¡Dioses del Olimpo anterior a los elíxires! Así que de no ocurrir este ataque del gobierno, tan exitoso en materia de estadísticas funerarias, dentro de tres años nos amaneceríamos con la delincuencia organizada en el lugar de la virtud desarregladita. ¡Oh, emblemas del cine gore!

Y, sin embargo, muy pocos le hicieron caso a don Gerardo Ruiz Mateos, el mismo vaticinador que aseguró: “México es el centro del mundo”. Ni nadie ni alguno salieron a la calle a combatir cuerpo a cuerpo con bala y bala (un AK-47 no detiene el valor, pero sí inmoviliza a los valientes), y esa ausencia lo determinó todo. Ya lo expresó con su barroquismo sintáctico el presidente saliente, don Felipe Calderón —el 15 de febrero de 2009, y en Acapulco—: “Habría que preguntarse cómo es posible que hayamos como pueblo sido capaces de tolerar que semejante barbarie (la de la delincuencia) penetrara en la sociedad mexicana, que se asentara en nuestras calles, que penetrara en nuestras autoridades”.

En efecto, ¿cómo fue posible que eso sucediera? Pero tan sucedió que hoy, 1 de diciembre de 2012, el erial que fue la primavera de nuestra democracia, el mismísimo Zócalo, es la expresión del desastre: lloremos como adictos a la fuerza lo que no supimos defender negándonos a las aspiraciones del mal.
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Todavía no acabamos de entender lo acontecido. Sin embargo, el gran creador de crucigramas y sociólogo Adalberto Puzzle en su conferencia clandestina, “¿Cómo fue posible?”, explica con sencillez la catástrofe. Ocurre, dijo Puzzle, que fue creciendo la confusión mental al ubicar a los dos estados cada uno dentro de otro. Ante las matanzas diarias, nos preguntábamos: “Estos muertos, ¿a qué Estado pertenecen? ¿Al que venía de tiempo atrás o al que empezó más tarde?”. Y no se adjudicaba con certeza la titularidad de los cadáveres ni se reconocían los sellos de las actas funerarias. Sí, el muerto al foso, ¿pero a qué Estado se le paga la tributación de los panteones?... Y todo se volvió más turbio cuando se supo del Estado III y del Estado IV.

Ni modo, una nación no puede permanecer dividida, como dijo Lincoln citando a Bush, y el proceso electoral comenzó a cimbrarse. Es o era natural: ¿a cuál de los dos o cuatro estados pertenecían los candidatos? ¿Por qué tardaba el IFE en colocarles el tatuaje de la identidad legal y legítima? ¿A quiénes creerle si decían lo mismo? En las calles, los espectáculos, y el dolor de la duda no dudaba en calcinarlos.

Y luego vinieron las denuncias, los documentos comprometedores, los videos y las grabaciones. De pronto, todos dejaron de hablar por teléfono porque no sabían si les estaban grabando o, lo peor, si no les estaban grabando. Crisis en las compañías de teléfonos. Incluso los niños hablaban en clave por si sus abuelos los tenían intervenidos. Y las campañas se volvieron festivales de las revelaciones terribles, los involucrados se negaban a negarlo y los inocentes se hacían los involucrados para no sentirse menos. Pronto, lo recordarán ustedes, las campañas se volvieron las kermeses de las revelaciones delincuenciales. Que había candidatos honrados, desde luego; que no suscitaban adhesiones, también. Si ya el propio Presidente se había referido a la penetración del hampa en la sociedad y el gobierno. ¿Cómo creerle a un candidato y estar seguros de su integridad o de su falta de integridad? La duda, la lava de la geología del mal.

El sicoanálisis volvió a ponerse de moda. “Doctor, ¿cómo hago para saber si soy honrado o pertenezco al cártel de los espectaculares?”. Así llegamos a las elecciones, desahuciados de nosotros mismos y sin atrevernos al abstencionismo. Y ganó quien ustedes ya saben, y perdió quien ustedes ya recuerdan, y es probable que ambos, y los demás candidatos, no tuvieron que ver con algo, pero ya es demasiado tarde para devolverle la inocencia al país y a aquellos de sus políticos que se enfrentaron a la duda. ¿Por qué no le hicimos caso al secretario de Economía?

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